A propósito de los noventa años del pintor antioqueño, su relación con otro peso pesado de la cultura criolla estuvo marcada por los desplantes y las pullas ; también por el estilo y la evolución de sus obras. García Márquez y Botero nunca se llevaron bien. Se caían gordos. En una entrevista con Diego Garzón, en la revista Soho, el pintor sintetizó su malestar: «Me cae pesadísimo», señaló. Una excusa para hablar de estos Adanes nativos. Vidas paralelas, extremos y puntos de encuentro.

Comencemos por los extremos geográficos: García Márquez pasó la segunda mitad de su vida en la capital mexicana, en tanto Botero ha vivido entre París, Nueva York y Pietrasanta, Italia. Los políticos: el escritor con su testaruda amistad con Fidel Castro, en la que algunos vieron una “fijación paternal” (Krauze, 2011) que le granjeó tantas críticas como enemistades en el continente, sin olvidar sus correrías para prevenir a Gorbachov (Primer Secretario de la URSS ) de la primera ministra inglesa Margarteh Thatcher y el presidente Reagan; el otro, obligado a capotear las andanzas de su primogénito, arrastrado por la bola de nieve del Proceso 8.000, que investigó a un candidato a la Presidencia sin escrúpulos y sus conexiones con los capos de Cali. Extremos, por supuesto, artísticos: el cataqueño fue el escritor más leído en lengua castellana y las cifras de sus ventas se cuentan por millones; Botero, en tanto, rompe records de venta en subastas: desde 1960 a 2005, el valor de su obra aumentó un 71.103 por ciento, según el crítico Halim Badawi.

¿Algún otro artista puede mostrar semejantes números de venta?

En este punto uno no sabe si hacer la pregunta con orgullo o con sospecha.

Pero volvamos a los extremos que se tocan en sus puntas. Sus estilos pueden asociarse fácilmente: el realismo mágico y el uso de exageraciones que estiran la realidad como si fuera una goma de mascar y la «volumetría gastronómica» del antioqueño, como escribió Gustavo Cobo Borda. Las diferencias llegan a lo identitario: al escritor lo llaman por su nombre de pila inventado por Eduardo Zalamea Borda en los cincuenta: «Gabo»; el antioqueño es conocido por su apellido.

Ilustraciones de Botero para el cuento La siesta del martes de García Márquez, en El Espectador, enero de 1960.

Similitud en los orígenes: García Márquez creció en un pueblo perdido de la costa caribe en medio de la efervescente y efímera prosperidad de la industria bananera; Botero, en la Medellín de inicios de los años treinta, con un comercio que surgía con ímpetu y la muerte de Carlos Gardel como señuelo internacional. Estuvieron alejados de la capital, lo que les confería el molesto rotulo de provincianos, y terminaron reivindicando la identidad regional de cada uno: el pintor se reconoce en los arrieros y comerciantes, pinta al “hombre gordo antioqueño”, como apuntó el primer filósofo paisa, Fernando González; el otro, por su parte, tuvo en el vallenato y la cultural oral dos fuentes de parrandas y aprendizajes. Y de esta manera, al apelar a lo local sus obras se han hecho universales, entrando en contacto con las corrientes del mundo y de su época, además se han convertido en punto de referencia en la creación plástica y narrativa, respectivamente.

En el corazón del trabajo de ambos está la realidad colombiana como un tema persistente. El escritor recurre a la metáfora para describir la realidad del trópico de su abuelo, el coronel Nicolás Márquez, “la desesperanza y la soledad en una obra fatídica” (Cobo Borda, 2001) que tiene como telón de fondo la Guerra de los Mil Días (1899-1902) o la Masacre de las Bananeras (1928); Botero retoma el tema de la violencia colombiana en todas sus manifestaciones: los atentados ordenados por los jefes del narcotráfico, los líderes guerrilleros, las torturas paramilitares, las masacres de los servicios secretos. Vuelven una y otra vez a retratar la realidad inevitable del abandono de los ciudadanos ante el crimen o de los hombres y mujeres sobre el ineluctable destino.

En algunos temas deportivos, en los que ni el paisa ni el costeño dieron pie con bola, hubo coincidencias. Botero pintó la ‘Apoteosis de Ramón Hoyos’, en homenaje al famoso ciclista de los años cincuenta que ganó cinco Vueltas a Colombia, un tema poco usual en las obras de entonces, que hoy está en la colección del Museo Nacional de Colombia. En tanto, un joven y avezado García Márquez escribió tres crónicas del ciclista en El Espectador. ‘El triple campeón revela sus secretos’, en 1955.

