La economía tiene su propio virus, letal para la salud del bolsillo, chikungunya y zika a la vez para los presupuestos familiares.

Se trata de la inflación.
Su andar es lento, su actuar silencioso, torvo su proceder cotidiano que va infestando los precios con variaciones de centavos, de pocos pesos, pero eso sí, en un permanente y vampiresco succionar de nuestros recursos. El sistema inmunológico que lo combate no es otro que un salario que tiene que adaptarse a la escasez, con el malabarismo de las gangas y las ofertas, pero que es opuesto a la cualidad de su enemigo, ya que permanece fijo doce meses, adornado con un aumento pírrico de Año Nuevo, mientras el virus crece y crece.

No se ve. No se nota. Pero cada semana en el mercado es claro que los alimentos, las bebidas, las cositas valen más, y que la cuenta final se incrementa sin piedad. No es de extrañar. Como pasa cuando uno transita entre las góndolas, y ve a las operarias remarcar los precios de los productos, a veces hasta en dos ocasiones por semana, ahí está vivito y coleando el virus de la inflación que va a enfermar su bolsillo.

Nada ilustra tanto la pernicia de la inflación como la fábula del sapo. Ese que tiran a una olla de agua dulce y tibia, en la que el bufónico confiado se deleita y regocija. Solo que la mano mala le va aumentando la temperatura lentamente, y el anfibio, sin que se dé cuenta, termina cocinado. Purita inflación. Los consumidores no sienten el aguijón del IPC, porque entra lento y pausado en el torrente sanguíneo del comprador.

Pero un día el bolsillo familiar –de mamá y papá o sólo de mamá–, comienza a palidecer. Se adelgaza, tiembla y el escalofrío lleva a preguntarse qué está pasando. La fiebre sube como en una epidemia tropical. El virus de la inflación ha cumplido su destino con diligencia pertinaz. Toca empezar a recortar de aquí y de allá o a emplearse a fondo con la tarjeta de crédito, un matasanos que se debe conocer y saber manejar.

Para combatir a ese virus no hay campaña, ni cruzada de salud, ni jornada de vacunación que valga. El sistema convive con él, a través de asordinados gestos públicos, que nunca serán escándalos porque entonces tocaría tratar la debilidad del invariable sistema inmunológico, es decir, del incremento en el salario mínimo. En esas condiciones, es posible que el virus de la inflación se haya comido en enero toditica el alza, y los otros once meses deban pasarse en estado crítico.

Por ser así, tan inmaterial e indetectable, no cabe en las campañas del SuperRobledo contra la cartelización de los pañales, de los cuadernos, del papel higiénico. Y sin embargo, Pablo Felipe Robledo advierte: «La Ocde, el Banco Mundial, Naciones Unidas y las principales universidades del mundo, incluso con ganadores del Nobel de economía, han estudiado el efecto económico de los carteles de precios en las respectivas economías. Para que se aterre: se ha llegado a la conclusión de que cuando hay carteles, los precios al consumidor aumentan entre el 15 y el 60 por ciento, y el término promedio del aumento de precio es del 30 por ciento aproximadamente. En Colombia esos estudios todavía no se han hecho«. ¡Qué tal! Al que no quiere caldo… Mejor dicho, un virus reforzado, para el que no existe, no puede existir la cruzada de protección al consumidor.

El virus ataca con mayor sevicia los bolsillos de las familias de bajos ingresos. En 2015 se produjo el mayor ataque del virus en los últimos siete años. Y en lo que va del 2016 vamos superando al 2015, imagínense…

Hay consuelos de desconsuelos que francamente son sin-suelos. Como mirar hacia Venezuela, y ver que allá el virus de la inflación se tomó las tiendas del “bravo pueblo”, y es muy difícil imaginar cómo es que logran vivir.

Las mamás decían cuando el asunto era grave: “Hay que buscar la economía». Cuidado. Tiene un virus que mata su bolsillo.

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