«Por más áspero y de más fieras condiciones que el marido sea, es necesario que la esposa le soporte, y que no consienta por ninguna ocasión que se divida la paz. ¡Oh, que es un verdugo! Pero es tu marido. ¡Es un beodo! Pero el nudo matrimonial le hizo contigo uno. ¡Un áspero, un desapacible! Pero miembro tuyo ya, y miembro el más principal».

Fray Luis de León, La perfecta casada, 1583

 

 

Los primeros vecinos que vieron la aparición sombría y cautelosa que se acercaba por la calle oscura se hicieron la ilusión de que era un alma en pena. Después vieron que no llevaba ajuar funerario ni emitía sonido alguno, y pensaron que era un espectro humano. Pero cuando se detuvo en frente de la casa de la familia Verdugo, se quitó el sombrero de paja, los rastrojos de un pañolón y una bola de tela que se llevaba al rostro enrojecido por la sangre que brotaba sin cesar de su cabeza, descubrieron que era una conocida de la villa de Simacota.

María del Carmen Martínez estaba viva de milagro, pues su marido la había azotado hasta casi matarla.

No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era una mujer disminuida. Su marido, Pedro Aguilar, un jornalero macizo y bruto de treinta años con el que llevaba cinco años de casada, la había amarrado de las muñecas con un lazo que ató a una de las rejas de su casa, después agarró un rejo de dos ramales y comenzó a azotarla en la cintura y la parte baja del tórax hasta que la espalda de María del Carmen quedó casi en carne viva; cuando estaba preparando un mechón de guadua para continuar el castigo, un conocido de la familia que pasaba por allí le reclamó a Pedro el trato hacia su esposa. Él interrumpió el castigo, cortó con un estilete de acero la soga que la mantenía atada a la reja, ella cayó sobre el borde del piso de piedra. Quedó atontada unos segundos por el golpe. Cuando recobró la conciencia, se vistió de prisa con las ropas que le había quitado su esposo y, aturdida, intentó intimidarlo con un punzón hechizo que cargaba en su blusa. Él se le fue encima. Después de unos segundos de forcejeo, ocurrió algo que no le produjo miedo, sino una especie de alucinación similar a la embriaguez. Su marido estaba encima de ella, intentado asfixiarla con las dos manos recias y toscas, pero todo parecía un sueño. Ella no sentía la presión del cuerpo agresor sobre el suyo ni la angustia por la falta de aire, sino la certeza de buscar en la oscuridad el filamento cortante que la despertara. Lo encontró con su mano derecha, la estiró con fuerza y sin saber a dónde dirigirla. Unos momentos después, Pedro estaba tirado en el suelo, con una mancha de sangre en la entrepierna, lanzando blasfemias por el dolor. Ella emprendió la fuga.

Aquella noche no terminaron de rezar las oraciones en casa de los Verdugo. Mientras José Manuel Verdugo averiguaba si en las cantinas alguien sabía algo del marido de María del Carmen, su esposa se quedó cuidándola. Le quitó la bola de tela y le lavó la herida con agua limpia, le desenredó del cabello los abrojos de sangre y le fregó los moretones que encontró en sus piernas y su cintura. A medida que lo hacía, notó que había otras huellas de porrazos que habían cicatrizado a medias, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si se hubiera vestido con lo primero que encontró en su rancho. Escuchó también que el marido de María del Carmen la azotó sin piedad por haber empeñado una pulsera de plata sin su permiso. Notó, asimismo, que sobrellevaba la pena con resentimiento, pues apenas recobró las fuerzas suficientes para ordenar sus ideas, le pidió que la acompañara a su casa para matar a su esposo.

Proceso de María del Carmen Martínez. Archivo General de la Nación (AGN), Sección Colonia, Fondo Juicios Criminales.

 

Lo cuento como lo encontré en los expedientes de Juicios Criminales de la Colonia que examiné en el Archivo General de la Nación, aunque quisiera no haber visto ni leído algunas historias. En los siglos XVII a XIX, la mujer occidental estaba inmersa en una configuración ambigua frente a su pareja, pues al esposo se le exigía amor y respeto hacia su esposa y también un ejercicio fuerte de la autoridad y de la propiedad sobre la familia, esto implicaba subordinar a la esposa, así fuera mediante el castigo. Los tratados morales y los manuales de conducta le exigían a la mujer ser obediente y tolerar el maltrato, “en el que iba a encontrar, irremisiblemente, el tormento o la muerte”.

