Claudia López lanzó a la directora de Semana a la carrera presidencial desde el burladero de Twitter: “Candidata Vicky, no evadas la pregunta implícita (sip) O acaso niegas que eres candidata?”. Y continuó su barullo con un engaño colorido que, jugando con las creencias militantes, es un abierto desafío: “Suerte en la campaña Vicky. Que la hagas de frente, con los votos de Uribe y la plata de Gilinsky”.

Vicky, en quien la transformación del periodismo da cuenta de una tendencia mundial, y venciendo el reinado de lo impreso, renunció al prestigio para triunfar en el periodismo de clics. En su timeline de X, Daniel Samper Ospina lanzó su propio sondeo: por quién votaría en un hipotético enfrentamiento entre Vicky o Claudia en segunda vuelta presidencial. Como era de esperarse, Vicky arrasó con un 64 % (Claudia se resignó a un 36 %), y nuevamente se hizo tendencia. Nos mostró su capacidad de volverse viral. Tal como Betty, la fea, la persiguen el rating y la popularidad y la repetición de sí misma.

 

¿Cuándo es periodista? ¿Cuándo decir basta, es poder? ¿Pueden los médicos o los periodistas dedicarse a la política sin más, como si fuesen las fichas de un casino? ¿O deben seguir trabajando en su vocación personal que tiene sentido en una sociedad racional, o al menos, con una pizca de sentido común? ¿Aún puede decirse que la política es una profesión en un mundo desbocado que sorprende menos y se distrae mucho? ¿Capitalismo sin mascaras?

No hay una respuesta clara a esas preguntas; no, al menos, una respuesta universal o taxativa. Sabemos que Vicky Dávila emociona mejor que nadie a las audiencias: en La FM renunció a la calidad del contenido por obtener tantos clics y visitas como fuera posible, y en su paso por la W Radio —tal como explica Omar Rincón—, le apostó a su capacidad de hacerse viral, después de haber abandonado cualquier asomo de análisis pausado o de investigaciones rigurosas; en Semana, en cambio, es un arte de madurez: en ella no sólo es posible ser la cabeza de la oposición, sino que puede encarnar el espíritu más devorador y jactancioso de la derecha universal: componer tragedias para ganar elecciones presidenciales.

Por supuesto, no es la primera. Su proyección es sintomática de un periodismo que lo somete todo a los datos, el dinero y la aprobación digital. Me refiero, entonces, a la dictadura de la audiencia, los públicos que a la manera de los protagonistas de las telenovelas mexicanas, ven lo que quieren ver y oyen lo que quieren oír. Se cubren el rostro para no ver el mundo exterior o, algo más desolador, para no cuestionar el propio. Esa audiencia caprichosa, voluble e inestable es quien lleva el cetro y la corona, y Vicky Dávila entretiene al rey y su séquito haciendo trucos, malabares o contando chismes políticos.

Entonces, ¿quiénes deberían ejercer la política? Max Weber decía que sólo hay dos formas de hacer de la política una profesión: se vive para la política o se vive de ella. A Margaret Thatcher, Barack Obama o Álvaro Gómez Hurtado los acompañó la determinación de la experiencia, la vocación estimulada por altos ideales, y un convencimiento íntimo, elementos que no se asocian con la clase política actual colombiana, llena de influenciadores, activistas, corruptos, gente horrenda y sin preparación que llegó al Congreso por azar o afán de último minuto electoral.

La política no está reñida con la ética; pero cuando se divorcian empieza la antipolítica, basta con asomar la cabeza hacia nuestro continente. El propio Javier Milei, que sacude las bases de la nación argentina con sus contundentes “ajustazos”, se enorgullece de estar alejado de la casta tradicional.

Sea como sea, se trata de un inesperado, inevitable y a ratos desopilado homenaje a la política colombiana donde Vicky Dávila es la de siempre y, a la vez, otra Vicky Dávila. He ahí una marca inequívoca de la candidata (y de nuestro país): siempre es la misma y siempre es distinta.

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