Gabriel García Márquez es el primer autor colombiano de verdadera dimensión universal. Nos describió como ningún otro lo ha hecho, y con ello llegó al corazón mismo de lo que significa ser colombiano. Su obra convertida en hecho poético ha terminado por convertirse en verdad. En realidad. Ha encarnado diversos rótulos de la creación literaria: investigador riguroso, creador inspirado, reportero escrupuloso, genio, mago. Cuando ganó el Nobel en 1982 nos dimos cuenta que en Colombia se podía vivir de la literatura.

Todos hablan de él: “lo conocí cuando vivía en Bogotá sin un peso en el bolsillo”, “me confesó aquello…”, “cantamos ese vallenato que tanto quería”, “me lo topé de frente en Barcelona”, “le invité una copa en París” o “le pedí un autógrafo en el aeropuerto El Dorado”. Por otro lado, la saturación de los noticieros sobre su muerte sólo se compara con el desconocimiento de su obra y de su vida. Lugares comunes, ocurrencias sonsas: “Le llegó la mala hora a nuestro Gabo”, “Luto entre mariposas amarillas”, “Ahora se nos vienen cien años de soledad”.

No son los únicos. ¿Cuántos colombianos que lo lloriquean en Facebook han leído algunas de sus novelas? ¿Cuántas frases de sus personajes las buscaron en Google o las copiaron del muro de un conocido porque no tenían ni idea quién era el coronel al que nunca le escribían una carta? Si hay algo peor que quedar como un insensible ante su muerte (como la senadora electa María Fernanda Cabal) es parecer un ignorante.

Hace unos años estuve en Honda de vacaciones, mientras tomaba una cerveza en una tienda oí por casualidad la conversación de dos mujeres, una de ellas contaba el viaje que hizo con su pequeño hijo en un paquebote de Cormagdalena unos meses atrás. Le llamó la atención el nombre de la embarcación, ‘Florentino Ariza’, pero no sabía quién era. Cuando la profesora de una escuelita que viajaba con ellos en la travesía por el Magdalena le contó quién era Florentino Ariza, y su historia de amor enrevesado y perseverante con Fermina Daza, la señora quedó encantada. Lo primero que hizo al regresar a su casa fue leer ‘El amor en los tiempos del cólera’.

Hermosa fotografía, tomada por su hijo Rodrigo, mientras escribía El Otoño del Patriarca en 1974. 

Creo que el mejor homenaje a García Márquez es redescubrir sus propios textos. Como esta señora. O reinventarlos para cada ocasión, comentaba un amigo en Facebook.

Hemos perdido a nuestro mayor clásico, por lo que leerlo es el único homenaje auténtico que se le puede brindar como escritor. No obligado, como a muchos nos pasó, por ejemplo, con Cervantes. El pensum del Bachillerato incorpora a los clásicos como lectura ineludible, con lo que se pierde la esencia misma de los libros: el placer de leerlos. Y de paso refuerza la imagen de mamotretos pomposos, forrados con cuero repujado y con unas ilustraciones bellísimas, pero que nadie lee. Reverenciar los libros, convertirlos en objetos sagrados conlleva a que no se disfruten. No los sentimos parte de nosotros: Aureliano Buendía o Sancho Panza no pueden competir con WhatsApp y Twitter.

Pero la obra de obra de García Márquez es vida, alegría, gozo. William Ospina decía que sus frases poéticas se quedarán encalladas en el corazón de sus lectores, e intentar explicar la mágica prosa de Cien Años de Soledad sería destejer el arcoíris, Gabo mismo confiaba más en los hechos que en las explicaciones.

El arte como existe para revelarnos el mundo en que vivimos, los ojos de la costumbre (colegio, trabajo, rutina, la cantaleta del sacerdote o del presidente, y más cosas) suelen hacernos ciegos a muchas cosas de la realidad, que siempre estuvieron ante nosotros pero que no advertíamos.

Ese fue su secreto: contarlo para que sus lectores no despertasen.

@ferchorozzo

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