El límite legal del maltrato bendecido desde los púlpitos era la sevicia, el trato cruel hacia la compañera. La historiadora María Teresa Mojica enumera en El derecho masculino de castigo en Colombia, procesos de segunda instancia en Santafe las denuncias por sevicia en la ciudad durante la Colonia: cinco en el siglo XVI, diez en el XVII, veintitrés en el XVIII y veinte hasta el proceso de independencia. ¿Menos maltrato o mayor cantidad de denuncias en los estrados judiciales? La respuesta está abierta.

Lo cierto es que el recurso legal de sevicia coincidió con el aumento de la eficiencia en la administración de justicia desde el siglo XVIII, y con la llegada de los Borbón a la Corona española, lo que permitió llevar un registro pormenorizado de los procesos penales en la Nueva Granada.

En el caso de María del Carmen Martínez, encontré algunos antecedentes de sevicia de su marido, pues no era la primera vez que la castigaba. Lo había hechos tres veces con tres excusas distintas, incluso una cuarta ocasión delante de su familia, en los últimos cinco años. Lo había abandonado en Socorro a los seis meses de concubinato, cuando agonizaba por la muenda que le propinó por un reclamo que le hizo delante de varios conocidos. Una mañana María del Carmen no amaneció en su casa después de una noche de abusos inconfesables. Dejó todo lo que era suyo, hasta la sortija de matrimonio que le había regalado Pedro, y un recado que le entregó a la dueña de la casa en el cual le decía que no era capaz de convivir con un hombre que no valoraba la paciencia y la bondad de una joven esposa. Pedro pensó que ella había vuelto con su primer amante, un jornalero cucuteño que había conocido cuando eran apenas unos niños, con quien se había amancebado a escondidas siendo menor de edad y al cual abandonó por él al cabo de dos años sin alegrías. Pero no: había vuelto a casa de sus padres, y allí fue donde Pedro fue a buscarla a cualquier precio. Le exigió que volviera a su hogar, le prometió mucho más de lo que estaba dispuesto a cumplir, pero tropezó con la determinación insalvable. “Hay compañeros buenos y compañeros malos para una”, le dijo ella. Y concluyó: “usted es de los malos”. Él se rindió ante su rigor y decidió esperar. Sin embargo, una madrugada de Todos los Santos Patronos, al volver a su cuarto huérfano después de despachar una botella de aguardiente en una cantina del pueblo, la encontró dormida sobre un montón de paja en la buhardilla de la casa. María del Carmen le contó la verdad. Su padre, ahora viudo, sin hijos varones, le advirtió que regresara con él porque había decidido vender varias propiedades, entre ellas, la casa en la que ella se estaba refugiando. Le entregó algo de dinero y un consejo para sobrellevar la paz de la familia. Ella escuchó. Le aseguró que tranquilizaría el carácter de su marido con la misma humildad que su madre había mostrado hacia él. Cuando llegó a la casa de Pedro, encontró que este había pasado la tranca, decidió esperarlo dormida en el cobertizo de paja de la entrada. Esa vez fue ella la que se rindió sin condiciones. “¿Y ahora hasta cuándo?”, le preguntó él. Ella le contestó con una frase que había escuchado de su padre: “La niña que mucho espera se hace vieja y desespera”.

Su esposo la aceptó sin remilgos. Pedro pareció cambiar. Renunció a la embriaguez y le prometió no castigarla más, sin importar el motivo de sus rabias. A finales de 1801 habían viajado por unos días a Socorro, y de regreso planearon cambiar de rancho para los cinco hijos que esperaban tener. Había sido la tranquilidad familiar posible, hasta el siguiente domingo en que ella decidió empeñar una pulsera de plata de su esposo sin su consentimiento para sortear los gastos de la casa. Cuando el prestamista le contó a Pedro, este se convirtió en un depredador dispuesto a hacer de la vida de su esposa un infierno. Esa fue la noche en que los vecinos de Simacota encontraron a María del Carmen maltrecha como un alma en pena, dispuesta a matar a su marido.

Aquella noche, ella continuó su camino impetuoso hasta la casa del alcalde para contarle la atroz agresión de su esposo, sin recordar con claridad los detalles del ataque ni el semblante del hombre que por casualidad le salvó la vida. Los vecinos y conocidos que encontró a su paso recuerdan que ella lanzó amenazas de muerte en contra de su marido, y quedó por escrito en el expediente del caso la impresión que dejó aquella mujer maltrecha que describieron como voraz y respondona, sufrida pero altiva, de carácter fuerte.

