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El estilo materialista y egoísta de la vida contemporánea no es inherente a la condición humana. Gran parte de lo que hoy nos parece «natural» data de la década de 1980: la obsesión por la creación de riqueza, el culto a la privatización y el sector privado, las crecientes diferencias entre ricos y pobres. Y, sobre todo, la retórica que los acompaña: una admiración acrítica por los mercados no regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión del crecimiento infinito. No podemos seguir viviendo así. ALGO ANDA MAL. Tony Judt

El cuento chino de ver el vaso medio lleno no nos deja apreciar la cantidad de vacíos que hay en el resto del recipiente. Son esas carencias (o más bien, esas evidencias), las que tienen a la gente sin fe en el futuro y sin confianza en el presente, y con la pérdida absoluta de las amarras en aquellas estructuras que soportaron su vida hasta hace pocos años.

Comencemos por el capitalismo, al que sus defensores caracterizan con la misma salvedad que Winston Churchill le hizo a la democracia: que es el menos malo de los sistemas. El principio comienza a adquirir una condición gelatinosa, cuando se conoce que ocho hombres tienen la misma riqueza que la mitad de la población mundial (casi 4.000 millones de personas) y que una de cada diez personas vive con menos de dos dólares diarios.

Las cifras son de Oxfam, en un informe que titula con el mayor acierto “Una economía para el 99%”, antes de que comenzara el Foro Mundial de Davos de este año, tal vez el más inútil de los que se han realizado. Así, pues, que hay riqueza, pero la desigualdad y la inequidad son dos torpedos, que no se sabe bien en qué medida cierta Estados y Gobiernos intentan desactivar.

Estados y Gobiernos son el otro problema. Concebido para lograr el orden de la sociedad, especialmente en lo que se refiere a alcanzar la igualdad entre sus miembros, el Estado ha terminado por ser un mecanismo utilitario. Ha sido tomado por una clase política corrupta e indiferente, que pone al servicio de sus intereses y del enriquecimiento personal, las instituciones que conforman el aparato estatal.

En esta parte de la ecuación se confabulan tres elementos: los políticos, los remedos de líderes y la corrupción. A los primeros, los elige la gente con cada vez más porcentajes de abstención, es decir, cada vez menos gente. Encumbrados en sus cargos, rodeados de todos los privilegios que el pueblo paga y que ellos le afrentan diariamente –altos salarios, prerrogativas, acceso a información privilegiada que después ponen al servicio de empresas privadas gracias a la puerta giratoria, etc.— se revelan como ineptos en la función de liderar. Y es en esos ambientes que pulula la corrupción, establecida como ejemplo de vida, de éxito, de logros.

Así, la democracia se cae del árbol como una manzana podrida. Está pasando en Colombia. Según un estudio que acaba de divulgar el Observatorio de la Democracia de la Universidad de los Andes, “en los últimos años se ha debilitado la favorabilidad de los colombianos por la democracia, y han caído el apoyo al sistema político y el respeto a las instituciones”. Como en casi todos los países, especialmente en América Latina en donde la noción de Autoridad navega en un pozo séptico. Aquí, “la Presidencia, de hecho, es la entidad más debilitada en los últimos ocho años: mientras en 2008 llegó a 70, en 2016 cayó a 32. Pero la caída, así sea menor, se aprecia también en el apoyo al sistema político, la confianza en la Corte Constitucional y en el Congreso y los partidos políticos. Estos últimos son la institución que históricamente genera menos confianza entre los colombianos”, informa un artículo de la revista Semana. Imagínense que en esas condiciones ya comenzó la campaña y elegiremos al próximo presidente…

