Catalina Vásquez fue violada y asesinada en una estación de policía hace treinta años. Su victimario está libre y el caso finalizó apenas hace unos años. Si la patria de todo hombre es su infancia, la de Catalina es la historia misma del país.
El monstruo, un joven policía, apareció por primera vez cuando Catalina tenía nueve años de edad. Catalina no puede recordarlo pero su madre sí. Fue en febrero de 1993, cuando ella tenía 27 años. “En aquel entonces, yo tenía una relación difícil con mi esposo, y fui a buscarlo para que me ayudara con el dinero de la ruta escolar de mi hija”, me diría 24 años después Sandra Janeth Guzmán, madre de la niña. La familia vivía en un apartamento en el barrio La Española (al occidente de Bogotá) y la mamá de Catalina, que se dedicaba al hogar, intentó un recurso desesperado. Desde que su esposo entró a trabajar en la Policía en 1984, ella vivió en un callejón sin salida, sometida a un dilema tenaz: resignarse a que su esposo les jorobara la vida o enfrentarlo de una vez para que cumpliera con sus obligaciones, intentando que la vida de su hija no se desbaratara por un matrimonio a punto de irse al barranco.
Catalina Vásquez nació en marzo de 1983. Su padre, Pedro Gustavo Vásquez, estudió algunos semestres de veterinaria en la Universidad de la Salle, pero con las obligaciones del hogar y la llegada de su primera hija, tuvo que abandonar la universidad y su trabajo como vendedor de suscripciones en El Espectador para buscar trabajo en el único sitio donde no le exigían ser profesional: la Policía Metropolitana de Bogotá. Allí fue agente en varias estaciones de la ciudad. En aquellos años era usual que los uniformados durmieran en habitaciones equipadas como un cuartel de guerra para alguna emergencia, por lo cual Vásquez pasaba algunas noches en las estaciones.
El monstruo –el asesino, Diego Fernando Valencia Blandón–, un agente de policía con dos años de servicio, apareció la primera vez que Catalina visitó una estación de policía. Catalina lo vio. Él estaba en uno de los baños del tercer piso de la Estación III (hoy, Germania), cuando la niña se asomó. “Ella estaba buscando a su padre, creyó verlo unos minutos antes cuando estaba con su madre en una de las banquetas frente a la estación, y le insistió para que la dejara entrar”, se cuenta en el escrito de acusación del caso redactado por la Fiscalía sin más detalles de modo y lugar. Quince minutos después la niña no salía, su madre entró a buscarla, con el corazón agitado por una intuición alarmante. No la encontró en el primer y el segundo piso, solicitó la ayuda de un auxiliar bachiller, que cumplió su tarea a regañadientes. “Junto a una de las tazas del baño del tercer piso, Sandra Janeth encontró a su hija. Tenía un hematoma en la frente, los pantaloncitos abajo y una línea de sangre que le escurría por las piernas” quedó consignado en el expediente del caso T-3.795.843, del Juzgado 50 Penal Del Circuito en Bogotá.
Sandra Janeth recuerda esa imagen, pero hay otros detalles que recuerda aún más. La niña tenía las uñas moradas y en su cuello había hilachas de una cuerda que estaba amarrada en una de las vigas del baño, dijo. Cuando se acercó hasta la niña, ella estaba agonizando. Diego Valencia Blandón había asfixiado, violado y luego asesinado a su hija. Catalina apenas tenía signos vitales. Ella la abrazó y recogió con el auxiliar bachiller. “Pidieron a gritos una ambulancia que no llegó. Cuando llegaron en una patrulla de la policía hasta el Hospital San Juan de Dios, la niña no presentaba signos vitales, había muerto en el camino”, quedó escrito en el expediente. Un caso similar al de Yuliana Samboní, quien fue secuestrada, violada y asesinada por el arquitecto Rafael Uribe Noguera en diciembre de 2016.
Dos infanticidios atroces que han conmovido al país de los noventa y el de hoy.
La Fiscalía 20 de Unidad de Permanencia inició la investigación para esclarecer el crimen. De inmediato detuvieron al padre de la niña como sospechoso: permaneció retenido en los calabozos de la Sección de Policía Judicial e Investigación (Sijín), y no pudo asistir al entierro de Catalina, tres días después de su asesinato. Desde que fue detenido, “no paró de llorar y jurar que él no había sido, que él jamás hubiera hecho algo parecido, que él no estaba en la Estación, que cómo carajos se les ocurría que él fuera a hacerle daño a su hija”, registró un artículo de El Tiempo cuyo título es una declaración: “Dios sabe que soy inocente, Vásquez”.