Una vez que el alcalde escuchó sus denuncias, decidió consultar con algunos conocidos del pueblo que se habían asomado a la calle por el alboroto; varios de ellos le advirtieron de las constantes peleas de la pareja y los castigos severos de Pedro. Una mujer le contó que el día de San Juan —23 de junio—, después de una tarde de aguardiente, María del Carmen agarró unas tijeras y las lanzó hacia Pedro, que alcanzó a esquivar el tajo: le rompió los calzones y le hirió levemente una pierna. Fue un altercado que no pasó desapercibido y que algunos interpretaron como la reacción natural de una mujer joven que desde el primer día del matrimonio se había mostrado reacia a la autoridad de su esposo. Para el alcalde, en cambio, fue la excusa que estaba buscando para dispersar el tumulto que se había formado al frente de su casa: decidió enviar a María del Carmen a la cárcel y comisionó a dos curanderos para que evaluasen el estado de salud de Pedro.

Jesús Robles y José Antonio Mejía acudieron a la casa de Pedro, lo encontraron acostado en posición fetal frente a una mecedora de madera. María del Carmen le había atravesado la ingle con un punzón artesanal que empleaba en sus labores de hilandera. Los curanderos llevaron a Pedro hasta la habitación más cercana, lo acomodaron en la cama y encendieron una pequeña lámpara de aceite que el alcalde les había proporcionado; revisaron al herido varias veces y el diagnóstico fue contradictorio: Robles consideró que se trataba de una herida mortal, de unos tres de dedos encima de la vejiga y de una mano de profunda, realizada con un arma puntiaguda. Mejía, por su parte, consideró que las dimensiones del corte no eran tan grandes para que una mano entrase en este, y aseguró que el herido no tenía daño grave alguno. Después de dos días de dolencias, Pedro murió en su casa, y su esposa, confinada en la cárcel municipal, fue acusada de conyugicidio.

El fiscal del crimen señaló que no le quedaba ninguna duda de la culpabilidad de María del Carmen, aseguró que ella había cometido el crimen con “sobrada malicia y dañada intención” y pidió que fuera castigada con la horca, aunque aceptó que Pedro había detonado la pelea trágica. Por esta razón, se cuenta en el expediente, se conformaría con una pena de cuatro años de encierro en la cárcel de Divorcio y cinco de destierro en la zona de colonización del Quindío o los Llanos orientales.

El abogado defensor de pobres, Nicolás Ardila, argumentó en los primeros litigios que la muerte de Pedro no podía ser rotulada como deliberada e intencional, sino como consecuencia de un acto de legítima defensa y como desenlace lógico de los ultrajes a los que había sometido a su esposa. Y añadió en su alegato que Pedro no había muerto por la gravedad de la herida, sino por la falta de atención de un médico competente; también señaló un atenuante significativo: el estado de embriaguez en que se encontraba María del Carmen en el momento de la riña, pues había bebido durante buena parte del día en una cantina cerca de su casa.

Juan Bernardo Plata de Acevedo, juez del caso que se llevó a cabo en Socorro, albergaba dudas razonables sobre las argumentaciones de las dos partes, y no sabía qué decisión tomar. Decidió solicitar el concepto de un letrado. El abogado consultado sugirió que se condenara a María del Carmen a la pena de muerte y aconsejó que se empleara la horca en forma ordinaria. El abogado defensor decidió llevar el caso a una segunda instancia en la capital del virreinato, confiado en que el litigio se podía ganar con una apelación ante la Real Audiencia de Santafé. La decisión final estaría en manos del presidente y de los oidores santafereños. Esa es la razón por la que encontré este proceso en los archivos de Bogotá, una circunstancia definitiva en el final de esta historia.

Grabado del siglo XIX – Autor desconocido.

José María Camacho asumió la defensa de María del Carmen y en el escrito que entregó a la Real Audiencia denunció los errores en el reconocimiento del cuerpo de Pedro. Desvirtuó, uno por uno, los testimonios que consideraban mortal la herida que su defendida le propinó a su marido, también los descargos de quienes estaban convencidos de que la esposa actuó de manera deliberada. Como solía pasar con los letrados que defendían a las mujeres ante los estrados judiciales, Camacho se empeñó en construir una conducta estoica de su defendida. La presentó como una esposa ejemplar: “En todo el tiempo que estuvo casada con Pedro Aguilar se portó con la mayor honradez, obediente y celosa en el cumplimiento de sus deberes”; una modelo para las demás cónyuges: “en una palabra: es una heroína”; como víctima de un esposo “temerario, un celoso imprudente y un cruel perseguidor”, e hizo énfasis en los castigos que recibía: “diariamente la injuriaba de palabra y le daba tan fuertes golpes no solo con pies y manos, sino con palos y garrotes, resultó varias veces enferma”.

