Hay conductores de taxis que llevan sus equipos a pleno volumen, y francamente les importa un pito el pasajero que se sube a padecer el estruendo. Como no está claro eso del “servicio público”, cada uno va como en su casa, disfrutando sus vallenatos o su despecho, “y no se va a incomodar porque ahí le toca pasar todo el día”.
Como si fuera poco el impacto que causan las fuentes móviles (tráfico terrestre y aéreo, perifoneo) al 60 por ciento de la contaminación auditiva en Bogotá, se ha vuelto una práctica masiva instalar parlantes en cualquier sitio y subirles el volumen de tal forma que seguramente San Pedro ya estará sordo.
Pensaba en eso hace pocos días. Atravesando la plazoleta de la calle 85 con Carrera 15, me encontré un escenario de bullicio. A un lado, un vendedor de mango con un amplificador más grande que su precario carrito, y una agencia de viajes, en la otra acera, anunciando sus planes con dos potentes parlantes. Las tres fuentes de contaminación auditiva tenían en común botar al aire, taladrando los oídos de los transeúntes, amables melodías de reguetón.
No sé quién se encargue de controlar eso, la Secretaría Distrital de Ambiente, tal vez. Pero parece que no hay ley ni orden en ese atentado contra la salud pública en la capital. Y es que ocurre en todas partes. Hay conductores de taxis que llevan sus equipos a pleno volumen, y francamente les importa un pito el pasajero que se sube a padecer el estruendo. Como no está claro eso del “servicio público”, cada uno va como en su casa, disfrutando sus vallenatos o su despecho, “y no se va a incomodar porque ahí le toca pasar todo el día”.
No ocurre ahí solamente. Hay espacios sociales como restaurantes y cafeterías, donde el volumen de la música ambiental se dispara en decibeles y la toma de un cafecito puede terminar en una visita al otorrino. Es posible que ya estemos tan sordos en Bogotá por la suma de todas las anteriores fuentes de contaminación auditiva, que no nos demos cuenta del infierno en que viven nuestros oídos.
Hay una estancia social en la que, afortunadamente, eso no ocurre. Cócteles y eventos de carpa. Porque el asunto es peor. La música a volumen venteado, obliga a los invitados a que empiecen a gritarse para poder entenderse. No sé cómo lo hacen. Si en algún momento se suspendiera la bulla que sale por los parlantes, los asistentes se encontrarían sumergidos en una algazara de fronda.
Parece, incluso, que es una condición nacional. Hace pocas semanas, Salvo Basile exponía en su columna de El Tiempo la existencia de “La sociedad de la playa”, una banda de contaminadores auditivos que cifran en el volumen de la música su más calificado recurso para atraer clientes en Cartagena. Entre ellos, llamó la atención de Salvo, y de centenares de personas a la redonda, una fiesta que en la playa del hotel más representativo de la ciudad organizaron desde las 5 de la tarde hasta las dos de la madrugada. ¿Cómo? A todo volumen.
En Bogotá se están dando importantes luchas contra las contaminaciones visual (¡abajo las pancartas abusivas!) y del aire, pero poco se repara en el daño inmenso que produce su hermanita auditiva. El nuevo Código de Policía hará que los vecinos tengan que bajarles el volumen a sus paradójicamente llamados “minicomponentes” (otro abuso mayúsculo). Pero algo debería producir la Alcaldía para que dentro de poco, las orejas no nos queden de adorno.
(Columna originalmente publicada en Portafolio, 12.08.2016, con el título «Ruido, mucho ruido»)