En abril de 1993 comenzó el juicio. Pedro Gustavo Vásquez comenzó a aportar pruebas y testimonios que trataban de demostrar que él no estaba en el momento ni el lugar de los hechos. Que, de estarlo, “habría matado al hijo de puta que le puso las manos encima a la niña”, dijo en un testimonio recogido en el expediente de caso. Los argumentos fueron siendo más verídicos y admitidos como pruebas por el juez: la parte acusatoria perdía fuerza. El 11 de junio de 1993, el juez del caso determinó que ante la falta de pruebas Vásquez quedaba en libertad, pero continuaba vinculado al proceso.
Como parte de su defensa, Pedro Gustavo Vásquez señaló en las primeras diligencias del caso que “el día anterior al asesinato de su hija estuvo de turno en la III Estación. […] en la mañana del 28 de febrero de 1993 salió a desayunar al Salón Bogotá, donde comió consomé de pescado, chocolate y pan en compañía de una mujer […] Después de pagar los mil pesos de la cuenta, caminó hasta la calle 13 y cogió una buseta de regreso a la estación, donde llegó antes de las 11:00 de la mañana”, está consignado en el expediente del caso. A esa misma hora, las once de la mañana, Sandra Janeth le entregó una nota a uno de los agentes que prestaba guardia a la entrada de la estación de Germania, en la que le pedía el dinero para la ruta escolar de su hija, que estudiaba quinto de primaria en el colegio del Rosario.
La investigación continuó su curso durante dos años. Finalmente, no lograron resolverse las dudas sobre quién violó y asesinó a la niña. En octubre de 1994, la Fiscalía 31 debió ordenar la preclusión del caso. El agente Pedro Vásquez quedó absuelto de todo delito. Una semana después, la defensa de Vásquez interpuso una demanda administrativa a la Nación por daños y perjuicios en su contra y contra su hija. Fue indemnizado con quinientos millones de pesos de entonces.
En este punto de nuestra conversación, Sandra Janeth se lanza al agua: agita el dedo índice, a la altura de su rostro, y dice que ella estuvo segura desde un comienzo de la inocencia de su esposo, pero que no era un policía ejemplar.
“Él tenía muchos enemigos al interior de la Policía. Había casado pelea con otros agentes por su agresividad, indisciplina y reacción desmedida ante algunas bromas. Por eso él tuvo muchas anotaciones que le impidieron buscar un ascenso en la institución”.
Algunos periodistas judiciales que cubrieron el caso, y que hicieron reportería con el personal de la estación lograron construir una imagen de Pedro Gustavo Vásquez, no le ocultaron a Sandra Janeth el rumor que más de un agente les confió: que su esposo revendía papeletas de bazuco que incautaba a los consumidores o jíbaros del centro de la ciudad.
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Los años noventa fueron una época difícil en Bogotá. Comenzaron con la oleada de bombas del Cartel de Medellín, que dejó centenares de muertos y creó una atmósfera de incertidumbre y desconfianza en la ciudad. Luego vino el proceso judicial más sonado en la historia del país: ‘Proceso 8.000’; a esto se sumó el asesinato del líder conservador Álvaro Gómez Hurtado, así como el racionamiento de luz en el gobierno de Gaviria, el popular apagón. Un grafiti anónimo pintado en 1994 sobre la carrera Séptima decía ‘Bogotá, la tenaz suramericana’, parodiando el apelativo que le clavaron a la ciudad gramáticos y poetas a finales del siglo XIX.
En esta atmósfera, la policía metropolitana perdió su prestigio y confianza con los ciudadanos. Antonio Caballero en su columna de Semana de marzo de 1993 escribía que “La Policía es temida y temible en todas partes, desde que la Policía existe—dijo, y añade—. Pero es así porque los poderes establecidos no están interesados en moderar sus excesos, y mucho menos en castigarlos”.
El punto de no retorno fue el asesinato de Catalina, la niña de entonces.
El general Rosso José Serrano, quien asumió la dirección de la Policía en 1994, denominó su gestión con una frase publicitaria: “cambiamos para servir a la gente”.
Mientras Sandra Janeth preparaba el funeral de su hija, el crimen de Catalina era la noticia de entonces en Colombia. Las versiones de la indignación por el infanticidio atroz variaban según el medio que se consultara: “Mataron los sueños de Cata”, tituló El Tiempo en su portada del 2 de marzo de 1993; “Si una persona no está segura en una estación de policía, ¿entonces dónde?”, se preguntaba el editorial del diario El Espectador; “Desde el cielo, ‘Cata’ clama… justicia”, titulaba El Espacio a cuatro columnas.
