¿Qué quieres ser cuando seas grande?”, le pregunta una madre a su hija adolescente. Ella le contesta impasible: “Quiero ser una señora, la señora de algún hombre”.

Antonio Gómez de la Serna comentaba que el melodrama televisivo fue más eficaz que la iglesia católica. Su catecismo de gritos y de llantos, de pasiones y malentendidos, consolidó un sistema de aprendizaje muy eficiente. Hablamos de educación sentimental.

No importa si celebramos en febrero (San Valentín) o en septiembre (Amor y amistad), hay una realidad que se filtra por entre la fisura de ambos conceptos: nuestra idea de amor está íntimamente relacionada con las telenovelas que hicieron las veces de padre y madre para más de una generación de teleadictos. La educación sentimental está inscrita en nuestro chip (aspiraciones y distinciones) cultural. Las telenovelas de Verónica Castro o Thalía pasando por Fernando Gaitán y su Betty renacida fueron hechas del mismo material: cursilerías para crear estereotipos de género y de movilidad social, en el que siempre hay un cisne.

 

Si en los colegios no había profesores de sentimientos —quizás sí de filosofía o literatura o incluso teología—, si en las familias poco se enseñó sobre el amor, si nadie nos preparó para una pena, vale preguntarse quién se ha hecho cargo de educar nuestros afectos.

Desde los años setenta y sobretodo en los ochenta y noventa, las telenovelas se constituyeron en una marca, en una identidad. En América Latina tuvimos un nuevo sello de denominación de origen y un producto cultural para exportar al mundo diferente al café, materias primas (legales e ilegales) y las novelas del boom: el amor televisivo. El amor desbordado, que no existe sin lágrimas o sin gritando por la mitad de la calle que estamos enamorados. Me refiero al espectáculo del amor.

Por otro lado, el medio audiovisual es muy fácil. Leer es difícil, hay que enseñar a leer; no hay que enseñar a ver televisión.

Héctor Abad escribió en un libro inteligente y atento (Las formas de la pereza, Penguin Random House, 2007) que entre más vacuo sea un programa, más éxito tendrá pues los teleadictos no buscan calidad en la pantalla, no buscan nada que sea problemático (que los enfrente a dudas o incertidumbres) sino un calmante, un sedante. La televisión se ha convertido en una especie de farmacia moderna. Una botica que vende todo tipo de medicinas, útiles e inútiles. Podría decirse que cualquier programa funciona como remedio, incluyendo los programas placebo.

Gómez de la Serna dijo que la cursilería es el fracaso de la elegancia. Así, Latinoamérica convirtió ese fracaso en un poderoso género audiovisual que hizo de la soledad y los cuernos un chisme nacional. Transformó la intimidad en un bien público. Inventó una industria y un mercado de proporciones inimaginables: en el 2007, según una investigación de la Universidad de la Sabana, más de dos mil millones de personas en el mundo veían telenovelas. Hoy se producen en China, Japón, Serbia, Rusia y más países.

No se necesita hacer televisión inteligente. Los guionistas y productores no necesitan esforzarse demasiado: María la del Barrio (1995) enseña cómo ser mujer, cómo ser amada y, además, cómo terminar siendo millonaria en cien capítulos.

La Rochefoucauld (1613-1680) decía que si no hubieran existido las novelas de amor, como Madame Bovary o tragedias como Romeo y Julieta, el amor sería algo desconocido. Cada época y civilización crea su idea de amor, escribió Edgar Morin. Si trasladamos su planteamiento unos siglos después, cabe plantearse: ¿la cursilería es nuestra tragedia cotidiana? ¿Si tu amor no merece ser contado en la televisión, entonces no es amor?

Cuando las personas se emboban frente a una pantalla, están rindiendo un silencioso tributo a nuestra infinita capacidad de producir cursilería. Una cursilería apasionante, envuelta en una receta narrativa que funciona. Y funciona—escribe Abad— porque no es realista, porque no pretende imitar la realidad, sino meterla a la fuerza en un esquema simple de complicaciones ordenadas, claras, previsibles.

Cuando Delia Fiallo defendía sus culebrones cursis y repetitivos, dijo una frase contundente: “Las telenovelas no necesitarán nunca un Joyce”.

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