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Una cosa es una vieja que esté buena, y otra, una mujer que sea hermosa. El dictamen que escinde esta controversia generalmente lo fijamos los hombres, que con una mentalidad tosca y ciega, heredera de siglos y milenios de apremio carnal, no resistimos lanzar a la primera o cualquier mujer que «lo merezca» la frase halagadora, el cumplido acertado o el piropo para ligar. Para pasarla por las sabanas. Para tenerla. La televisión y la prensa están llenas de estas mujeres plásticas, hechas a picotazos de sala de cirugía y retocadas con el afán publicitario del día: están hechas para vender. Para tenerlas, no en la realidad sino en un terreno más lejano e íntimo: en nuestra imaginación, en los deseos. Entre más las vemos más queremos ligarlas.
Para Platón uno de los principios de la belleza era la armonía de la proporción. Una sumatoria matemática de detalles que construyen el conjunto. Un rostro hermoso o un cuerpo escultural son el resultado de contrastes, definiciones o acentuaciones corpóreas. O de detalles: unos ojos deslumbrantes e inquietantes como el color violeta de Liz Taylor, el cabello desordenado y exuberante de la Afrodita de Botticelli, una sonrisa cautivadora o unas caderas ajustadas. Son minucias que resplandecen al tiempo que ensombrecen otras: una belleza perfecta no es bella, precisamente porque lo perfecto no existe. Y porque el concepto de belleza y su estilo difieren según la sociedad y la época: la Afrodita está «rellenita» porque en el Renacimiento la belleza se equiparaba con la salud y el buen comer, las «padaung» en Birmania tienen un «cuello de jirafa», como símbolo de orgullo y dignidad femenina, o el perfil apuntalado y fino de Nefertiti, cuya belleza e inteligencia legendarias llegan hasta hoy. 

    Lo bello es una comprobación de la belleza. Por ello hay una belleza moral o espiritual, o de la inteligencia. Contrario a las muchachitas que recién usan acostumbrador y ya piden la cirugía para aumentar sus senos. O las ya entradas en años para quienes el botox es la quintaesencia para no perder su belleza, para retrasar (o impedir) el paso del tiempo, que nada perdona y todo lo envuelve. Ahí está la duquesa de Alba y la  exhibición ridícula de su recién matrimonio con el consorte Alfonso Díez Carabantes, o el desparpajo de nuestra diva Amparo Grisales, empeñada en exhibirse como sensual y atractiva acudiendo a un estilo rústico y chocarrero. Y a una mentalidad inmadura, minúscula, como la forma de apreciar hoy la belleza, ligada a la juventud y lo novedoso. No a la salud ni al equilibrio, Kate Moss o las cientos de anoréxicas son producto de la incapacidad sicológica de no aceptarse como son, de querer verse no más bellas, sino diferentes. Y esa es precisamente la tragedia: hoy el ideal de belleza es uno y universal: mujeres rubias (los salones haciendo su agosto), altas, delgadas, que no piensen, porque para eso les vasta sus piernas.  

  El problema no es de las que caben en este estrecho inventario de exigencias, pues disfrutan su cuarto de hora. Sino de aquellas que no encajan en el modelo, que son muchas, demasiadas. El ideal gringo no da para tanto, no es laxo ni incluyente. Son bastantes quienes lo padecen, interiorizándolo como una mantra ascético que exteriorizan sin titubeos: asómense a la calle y lo comprobarán. Es la falta de identidad y de inteligencia lo que las lleva a esa búsqueda, que no lleva a ninguna parte porque el camino es hacia dentro, no hacia la TV o los magazines faranduleros. Se sacrifican y padecen como un mártir cristiano para verse, y sobretodo para creerse más bellas. Más linda que la de al lado, las de la oficina o la universidad. Porque ese es el fin de semejante esfuerzo: que en la comparación (rasgo esencialmente femenino) salga victoriosa.  

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                             Para Adolfo Zableh, el único logro de Amapro Grisales fue haber sido la 
                                          primera en  empelotarse en la televisión colombiana. 

La belleza como la vida no es negra ni blanca, está llena de matices. Si no soy sabio no quiere decir que sea ignorante. O no ser bonita es sinónimo de fealdad. La belleza depende del ojo de quién la mire: uno trivial sólo encuentra lo que se parece a él; uno entrenado, conoce tan bien que ya se pasa al extremo de manipulador; otro abierto e inteligente, encuentra lo bueno y asertivo. Una belleza, que como decía Ortega y Gasset, además de atraer, enamora. 

La belleza es el punto de inicio hacia otras virtudes. No su finalidad. 

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Nefertiti,  las proporciones entre las partes del rostro coinciden de manera milimétrica con las que establece un clásico como Leonardo. 


  

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