Este gobierno será recordado por muchas cosas (buenas y malas, que de ambas tiene bastantes, y que como rezó su lema de reelección, “Hemos hecho mucho, falta mucho por hacer”), pero su imagen y su modus operandi estarán siempre vinculados, asociados, personificados y untados, si se quiere y para ser más exactos, a la mermelada.
Pero no a esa entrañable conserva de fruta tributada en azúcar, que lleva a los mayores al calor de la cocina de las abuelas y a otros más recientes en el tiempo al frasco apetitoso de Fruco. No. Es “la mermelada”, así, entre comillas, que es, después de “la paz”, el artículo y el sustantivo más repetidos en el mandato Santos, desde el viernes 16 de diciembre de 2011.
Llevaba un año y medio Santos en el poder, y acompañándolo en el Ministerio de Hacienda Juan Carlos Echeverry, inteligente profesional de la Economía, a quien el Congreso de la República le aprobó la Reforma a las Regalías petroleras y mineras. Echeverry, ansioso de metáforas, paladeado en el lenguaje sencillo y no apoyado en el rebusque (que tanto daño le hace a ese ministerio), soltó esta frase histórica: “Esta es la mejor manera de distribuir la mermelada sobre la tostada”.
Pocas personas han metido la pata de una manera tan dulce. Inmediatamente, a nuestra hogareña mermelada, compañía de tantos desayunos, ricura de onces y medias nueves, le cayeron como una maldición unas comillas de desprecio que la dejaron convertida en “la mermelada”.
Dejó de ser una hija lusitana de la palabra marmelada, que según Wikipedia, significa «confitura de membrillo» (membrillo se dice marmelo en gallego y portugués). No más parentesco con la voz latina melimelum (un tipo de manzana) “que tiene su origen en el griego melimelon (meli=miel y Μήλον=meélon=manzana”), pues los griegos, que hicieron de todo antes de que se hiciera todo, ya cocían membrillos de miel.
La palabra se afeó. Quedó mancillada. Transitó a la picota. Perdió su ternura. Y esposada de vergüenza pasó a significar la capacidad de comprar conciencias y voluntades con dineros públicos, de concitar intereses mediante el pago de favores, de emascular con billete las arrogancias de los enemigos, de juntar fracciones ansiosas de poder y de riqueza, ahí sí, con la pegajosa mixtura de la corrupción.
El presidente trató de sacar la pata de la embarrada que había producido ese “yuppie-chispazo”. Y se fue por ahí, diciendo cosas como “todas las regiones se han beneficiado de esta mermelada” y “mermelada no es nada diferente de la inversión que hace el gobierno en las regiones”. Se le chispotió. Fue la canonización de “la mermelada”.
De ahí en adelante, todo se interpretó hecho a base de “la mermelada”, que se transmutó en el lenguaje como una palabra utilitaria. De “la mermelada” procedieron la Unidad Nacional, la reelección, la aprobación de proyectos en el Congreso, que quedó convertido en una enorme tostada sobre la que se distribuye “la mermelada”.
Se volvió punta de lanza, referencia obligatoria, pilar y capilar en casi todas las columnas de prensa. Tocó incluso el proceso de paz con las Farc. Hace pocos días, María Jimena Duzán escribió en su columna titulada “Tiempos difíciles”: “Está claro que con muy contadas excepciones, la clase política que acompaña al presidente Santos lo hace no porque crea en la necesidad de apoyar el proceso de paz, ni las reformas sociales, sino porque quiere su porción de mermelada”.
Esa fue la desgracia. “La mermelada” acurrucó las comillas y pasó a ser en Colombia el genérico mermelada, a secas y con sabor de suciedad política y burocrática. Uno busca en Google “Mermelada en el mundo” y aparece la mermelada de antes, la rica, la conserva. Uno busca “Mermelada en Colombia” y figuran
La mermelada del gobierno hizo florecer el lenguaje. Hay mermelados y enmermelados, como hay remangados y arremangados. El verbo que era capullo hoy es la flor oprobiosa convertida en mermelar y por supuesto, en enmermelar. Todas las personas y los tiempos verbales se conjugan, y no falta el imperativo callejero “vaya mermélelo” (o “enmermélelo”), cuando se trata de arreglar a un agente o apurar la expedición de un papel.
Cuando uno está esparciendo la mermelada de antes por el panecito, la galletica o la tostadita, no falta el chistoso que apunte: “ah, carajo, ya cogió las mismas mañas del gobierno…”. Cómo habrá calado de duro esa nueva mermelada, que el CVY, que personificaba esa forma de corrupción, ya no se usa. Y atrás quedaron otras alegorías de dolos como “Carrusel” y “Elefante”.
Hace dos años, la revista Dinero oficializó que nuestra primera mermelada, la casera, la hogareña, había dejado ser la mermelada. Y un artículo en el que reseñaba cómo los colombianos estábamos consumiendo más mermelada, lo tituló “La otra mermelada”. Es decir, que la mermelada mermelada, la mermelada propiamente dicha, es esta nueva y penosa mermelada.
Cristian Valencia, impávido ante los alcances y consecuencias de la corrupción en Colombia, propuso en su columna reciente: “vamos a tener que inventar un símbolo para que se enteren de que repudiamos la corrupción como el peor mal…”
Con la venia de los conserveros, y la nostalgia de mi corazón, se le tiene.
Dulce.
En su frasquito.