No basta con hablar de paz. Se debe creer en ella y trabajar para conseguirla. Y el primer paso para alcanzarla es precisamente el diálogo en la mesa negociaciones, el tire y afloje propio de cualquier intento por finalizar un conflicto. Mucho más el colombiano que hunde sus raíces (políticas, económicas, sociales) hasta hace cincuenta años, o con el asesinato de Gaitán, o cuando… en fin. Sin contar con el emponzoñamiento que trajo el narcotráfico, los residuos de grupos paramilitares y más variables que han hecho de la salida negociada con la guerrilla de las Farc una tarea tenaz  y compleja, con la exigencia de resultados a corto plazo. Inmediatos, si se puede.  Santos tiene afán, las Farc no.

Y esa prisa se entiende por la falta de confianza de la opinión pública en los diálogos de La Habana. Las encuestas muestran que hace seis meses cuando se comunicó desde la Casa de Nariño el inicio de las conversaciones oficiales (o segunda etapa, con acercamientos previos) con el grupo insurgente un alto porcentaje (el 70%, según El Tiempo) lo apoyaba sin resquemores. Pero llegó la cita en Oslo y el discurso (que más bien pareció un monólogo acumulado con ganas de figurar) de Iván Márquez echó al traste con las expectativas. Además, el secuestro de los dos policías y un militar hace una semana terminó por dar al traste con la confianza en los diálogos.

 No iba a ser fácil el camino de la paz. Muchas veces en el Caguán «Tirofijo» aseveró que «la paz no le va a salir barata a la oligarquía». Y el consiguiente desgaste de la agenda, sumada a un ritmo desesperadamente lento y la continuación de la ofensiva militar, terminó por restar lo poco que tuvo de credibilidad el proceso.

Santos no quiere ni le conviene que llegué el 2014 sin tener resuelto el tema de la paz. Aunque ya su hermano Enrique salió al rescate con la justificación de que «un segundo mandato sería ideal para finalizar exitosamente los diálogos en La Habana». Y añade -Enrique Santos- la cláusula sugerida de que «antes de Semana Santa el primer punto de la agenda, el modelo agrario, debe haber sido superado» (Semana, 2013). O sea, un par de meses para avanzar en una reforma agraria que nunca se hizo durante el siglo XX, y que en su discusión más reciente, el Foro Agrario celebrado en la Universidad Nacional, concluyó que «… el gobierno se debe acercar más a la Colombia rural y sus problemáticas y modelo de desarrollo». Es decir, no se hecho nada. Aunque queda el alivio de que «poner en la misma mesa a empresarios y campesinos» es toda una conquista.

Puede que lo sea, pero no es suficiente. Y nada será suficiente ni pertinente si no hay claridad desde el gobierno sobre cómo avanza la agenda, si no logra comunicar y entablar un diálogo con esa opinión pública maleable y deforme, pero al fin y al cabo determinante en la necesaria legitimidad y confianza en los diálogos. Pero sobre todo, si siente que cualquier acción u omisión se tome como una evidencia más de su debilidad. De esa honda sensación humana de que si se descubre y quita sus atavíos queda expuesto a la burla o señalamiento por su propia desnudez. Nada más engorroso que lo «pillen» a uno en ropa interior.

Leí hace un tiempo que durante la Segunda Guerra Mundial, en una visita del presidente Franklin D. Roosevelt al Premier británico, Winston Churchill, en el Palacio de Westminster, mientras lo esperaba en su despacho, Churchill se apareció apenas cubierto con una toalla sujetada a la cintura. Ante el asombro de Roosevelt el Premier inglés le explicó que «el Primer Ministro de Inglaterra no tiene nada que ocultarle al presidente de los Estados Unidos».

 Eran otras necesidades, otra guerra, pero sobre todo otros líderes. Y es cierto que el modelo que Santos escogió para su carrera política y para su gobierno fue Churchill. Eso se lo reconocen y se lo critican (en especial Luis Carlos Restrepo, desde algún lugar de la clandestinidad), de igual forma hizo Uribe: su modelo no lo tomó de alguna guerra o un libro de historia o de ficciones campeadoras, sino del cúmulo de prerrogativas y rezagos del hombre gordo antioqueño. Y si bien los prototipos por sí solos no hacen nada (o ya lo hicieron), sus enseñanzas, resultado de sus aciertos y sus desaciertos sí son una fuente por asimilar y reconocerse en ellas: Churchill cometió mil errores en su extensa y dilatada vida pública, pero pasó a la historia por su terquedad durante la guerra, que a la postre llevó a la victoria sobre Hitler.

Santos debería estar menos prevenido, tener más confianza en su apuesta por los diálogos en La Habana. En fin: ser más terco y si es necesario, obstinado. Si quiere pasar a la historia como el presidente que abrió el camino de una paz duradera y estable, y no el guiñapo que no hizo nada porque un tal expresidente Uribe no se lo permitió. Porque en últimas, es mejor que Santos convierta a las Farc en parte de del pasado de nuestra país. Dejarlas en la memoria como un mal sueño del que se aprendió.

Esa es su ventaja: él puede negociar con las Farc, Uribe, que ronda por todas partes como un vampiro menesteroso, no puede vivir sin ellas.

En Twitter @ferchosal

Archivo de Imágenes, Revista Semana, 2012. Telesur, 2013.