Cómo impacta esa condición de vacío en el vaso, es lo que explica el triunfo del candidato Trump y su cacareo como Presidente de los Estados Unidos. Según un artículo de Juan David Torres, publicado en El Espectador, “la brecha política cada vez mayor fue determinante para la victoria de Donald Trump, que supo zambullirse con confianza en ese vacío y se presentó como un candidato que rabiaba ante la indiferencia y la estolidez de los políticos de turno, de élite y de costumbre. Esa voz la escucharon tanto los blancos católicos o protestantes y sin mayores grados escolares como los blancos con educación de la base republicana tradicional, según mostraron las encuestas en tiempos de campaña. No fue una decisión de tontos. Hoy, según un sondeo de Reuters/Ipsos, el 80 % de los republicanos aprueban su presidencia. En The New Republic, el periodista Jeet Heer escribió en marzo de 2016: ‘Hay que enfrentar su sistema de valores, pero Trump no los está engañando. Ellos saben qué está vendiendo y les gusta”.

Lo repelen en las ciudades, pero al hombre del copete caricaturesco lo apoyan en el campo gringo, un país rural afectado por las políticas de globalización, y eso que allá el agro no tiene el mismo papel de pobreza que acá. Ven a Trump como “una suerte de héroe sin medida —con sus errores, pero quién no los tiene— que se enfrenta a una clase política corrupta. ‘Creo —dijo Philip Scott, un habitante de Arkansas de 71 años, a USA Today— que es un verdadero estadounidense y de verdad quiere hacer el bien por nuestro país, mejorarlo, hacerlo mejor, hacerlo más fuerte’. ‘Nos hace sentir seguros —dijo Michael McCoy, de 64 años y habitante de Carolina del Norte—. Necesitamos sentirnos seguros en este país. Creo que hay una gran división entre las razas. Creo que hay una amenaza terrorista y, ya sabes, se puede sentir la tensión y esa tensión tiene que acabarse’.

¿No fue eso lo que la gente celebraba del primer gobierno de Álvaro Uribe, que los hacía sentir seguros y gobernados?

Otro factor que no nos deja pensar con mucha fe en el futuro, es que nos hemos tirado el mundo. Del medio ambiente queda a lo sumo, un cuarto. La contaminación es un destructor galopante, la capa de ozono ya no sirve ni para un disfraz y más de 100 especies desaparecen semanalmente de este sufrido mundo. Hay que ver lo que le cuesta a la naturaleza, por ejemplo, una celebración religiosa en la India, comenzando por la contaminación arrasadora de los ríos.

¿Pero saben qué es lo más grave? La forma como los seres humanos hemos abdicado de nuestra responsabilidad en la marcha de este mundo. Todo lo que pasa, pasa frente a nuestros ojos. Muchas cosas las aprobamos y en otras nos hacemos los locos. No ejercemos nuestra condición de ciudadanos. Elegimos a unos pelmazos y nos vamos para la casa a esperar que hagan algo por nosotros. ¡Y lo hacen! ¡Nos esquilman!

En Nuevo León, México, se difundió un mensaje para despertar a la gente, comprometerla, activarla. “¿En qué puedo participar hoy para mejorar mi Estado?”, fue la pregunta que se hizo a la gente. Y se les pidió que, por favor, no fueran a contestar “A mí no me toca” y dar la espalda. “Date la oportunidad de ser un ciudadano de tiempo completo”: ese fue el desafío.

Sí hay solución, es lo que quiero decir. Pero tenemos que despertar. Actuar. Sumarnos a la “Revolución del altruismo” e implantar sistemas de economía solidaria. Entender que somos responsables de este mundo (¿o qué orgullo produce lo que le vamos a entregar a los hijos y los nietos?) y que nos toca llenar todos los vacíos que nos tienen viviendo a medias, sin confianza en el futuro, sin fe y con tantita pena.

www.carlosgustavoalvarez.com

 

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PERFIL
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Carlos Gustavo Álvarez G. es periodista y escritor. Ha dirigido y editado diferentes medios de comunicación --Revista Elenco, Edición Dominical EL TIEMPO, Revistas Credencial y Cromos-- y publicado 14 libros sobre diversos temas. En 2017 cumple 35 años como columnista de prensa, labor que ejerce actualmente en Portafolio y en el blog Motor de Búsqueda de EL TIEMPO. www.carlosgustavoalvarez.com

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