Desde el tiempo mismo que dura una llamada a los call centers y su inevitable desenlace: terminamos desesperados y en muchos casos desmoralizados. Mi mamá, de singular discernimiento sintetiza el asunto: «se te tiran el día en cinco minutos».
Por citar sólo algunos casos: mi prometida anduvo casi un mes sin minutos para llamar desde su operador de telefonía móvil, ¿la razón? No aparecía su pago registrado, y por lo tanto como todo aquel que se atrasa en su pago sufre el castigo de no comunicarse y terminar en la lista negra de centrales de riesgo. A mi hermana le pasó algo semejante, estuvo un par de meses pagando puntualmente el internet móvil de la empresa que fusionó a Telmex y Comcel, pero nunca pudo navegar porque el dispositivo estaba averiado y para repararlo era necesario ir a un centro de servicios, que atiende justamente en el horario en que ella trabaja. Yo que a veces tengo más tiempo libre que el Defensor del Pueblo, me acerqué una tarde a intentar solucionar el problema y la respuesta del agente se pareció más a una declaración de notario público: «poder del titular, autenticado con las dos firmas ante tal notaría…».
Imposible. Cualquier persona pierde la cabeza con semejantes soluciones, hasta el mismo Dalai Lama terminaría por aceptar que hay cosas que la meditación y la paz del yoga no logran subvertir. Porque precisamente la raíz del problema no está en los cientos de muchachitas y jóvenes que ponen la cara por su empresa y repiten como maquinitas de echar moneda el mismo discurso «recuerde que estamos trabajando por usted…». No, la culpa no es de ellos, aunque reciben todos los madrazos y las múltiples variables de groserías y adefesios que nuestra lengua es capaz de inventar.
La culpa, la raíz de toda esta pirámide de inutilidad es del sistema. Ese ente del que hablan los tecnócratas con un discurso almibarado, y del que sentimos que no podemos rehuir. Una burocracia, un discurso que Foucault sintetizó de forma precisa: «vigilar y castigar». Toda una pléyade de figuras y representaciones del poder, que va desde el gobierno, los ministros, hasta las armas que mantiene el orden. Se trata del poder de evitar que alguien se le ocurra descarriarse del camino, ser la oveja negra o el anómala del grupo.
En una sola palabra: ponerle coto a la desobediencia. Y de ahí que el discurso de la niña que atiende el teléfono ofreciendo una promoción o el joven que llegó hace unos días a la sección de servicios y anda más perdido que Lucho Garzón en su cartera imaginaria sin escritorio ni decisión, respondan a una lógica inmanente y puntual: la de la inutilidad. Eso es la burocracia corporativa «el arte de convertir lo fácil en difícil por medio de lo inútil», señaló hace un tiempo Carlos Castillo.
Creo que fue Estanislao Zuleta quien decía que el exceso de racionalidad en el detalle mostraba toda una irracionalidad en el conjunto. La minucia alimentada por la desconfianza por quien dicen trabajar lleva a las organizaciones a inventarse todo un discurso institucionalista y por extensión, toda una cantidad de puestos de trabajo que no genera ni utilidades ni progreso ni satisfacción. Nada. El usuario, usted o yo, mi hermana o la vecina sólo les queda el desconsuelo de la resignación.
«Vivimos en un mundo de administradores e ingenieros», afirmaba resignada mi prometida hace unos días. Y en este escenario, pues lo menos común es el sentido de común, que se reemplaza por un contingente de niveles -o multiniveles, como ahora llaman a la escala laboral- que siguen la pauta organizacional, «el problema de la eficiencia de los mecanismos del mercado y del Estado en la asignación y distribución de recursos» argumenta Salomón Kalmanovitz en un ensayo sobre el institucionalismo económico.
Y en esta asignación o repartición, a los ciudadanos, o usuarios, o ese inconsistente concepto de «cliente» debemos esperar, tener la paciencia de un yogui del Tíbet y la capacidad de asimilar un torrente de información -inútil, por supuesto- como esponjas submarinas. Cómo unos cerebros recién lavados y listos para funcionar, como un senador de la República da 20 de julio, cuando inicia las sesiones plenarias. Esta actitud nos llevará a ver en el agente de servicios, con su corbata y camisa impuestas como una disfraz mal repartido, a la persona (el guiñapo burocrático) que tiene la respuesta justa y la solución lista a nuestros problemas, con lo cual estaremos satisfechos, seremos más felices (Mi felicidad es Claro, dice aun anuncio) por hacer parte de esa eficaz atmósfera de rendimiento inútil e intermediación estúpida, que muchos llaman mercado, compañías, gobierno, y que un amigo denotó acertadamente: «la misma mona con diferente pinta».
En Twitter @ferchosal
Archivo de imágenes página de internet Claro, Frank Rico, 2008.
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