Han pasado unos minutos después de las dos de la tarde y el cielo de Bogotá está plomizo y proceloso, como si las gotas de agua acopiadas en las nubes se fueran a precipitar en una lluvia torrencial. Pero es como una fotografía, un tiempo suspendido, porque el ambiente está en realidad caliente, seco como un aire de desierto, insoportable. Tanto que, a pesar de las profecías de chubasco, los hombres van en mangas de camisa por la calle, las mujeres con blusas de playa luciendo una sensualidad de trópico. Y en oficinas y casas, en los espacios confinados, la gente se desespera, apurando líquidos de todo tipo, cuyas ventas están disparadas.

No parece la capital que registraron las fotos hace, digamos, setenta años, y ni para qué hablar de años atrás. Nada que ver con la ciudad que atormentó a Gabriel García Márquez, una monotonía de lluvia y un soliloquio de frío, de los que terminaría denostando toda su vida, a cambio de unos años en los que siempre fue un extranjero.
Han desaparecido los hombres de abrigos y sombreros oscuros, y los apertrechados en sacos de lana o anillados en bufandas como en culebras cálidas. Es posible que muchas y muchos en sus camas, cuando llega la noche, ya hayan accedido a la dicha de dormir desnudos bajo el calor concentrado de las paredes ardientes, distantes de los tiempos desdichados en que se metían bajo las cobijas como si fueran a viajar a los polos.

Allá la cosa está peor. Estamos hirviendo el planeta y cada daño, cada semana, cada mes y cada día se calienta más. Se pone más bravo. Lo explica Elizabeth Colbert, en un libro escrito hace 10 años y titulado “La catástrofe que viene”, y que se consigue por 10.000 pesos en las mesas de ganga de la Panamericana.

“Casi todos los grandes glaciales del mundo se están reduciendo (en un siglo—entre 1900 y 2000–, por esta razón, el nivel de los océanos y los mares subió alrededor de 14 cms.); los del Parque Nacional Los Glaciares (Argentina) están disminuyendo a tal velocidad que se calcula que en 2030 habrán desaparecido por completo. Los océanos no se han calentado exactamente, pero son más ácidos; las diferencias entre las temperaturas nocturnas y diurnas están disminuyendo; los animales están modificando sus recorridos hacia el polo; y las plantas están floreciendo con días, y en algunos casos, semanas, de antelación con respecto s cuando solían hacerlo”.
¡Eso pasaba hace 10 años! ¡Cómo estaremos ahora!

Nadie lo imaginó

Aunque fue el físico británico John Tyndall, quien allá por 1859, y con aparatos que más parecen travesuras de luthier, descubrió el llamado “efecto invernadero”, sería el químico sueco y Premio Nobel Svante Arrhenius quien se metió de frente con el temible CO₂. A punta del cálculo antiguo, el que se hacía con lápiz y papel, predijo que “la industrialización y el cambio climático estaban íntimamente relacionados, y que el consumo de combustibles fósiles acabarían llevando con el tiempo al calentamiento”.

Pero Arrhenius no estaba muy preocupado por eso… La acumulación de dióxido de carbono en el aire, pensaba, cuando el siglo XX era roto por los cañones de la Primera Guerra Mundial, iba a ser sumamente lenta. Calculó que sería necesario quemar carbón durante 3.000 años para duplicar sus niveles atmosféricos. Los océanos actuarían como una esponja gigante, absorbiendo el exceso de CO₂.

No conocía a la humanidad. No al menos como el único animal capaz de convertirse en plaga para destruir el lugar en que vive, y donde el murió en 1927, con el planeta calentándose y el tema del cambio climático radicándose en un congelador.

Hoy está claro que el planeta Tierra puede tener un final catastrófico. Y así será, si no actuamos con rapidez para detener la contaminación y el cambio climático. Recientes investigaciones han descubierto que ya ha pasado con imperios y civilizaciones.

Edward Gibbon, en su libro “Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano”, explica que el ocaso se debió a que las invasiones bárbaras cogieron a los ciudadanos de Roma como vivimos los colombianos (sin virtudes cívicas) y a que el cristianismo carcomió las bases de la grandeza. Pero incluso hace pocos días, se volvió a estudiar el cambio climático que el mundo sufrió entre los años 200 y 300, y cómo rompió con frío y sequedad la ricura de clima del imperio. Gibbon alcanza a mencionar en medio del apogeo del bárbaro Odoacro, el hambre y la sequía que asolaban la tierra por entonces.

Dos sequías en los siglos IX y XI habrían acabado con los mayas, en otra faceta del cambio climático que impuso la sed y el hambre y acabó con el agua, conduciendo al desorden político y social bajo la guadaña de la muerte.

Memoria de condenados

Días antes de la Cumbre Climática que se realizó del 30 de noviembre al 11 de diciembre en París, la revista Semana calificó el cambio climático como algo más grave que el terrorismo. Y señaló que lo más preocupante es que sus principales agentes y causantes –gobiernos, empresas y personas, usted y yo– somos realmente apáticos con la solución. ¿Por qué?

Hay una explicación psicológica. Nuestra mente no está diseñada para reconocer amenazas sin rostro y verlas como un enemigo concreto. De ahí la teoría del sapo en la olla, que es como estamos, calentándonos lentamente… Otros hablan de “Dragones de la pasividad”, como la falta de conocimiento del tema y la comparación con el prójimo, en la forma de por qué voy a actuar yo solito, si otros no lo hacen.

El 19 de marzo se celebrará “La hora del planeta”. Apagado de luces entre las 8 y 30 y las 9 y 30 de la noche. Puede que no haya necesidad. Es posible que ya estemos viviendo el apagón o ya hayamos comenzado el racionamiento. Porque como le pasó a Arrhenius, como Bogotá convertida en tierra caliente, tampoco pensábamos que iba a llegar tan rápido.

 

VER:

http://www.acolgen.org.co/owncloud/index.php/s/CXUefHoA9eAvwsI

LIBROS:

1. La catástrofe que viene, Elizabeth Kolbert.

2. Caliente, plana y abarrotada, Thomas L. Friedman

3. Adáptate, Tim Harford (Capítulo 7: el cambio climático o el cambio de las reglas del éxito).


www.carlosgustavoalvarez.com
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