Dos años después, con el caso a punto de quedar en la impunidad, Enrique Santos Calderón se preguntaba en su columna Contraescape de El Tiempo del 12 de marzo de 1995:
“¿Qué es lo que pasa? ¿Qué falla? ¿Es falta de recursos y técnicas para investigar? ¿Es falta de voluntad o franca ineficiencia? ¿Es indiferencia, cinismo, corrupción? ¿Se trata de un caso imposible de resolver por razones objetivas? Si es así, ¿Cuáles son? Que por lo menos se explique a la opinión pública por qué la muerte de esta niña sigue impune. Que alguien diga algo. Tanto silencio es sospechoso”.
Bajo la dirección personal de Rosso José Serrano se conformó un equipo investigador integrado por expertos en inteligencia, criminalística, psicología criminal y genética. El grupo investigador, coordinado por el Mayor Marcos William Duarte Valderrama, comenzó a releer más de mil páginas del expediente que estaba a punto de parar a los archivos muertos. Después se identificaron a ciento veinte personas que estuvieron en la Estación de Policía el día del crimen y fueron vinculados a la investigación. El Tiempo cuenta en uno de sus reportajes de entonces que después de las entrevistas se logró identificar a un sospechoso. Luego se elaboró un perfil psicológico del individuo, hasta llegar a la certeza de que se trataba de una policía de la Estación, dijo el Mayor Duarte Valderrama en el diario.
El círculo se fue cerrando para el fiscal 31 Guillermo Vela Sarmiento y los investigadores al mando del Mayor Duarte Valderrama. La opinión pública exigía resultados ante el macabro crimen (en las Naciones Unidas llegó a consignarse como un crimen de lesa humanidad), hasta que, el 13 de noviembre de 1995, Semana sacó en primera plana la foto de Diego Fernando Blandón, un joven policía sin mayor rango vinculado a la institución desde 1990, al momento de ser detenido, bajo el título: ‘El Culpable apareció’.
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Pedro Morales Martínez (quien trabaja en Medicina Legal desde 1987) recibió el cuerpo de Catalina Vásquez en los primeros días de marzo de 1993. Junto con su equipo de trabajo hicieron una necropsia juiciosa, detallada, minuciosa, que se convertiría en parte de la evidencia física del caso. El por entonces reducido equipo de médicos forenses trabajaba sin descanso. Morales practicaba unas veinticinco necropsias diarias. Además, el grupo solo contaba con un computador, que permanecía apagado y nadie sabía usar. Las personas que buscaban a sus seres queridos, que llevaban desaparecidos días o semanas, se acercaban hasta allí, hacían fila y entregaban los datos de la persona desaparecida. Del otro lado de la ventanilla, el encargado de la lista de cadáveres inspeccionados en la morgue, repasaba los nombres, el número de identificación, concluía su trabajo de manera tajante:
—Sí, acá está, espere y se lo lleva.
Luego de hacer la necropsia de la niña, el doctor Pedro Morales empacó con cuidado su ropa interior en una bolsa de papel —después me explicó que las bolsas de plástico degradan el ADN— y la guardó. Estaba siguiendo las instrucciones de manuales forenses norteamericanos, los primeros que llegaron al instituto. Por aquel entonces, en Colombia no existía la prueba de ADN en casos judiciales. Morales sugirió enviar la prenda de la niña a los Estados Unidos. Su idea fue aprobada por el comité del instituto y dos años después del asesinato, el FBI (la policía científica de Estados Unidos) entregó los resultados que demostraron que el culpable fue Diego Fernando Valencia Blandón: su muestra de sangre y los residuos de semen encontrados en la ropa interior y el pantalón de la niña (DNA en Q3 y Q4 que coinciden en k12, es la fórmula científica) corroboraron que el culpable fue él.
Dos días después de que el resultado de ADN llegara desde Washington, Valencia Blandón fue capturado el 13 de octubre de 1995 en la carrera octava con calle 87, en Bogotá, vestido de civil. “Ingresó al edificio de Paloquemao, se mantuvo tranquilo durante la mayor parte de la indagatoria”, registró El Tiempo y otros medios que asistieron a la audiencia de legalización de captura. Pasada la medianoche, Valencia Blandón aceptó los cargos, y en la mañana del siguiente día, hizo frente a los periodistas que acudieron a la rueda de prensa.