De esta manera, lanzan trazos para un boceto de Latinoamérica: Botero revisando la estética popular y los grandes maestros muralistas durante su estadía de dos años en la capital mexicana, donde recibió durante un tiempo a Álvaro Mutis, amigo benefactor del escritor, y estudió la obra de Rufino Tamayo. Por su parte, en el cataqueño hay una identificación no sólo de la región latinoamericana y su peculiar forma de comprender y afrontar los vaivenes de la vida, sino “en general de las mujeres y los hombres del tercer mundo”, como escribió Gerald Martin.

La vivencia del arte se manifiesta en la etapa de búsqueda juvenil: Botero frecuentaba los cafés Lovaina y La Bastilla en Medellín en donde se reunían Pedro Nel Gómez, Ignacio Gómez Jaramillo y otros pintores consagrados; el escritor frecuentaba los cafés El Molino o El Automático sus correrías de estudiante de Derecho. Y la vida licenciosa no resulta desigual en ambos casos: García Márquez vivió en un burdel que apodaban “El Rascacielos” en Barranquilla, siguiendo fielmente el consejo del escritor sureño gringo William Faulkner; Botero era asiduo visitante de las casas de citas del centro de Medellín, lugares que escabullían a la doble cadena restrictiva de la moral religiosa y la política reaccionaria. Ambos, claro está, han dejado constatación de esta anécdota en sus obras: la serie de Casas de citas que Botero pintó a mediados de los setenta, con la matrona guardiana de las jóvenes prostitutas, figura que encarnan personajes como Pilar Ternera o la explotadora abuela de Cándida Eréndira.

En cada cual encontramos dos rasgos claros: fidelidad a sus orígenes y exploración de la tradicional pobreza, siempre limitada y decorosa de este subcontinente: los ladronzuelos que se cuelan con el botín a salvo por los tejados de casas del pueblo, o la testarudez honorable de El Coronel de preferir comer mierda antes que vender su gallo.

Botero, Gabo y Álvaro Mutis en alguna calle del centro de Bogotá, años cincuenta. Foto de Leo Matiz.

Para ir cerrando: Botero encontró su estilo, su impronta artística antes que García Márquez. Hay que tener esto en cuenta a la hora de entender a Botero sus quejas sobre el escritor. Encontró su fórmula en infinidad de varinates: «mujer gorda comiendo sandía», «hombre gordo en algún tejado», etc. Podría decirse que en su caso la creatividad no es una variación infinita.

¿Eso es todo?

Y claro, la donación de parte de su colección privada al Banco de la República que hizo Botero hace veinte años es encomiable y debe reconocerse. Ninguna colección pública en el país tiene las grandes firmas y los nombres de artistas que protagonizaron el siglo anterior; obras de altísima calidad, escogidas con el ojo de artista bueno y que no despilfarra el dinero. Más allá de las sospechas y los cotilleos, esta donación debe reconocerse de pie. ¿Y Gabo? Está su Fundación que preside Jaime Abello con el entusiasmo de una vieja amistad, dedicada más que nada a la formación ética y estética de los periodistas hispanoamericanos. Su nombre usado en infinidad de campañas para promover el país en el exterior, incluso con el reciente éxito de Encanto de Disney, que en un comienzo se planeó llamar Macondo.

A todas estas, ¿por qué era que se caían mal?

En los años ochenta los dos viven en París, cerca del Barrio Latino, junto a un grupo de artistas como Luis Ospina o Darío Morales. Después del Nobel (1982) el escritor vive a cuerpo de rey en la capital, da entrevistas y ofrece fiestas, recibe cientos de cartas y regalos por el premio, entre ellos un retrato de buen tamaño de que le hizo Morales. Plinio Mendoza le hizo un reportaje sentimentaloide y Luis Caballero le envía una sentida felicitación. Otros pasaron a saludarle e invitarlo a una copa. Botero nunca se apareció. Nada. Se puede ser suspicaz si recordamos que a Vargas Llosa le regaló un óleo que el escritor peruano conserva —según un escrito suyo— en su estudio en Madrid. El historiador Álvaro Medina sintetiza muy bien la tensión: «Botero es un artista celoso». En algunas entrevistas en los cincuenta se deshacía en halagos hacia Alejandro Obregón, luego insistía en que nunca lo influenció. Algo similar sucedió con los grandes muralistas.

Gabo con el pintor Darío Morales, París, años 80. Repositorio del Hary Ransom Center, de la Universidad Austin de Texas, «Archivo Gabriel García Márquez».

 

El asunto, al final de cuentas, está en las difusas fronteras de la realidad convertida en cotilleo. Fueron muchas las diferencias que los separaron, pero también los puntos de encuentro, los temas y sus tratamientos: la evolución de sus estilos. Ahí está la importancia de la relación entre los dos Adanes del arte y la literatura colombiana.

Felices noventa años, maestro.

 

En Twitter @Sal_Fercho