Los túneles

Luis Segura Alejandre acaba de terminar la merienda de la mañana y aparece arrastrando sus tenis Converse con esa desgana propia de los condenados al encierro. Está en el patio 3 de la cárcel La Modelo, donde no hay violencia, hacinamiento o drogas. Es el mejor patio de la prisión. La mayoría de las mulas capturadas en los aeropuertos del país terminan aquí, en una mezcla de idiomas y religiones que conforman una Torre de Babel de cuatrocientos internos.

Luis es un mexicano seco que acata las órdenes sin protestar. Esta vez ha aceptado conceder treinta minutos de entrevista y se le ve distraído. Luego de tomar aire me aclara que trabajó para Joaquín El Chapo Guzmán desde 2006, llevando de vuelta a suelo mexicano los millones de dólares que los norteamericanos pagaban por la mercancía del jefe de Sinaloa.

—Es el mejor patrón, como dicen acá —me dice Luis, con más entusiasmo que retentiva—. Estaba seguro que se escaparía del bote [así le dicen en México a la cárcel].

—¿Quieres volver a trabajar con él?

—Sí, apenas salga de acá quiero regresar. Irme de una buena vez. Más que nada porque mis papás, tíos, hermanitos están lejos.

—¿Han venido a visitarte?

—No, a los extranjeros no nos visitan ni las familias ni los delegados de las embajadas.

Luis Segura, cárcel La Modelo. Fotografía de Sebastián Jaramillo Matiz.

En una sombra del patio, sentados solos y frente a frente, Luis muerde cada una de sus palabras antes de que salgan de su boca. Es como si de tanto en tanto necesitara confirmar que lo hemos entendido, como si pidiera permiso para hablar. En su adolescencia fue vendedor de marihuana en Ciudad de México, luego trabajó para pequeños capos, que lo llevaron a repartir cocaína y otras drogas hasta que terminó trabajando con El Chapo y se ganó su confianza por un golpe de suerte. Según Luis, sus abuelos (Antonio Alejandre y María de la Luz Sierra) vivieron gran parte de su vida en San Antonio, un pueblo fronterizo con California. Para ganarse unos pesos ayudaban a pasar mexicanos que buscaban un futuro mejor como ilegales en Estados Unidos. Los inmigrantes eran transportados en contendedores sin entrada de aire y bajo el sol inclemente del desierto.

En los años setenta, El Chapo intentó cruzar varias veces la frontera, después de que su padre lo corriera de su casa a los diecisiete años. En uno de sus intentos, los abuelos de Luis lo protegieron durante algunos días hasta que logró pasar al otro lado. Hoy, el capo de Sinaloa enfrenta una condena severa en los Estados Unidos por narcotráfico.

Visto de cerca, Luis tiene ese aspecto contradictorio de los hombres que pueden tener cuarenta años o una década menos. Calcular su edad es una labor complicada, aún más por sus ojos tímidos que no renuncian al fisgoneo, y su mirada infantil.

—¿Qué hizo El Chapo cuando recordó a tus abuelos?

—Me dio un apretón de manos —sonríe—, así no más me dijo que trabajara con él en lo de los túneles.

Cuando dice túneles, a Luis se le borra la sonrisa de la cara y se pone tan serio como si fuera a cobrar un tiro penal. El Chapo le ordenó traer de vuelta a Tijuana parte del dinero recaudado por la venta de la droga a los distribuidores californianos. Algunos túneles eran cómodos (equipados con rieles, iluminación y ventilación) y Luis podía caminar erguido; otros, en cambio, debía atravesarlos casi a rastras y soportar los cincuenta grados de temperatura que hacía en su interior.

Para sobrellevar estas condiciones, él recibía una chaqueta climatizada y un pequeño tanque de oxígeno que debía administrar durante los veinte minutos que, en promedio, tardaba en atravesar el túnel de cien metros de longitud. Según Univisión, en 2014 se descubrieron cincuenta narco túneles del “capo constructor”. Luis dice que cumplía su labor con la flexibilidad de una contorsionista, la misma que parece haberse quedado cincuenta metros debajo de la tierra: hoy sus ademanes son lentos y entrecruza las piernas con la misma dificultad de un luchador de sumo.