Valencia además de confesar el crimen, relató lo que pasó en la mañana del domingo 28 de febrero de 1993 en la Estación de Germania. “Reconoció que violó a la niña y señaló que cuando ella trató de escapar, la tomó por los hombros, la ató con el cordón de ajuste de su chaqueta y luego la estranguló”, registró Semana. Confesó también que una vez cometido el crimen colgó a la niña de una viga de un baño del tercer piso. Una periodista del Noticiero 24 Horas le lanzó la pregunta obvia: “¿Está arrepentido?”. Dijo que sí, a media lengua, como quien busca un salvavidas en la distancia, pero no lo halló. Julio Zazzali, explica en su libro Manual de psicopatología forense que un sociópata no se arrepiente de sus crímenes. Sus actuaciones están validadas por su deseo, legitimadas por su incapacidad para controlar sus pulsiones, su afán por la destrucción de la vida es expresión patológica del instinto de muerte, añade. Ni la ley ni la ética ni ningún tipo de consideración moral tuvo en cuenta Valencia Blandón cuando cometió el crimen.
El juzgado 50 del Circuito condenó a Diego Fernando Valencia a 45 años de prisión, decisión que confirmó la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá.
En una entrevista con El Tiempo, Pedro Gustavo Vásquez comentó que Valencia Blandón “nunca (le) inspiró confianza, lo saludaba no más—dijo—. Al hombre le decían “Chimbis”, y era un tipo medio loco, se cortaba el pelo al estilo punk, cuando estaba de civil andaba con cadenas en el cuello, guantes negros y un Walkman”. Por su parte, Alirio Uribe, abogado de Sandra Janeth, hoy Representante a la Cámara del Polo Democrático, señaló que la dirección de Policía determinó que Valencia Blandón tenía relaciones sexuales por dinero con algunos detenidos dentro de la Estación III.
Ambas afirmaciones me quedaron dando vueltas en la cabeza, por lo cual, acudí con Emilio Meluk, coordinador del Centro de Psicología Aplicada y Jurídica de la Universidad Nacional de Colombia, es tajante:
“No parece que estemos ante una persona con una enfermedad mental—dijo—. El juez del caso, creo yo, le debió exigir al criminal su versión de los hechos, no tanto para saber qué hizo sino para indagar las motivaciones de sus actos, con el fin de evaluar su estado de necesidad. Es decir, cuál era su necesidad real cuando cometió el crimen”.
Aunque Valencia Blandón fue condenado a más de 45 años de prisión, en febrero de 2006 el juzgado 50 del Circuito de Bogotá le concedió la libertad al otorgarle rebajas en la pena por confesión, revisión de sentencia, trabajo y estudios. De esta manera, de cuatro décadas, el expolicía solo estuvo una en la cárcel. Su paradero actual es desconocido, pues ni el Inpec ni la Policía ni la Fiscalía han permitido que Sandra Janeth y su familia puedan constatar si efectivamente, como quedó establecido por la juez que le dio libertad a Valencia Blandón, este ha firmado las minutas de registro de libertad condicional que debe hacer cada semana.
Pero aquí no terminaron las malas notica para Sandra Janeth y su familia. Teniendo en cuenta que entre la fecha del crimen y hasta mayo de 1996 no hubo un culpable definitivo, ella no tuvo posibilidad legal de demandar a la Nación (el hecho ocurrió en instalaciones policiales y fue cometido por un servidor público). Desde 1997 comenzó un litigo que finalizó casi veinte años después. En el 2012, el Consejo de Estado decidió no acceder a su demanda de reparación porque los magistrados que estudiaron el caso consideraron que la acción fue presentada fuera del término que establece la ley (dos años).
Antes de esta mala noticia ocurrió un episodio que dejó inconforme a Sandra Janeth y su familia. Ellos le solicitaron al director de la Policía de entonces, el general retirado Luis Ernesto Giliberth, que como reparación integral a las víctimas, se realizara un homenaje en honor a la niña, en el que la institución pidiera perdón por su asesinato. El general aceptó la petición pero tres meses después llegó una carta de la oficina Jurídica de la Policía Nacional a la familia de Sandra Janeth, en la que le decían que habían estudiado la propuesta y la consideraban inviable.
