Hay sucesos de la vida que se van tornando inútiles, bien sea porque pierden su sentido con el paso del tiempo o por su franca e inevitable inanidad, siendo esta última la explicación más frecuente a la hora de repasar nuestros actos.

Así pensaba cuando hace algunos días un amigo preguntaba para qué le había servido todo lo que aprendió en el bachillerato o todo lo que le empacaron en la universidad. Inquietud que, por lo demás, asedia a muchas personas, sin necesidad de que pase toda una vida para concluirlo sino en el tiempo real de su imperecedera juventud. El balance en la columna de lo positivo casi siempre es insuficiente, no se puede compensar con el argumento poderoso de la estructura académica, y sólo se logra un saldo a favor, cuando recordamos las experiencias y vivencias que acompañaban las clases, la educación social, amorosa, sexual o parrandera, que tiene más espacio en los recuerdos que el detalle de algunas materias.

Solamente por coincidencia, otro rito acometido al final de la academia termina siendo una ficción para quienes se convierten en profesionales. Es aquel que en sus ceremonias de grado los obliga a adherirse a principios universales de su profesión, mediante un juramento (hipocrático, por ejemplo) o una enunciación de principios, acto de bonhomía y altruismo que nos despacha a todos convertidos en santos para encaramarnos en la jungla de la vida laboral.

Pero eso, casi siempre, no se cumple. La realidad de una sociedad en competencia feroz y la férula implacable del mercado, remueven rápidamente los bonitos ideales que profesamos investidos de la toga y el birrete. El valor de las acciones sociales se dilapida sin remedio en la ambición personal. Los compromisos éticos con los congéneres se guardan en el cartapacio de “aplazados”, cuando el estrangulamiento de sistemas como el que rige hoy a la profesión médica convierte a sus practicantes en operarios y torna a sus eminencias en contables de bonos y esclavos del reloj. Aquella humana noción del “paciente” es víctima inefable de la impaciencia. No hablemos de los abogados, porque para muchos, el humanitario consultorio jurídico se convierte en laguna mental.

Claro que la realidad no cercena únicamente el ideal de las profesiones. ¿Alguien ha visto algo más inútil que el curso de aprendizaje y conducción de vehículos, que supuestamente habilita para la consecución del pase? Gran parte de los accidentes, y sin la menor duda, de ese fragor de guerra que se vive en el tránsito de las ciudades, pueden explicarse porque los conductores ponen en marcha exactamente lo contrario de lo que les enseñaron en el tal mecanismo de formación. Y sí, puede que sirva para mover la máquina, pero no hace honor al respeto de las reglas, no ejemplariza la práctica de normas de convivencia, y termina siendo un chiste, la extensión de un abismo entre lo que se aprendió y lo que se termina matoneando en las calles.

Podríamos profundizar en otras inutilidades, como las atinentes a los lemas y a las vidriosas propuestas de “misión”, “visión” y “valores”, que enmarañan las paredes de ciertas empresas, mientras la realidad de sus empleados y el trato con sus clientes se atiene más a un parque jurásico que a una cultura organizacional. Podríamos hablar de las promesas electorales, los pactos, los compromisos, la sempiterna apuesta que vamos a cambiar.

Podríamos también preguntarnos para qué sirve esta columna.