Camacho se empeñó en el argumento de la legítima defensa personal, que eximía a su defendida de toda culpa. Consideró que el derecho a la vida estaba por encima del matrimonio, de las costumbres, de la sociedad. Era un alegato audaz, pues las nuevas leyes que dictó la familia Borbón al llegar a la Corona española establecieron reformas jurídicas tendientes a proteger a la mujer y a velar por la unión de la familia. Incluso, se presentó una persecución decidida a los hombres que maltrataban a sus esposas en algunas provincias del virreinato. Era una legislación dispuesta en las cédulas reales, pero sin un pie sólido y estable en la tierra americana. Aún con esta salvedad, la mujer, por vez primera en esta nación, se consideró como un individuo con derechos y con la libertad de acudir a los estrados judiciales para defenderlos. Uno de ellos, el más controvertido, porque ponía cabeza abajo las relaciones de poder y alteraba el rígido ideal de mujer mariano (humildad, obediencia, paciencia, dolor), era el derecho a solicitar el divorcio.

Asimismo, a finales del siglo xviii e inicios del xix, las sentencias de los jueces eran discrecionales y estaban influidas por los argumentos —sólidos o débiles— de los defensores y los fiscales. Mabel Paola López explica en su estudio6 sobre la trasgresión del modelo de mujer en la Colonia que en esa época la legislación era dispersa y contradictoria, no había una jurisprudencia consolidada y los abogados y letrados interpretaban la doctrina según su parecer para sustentar sus posiciones. María Teresa Mojica tiene una lectura diferente: asesinar al esposo maltratador era una manera de transgredir el modelo mariano impuesto en la Colonia, se refiere a un cambio de poder entre los sexos: en las élites estaba a favor del hombre, pero en los estratos bajos de la sociedad neogranadina, posicionaba a la mujer como un individuo menos subordinado7. María del Carmen es un buen ejemplo de esta consideración histórica: una hilandera de clase baja que no fue sumisa ni toleró los castigos y vejaciones de su esposo y que, después de ser azotada sin piedad, estuvo a punto de ser quemada con un mechero ardiendo por este en un arranque de furia que desencadenó una respuesta violenta e imprevista que la condujo a las puertas del cadalso.

El fiscal del crimen no aceptó ninguno de los argumentos del abogado defensor y solicitó que se confirmara el veredicto de la primera instancia en contra de María del Carmen. Sin embargo, la Real Audiencia decidió, en abril de 1807, revocar la sentencia de muerte y condenarla a una pena de ocho años de reclusión en la cárcel de mujeres de Socorro. Ella no se rindió en su empeño: un año después, solicitó el beneficio de indulto promulgado por Fernando vii, quien celebró aquel año su llegada al trono del Imperio Español. La solicitud fue negada. María del Carmen cumplió la sentencia hasta cuando el edificio de cárcel de mujeres fue demolido tiempo después, como un mal recuerdo de los tiempos ingratos de la reconquista.

El último testimonio del expediente es el de un clérigo franciscano que cumplió la misión de socorrer a las almas encerradas en aquellos aposentos desgarradores, para acercarlo a la bendición y el perdón divino. El clérigo anotó que María del Carmen le pareció muy lúcida la última vez que la vio, en septiembre de 1810, un poco pasada de carnes y contenta con la soledad del presidio. Ese día le llevó una biblia, porque ya se le había deteriorado la que compartían las mujeres de la prisión. Le señaló un pasaje del Antiguo Testamento que exhortaba a la mujer a cumplir los deberes de esposa devota, aún si su marido la castigara en vida o estuviese en presencia de Dios.

 

Este texto hace parte de mi libro Diez crímenes sorprendentes de la historia de Colombia, publicado por Penguin Random House hace unos meses, algunos pie de páginas y notas de referencia del original fueron omitidos en esta edición para facilitar su lectura.

@Sal_Fercho

 

‘Diez crímenes sorprendentes de la historia de Colombia’, libro de Fernando Salamanca. Editorial AGUILAR.