Finalmente, un fallo de la Corte Constitucional (Sentencia SU659/15) de febrero de 2016 amparó los derechos de la familia de Sandra Yaneth Guzmán, Luis Fernando, Eliana José y Jairo Alvin Guzmán Aranda; y Blanca Aranda de Guzmán y José Melquisedec Guzmán Vergara, familia materna de la niña; y ordenó al Consejo de Estado fallar en este caso y restituir los derechos, entre ellos, indemnizarlos. Por otro lado, el fallo señala que “En criterio de la Corte Constitucional implica que el Estado, sin importar el contexto en que ocurran hechos constitutivos de violencia basada en el género (en la esfera privada de una mujer – su familia-; en la esfera pública; en el marco de un conflicto armado, etc.) debe desplegar políticas encaminadas a prevenir, juzgar, sancionar, y reparar adecuadamente los hechos vulneratorios de los derechos fundamentales de las mujeres”.
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Daniel Mendoza, que es abogado penalista y escritor de la novela El diablo es Dios, me ayuda a comprender el comportamiento de Valencia Blandón. Explica que los pedófilos tienen los límites psicológicos desdibujados. Se le mueven los linderos, el juego simbólico de límites que establece la autoridad paternal. Le pido que me explique su teoría en el caso de Diego Valencia Blandón, que era un simple agente de policía, una institución en la que las jerarquías de mando están establecidas y la obediencia es una norma transversal que no admite controversias ni desacatos.
—Por lo sabemos, era un tipo joven, de extracción humilde, que nunca logró ascender y ganaba algo más de un mínimo. Una persona que tenía muchas cosas reprimidas y complejos, que con seguridad se sentía maltratado por la institución, por sus oficiales superiores. No me imagino la cantidad de vaciadones que debió haberse mamado.
Agrega.
—Criminalísticamente, los pedófilos son de clase alta y baja. Pero solo se muestran a los de baja.
— ¿Por qué?
—Porque se exponen. Se exponen en cunetas, en pastales desolados, en una fiesta, en una estación de policía —dijo, a manera de sentencia y añadió—. En el caso del policía Valencia Blandón, vio a la niña cuando entraba al baño de la estación, y pasó lo que todos sabemos. La mató porque si la deja viva lo reconoce, puede decir quién fue el violador.
Hay una pregunta que ronda en mi cabeza desde hace rato, mientras Daniel Mendoza explica su teoría del caso mirando fijamente al vacío y desenreda argumentos y hechos. Una pregunta simple, puntual:
— ¿Valencia Blandón ya había abusado sexualmente a otros niños?
—La compulsión pedófila es irrefrenable en una persona—dijo—. Estoy seguro que este tipo ya había abusado de otros niños.
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El 28 de febrero de 2014, se hizo un acto público en el que la Policía pidió excusas a la familia, el país, la sociedad. Ceremonia a la que asistió Pedro Gustavo Vásquez, mientras que Sandra Guzmán no fue “porque a mí no me gusta las mentiras”. Después de quedar libre, Vásquez intentó dedicarse a la zootecnia pero las cosas no le funcionaron. Trabajó aquí y allá en el rebusque diario por sobrevivir, hoy vive solo en una habitación en el barrio Villa María, en Suba, junto con sus gatos y perros. Trabaja en una cadena de supermercados haciendo domicilios, a sus 58 años luce demacrado, derrotado, con una expresión de cansancio que le hace pasar por un anciano manso. ¿Qué hizo con el dinero de la indemnización? Es una pregunta que Vásquez siempre se ha empeñado en evadir, dice Sandra Janeth.
Por su parte, Sandra Janeth vive en un apartamento propio en Suba. Tiene dos hijos: uno de 17 años (apasionado por el fútbol) y otro de 12, que este año terminó la básica Primaria. Luego de estudiar higiene y salud ocupacional en el ECIEM (Escuela Superior de Ciencias Empresariales) y hacer ocho semestres de ingeniería industrial en la Uniagraria, trabaja en una empresa de telecomunicaciones, internet y televisión satelital desde 2014.
Hoy, frente a la estación Germania, está el Jardín Siempre Viva, un corazón elaborado con la flor siempre viva que el Jardín Botánico de la ciudad hizo. A un costado, está el tótem hecho por el artista urbano Guache, en un estilo gaudinao.
La familia de Catalina va hasta allí dos veces por semana a arreglar el lugar, al que consideran su tumba (aunque su cuerpo está enterrado en el Cementerio Jardines del Apogeo, en el sur de Bogotá), el refugio de su imagen congelada para siempre a los nueve años. A la edad en que los niños todavía creen en los dibujos animados, ser violada y asesinada es hacer real una pesadilla. Si Rilke decía que la patria de todo hombre es su infancia, la de Catalina Vásquez y Yuliana Samboní es la historia misma de Colombia.