Cada semana, dos hombres esperaban a Luis en una bodega en San Diego, allí hacían las cuentas y le entregaban el dinero en una maleta que él ataba a sus pies e ingresaba de nuevo al túnel que salía a Tijuana. En más de una ocasión renegó ser un millonario encerrado en una gruta donde el dinero le pesaba hasta el alma. El negocio del tráfico de drogas es gigantesco. Según datos de la Oficina de Crimen y Droga de la ONU (ONUDD), esta industria movió alrededor de 500.000 millones de dólares en 2015, una cifra superior al PIB de Noruega, Bélgica o Argentina. Tan solo en Estados Unidos, la cocaína y la heroína generan utilidades por unos 116.000 millones de dólares. Gran parte de las ganancias se queda entre las bandas distribuidoras y un pequeño porcentaje regresa a los países productores como México, Colombia o Afganistán. Es la dinámica de un mercado globalizado.

Al final, el mercado es uno.

Después de entregar el dinero, Luis recogía su pago (tres mil dólares) y regresaba a su vida normal en la superficie, junto a María Alejandra, una menuda mexicana que conoció en una fiesta en 2011. Ella era una mula experimentada que lo convenció de viajar hasta Europa con tres kilogramos de cocaína camuflados en una maleta de doble fondo y entre algunas camisas.

—Fue arriesgado —le digo—. ¿Tenía necesidad de hacerlo?

—Es que estaba muy enganchado con ella —dice—. Le había propuesto que nos casáramos unos días antes de viajar.

—¿Aceptó?

—Claro, dijo que sí.

Luis Segura en el comedor de la cárcel. Fotografía Sebastián Jaramillo Matiz.

 

Un libreto de Corín Tellado

 

Por primera vez Luis Segura Alejandre habla en voz alta del futuro.

—¿Y qué harán cuando salgan? –le pregunto a Luis- ¿Se van a casar?

—Yo sí quiero- me dice sin pensar.

Y de inmediato explica:

—Pero no la he vuelto a ver desde hace mucho tiempo. Este mes voy a visitar a María Alejandra.

Sus palabras fluyen como si resbalaran con cautela por un tobogán. Es el tono tímido y prudente que usaba cuando entregaba las maletas a los hombres del cartel de Sinaloa o les avisaba que se había tropezado con el cuerpo de un topo en la mitad del túnel, solo que, en vez de desembolsos y muertos por asfixia, administra el tema de su novia y una boda incierta.

 

Su vida es un relato intrigante que daría para una telenovela. Pero la realidad interrumpe su cuento de amor cuando por detrás de la cabeza de Luis se asoma de repente una mano con los cinco dedos en alto. Es la mano del guardián que me advierte que se me acaba el tiempo. En minutos Luis volverá a encerrarse tras una pared de esta incubadora de cemento, a la espera que la Oficina de Trabajo Social le confirme la fecha en que podrá visitar a su prometida.

La última vez que estuvo con ella fue la mañana de su infortunio. Él permaneció nervioso durante las cinco horas que duró el viaje del DF hasta su primera escala, Bogotá, en febrero de 2012. Madrid era el destino final. Cuando el capitán del avión informó que estaban a punto de aterrizar, Luis descansó. Quería bajarse rápido. Pero tres agentes encubiertos de la Policía Antinarcóticos se acercaron hasta la silla donde estaba la pareja. Interrogaron a María Alejandra y le pidieron que los acompañara a unas inspecciones de rutina. Luis, en medio del desconcierto permaneció a su lado, cuando uno de los agentes se percató de que no había desabrochado su cinturón de seguridad y le preguntó por qué, él sólo atinó a decir que venía con ella. En ese momento, su viaje y su matrimonio terminaron. Los dos fueron condenados por tráfico de estupefacientes: Luis a diez años y María Alejandra a ocho. La diferencia de sus condenas se explica por una razón práctica: él llevaba más cocaína.

Twitter: @Sal_Fercho