El historiador económico irlandés Cormac Ó Gráda, cuya obra sobre la historia de la hambruna ha sido de enorme importancia en este ámbito, ha escrito que «las actuales previsiones de la futura producción alimentaria no son fiables y sí contradictorias» [12] . Lo antedicho es cierto incluso en lo que atañe al cambio climático, donde aún persiste un amplio desacuerdo entre los expertos sobre la eficacia con la cual los agricultores serán capaces de responder a las alteradas condiciones con las que ya se enfrentan algunos de ellos y a las que pronto se enfrentarán muchos más; uno de los pocos hechos que, a pesar de los negacionistas estadounidenses del cambio climático, puede predecirse con confianza. Si esta crisis de suministro absoluto en efecto se produce en las próximas décadas, sea resultado solo del incremento de la población o de este en sinergia maligna con el probable aumento de las temperaturas y los niveles del mar globales a consecuencia del cambio climático antropogénico (del cual el incremento poblacional es por sí mismo un factor importante), el efecto sobre los pobres será incalculablemente más devastador en todos los aspectos, desde la salud pública hasta la migración masiva. Para citar solo un ejemplo evidente, ya es un lugar común sicosocial y político que muchas personas en el mundo rico se sientan cada vez más engullidas por la migración masiva desde el sur global. Pero no hace falta ser un adivino para tener una idea muy clara de lo que sentirán cuando se enfrenten a los predecibles desplazamientos de la gente de aquellas regiones del mundo donde la sequía se convierta en norma y donde ya no se puedan producir alimentos en cantidad suficiente. EL OPROBIO DEL HAMBRE, alimentos, justicia y dinero en el siglo XXI. DAVID RIEFF.

«Hambruna» es una palabra rara y una situación aún mucho más extraña en el reinado de la sociedad de consumo.

La definición más simple ilustra el momento cuando un país o una zona geográfica no tiene suficientes recursos para proveer de alimentos a toda la población. El hambre y la desnutrición, que se llevan sobre todo a niños y ancianos, elevan la tasa de mortalidad como primera gran consecuencia. Disparan el sufrimiento. Claro que en este mundo humano, donde todo corresponde a un interés y obedece a una intención, el hambre es también un gran instrumento político y sirve para someter o mantener controlada a la gente, mientras los que tienen el poder hacen de las suyas en el derroche.

Así, pues, que podríamos considerar a la hambruna una cuestión de edades en las que la peste arrasaba con pueblos, aldeas y ciudades. Tiempos idos. O un mal que aún subsiste en África. Y eso es verdad aterradora en Sudán del Sur, Somalia, Nigeria y Yemen. Allí, 20 millones de personas se enfrentan a la inanición o a la hambruna. Cerca de un millón y medio de niños podrían morir, como efectos tercerizados de desplazamientos, guerras civiles, conflictos, saqueos y exterminios diversos fundamentados en la política, la religión o los negocios de armas o explotación de recursos.

¿Adónde quiero ir con esta referencia?

La crisis alimentaria

No nos extraña a los colombianos recibir la noticia –y ver las fotos y los informes–, de hermanos venezolanos que recorren las calles de ese país, buscando en las canecas y en los desperdicios sobras de comida. Aquí, en nuestro país, lo hacen todos los días los habitantes de la calle. Allá son las familias de los barrios populares y aún las de una clase media incipiente, que se está descolgando en forma expedita por el tobogán de las escalas sociales.

Es una especie de juegos del hambre, analogía que únicamente menciono aquí porque corresponde a la película y a un grupo de personas en la búsqueda desesperada de un mínimo vital para la supervivencia. El parlamento venezolano, que intenta oponer a la ficción del déspota la realidad de un pueblo exasperado, ha declarado la crisis alimentaria. El 30% de la población ingiere dos o menos comidas diarias y la escasez de productos básicos supera el 90%. El colapso social, sin precedentes, por supuesto, en un país otrora opulento con sus 300.000 millones de barriles de reservas de petróleo, tiene a tres millones de venezolanos comiendo desperdicios.

No es una situación insólita en nuestra época. El hambre y la carencia están azotando a distintos grupos de la población en muchas partes del mundo. Y no se extrañen de que eso ocurra en las calles de las más boyantes ciudades de los Estados Unidos o de Europa. Ellas han crecido, junto con el ejército de la mendicidad, por varias razones. Enumeremos a los desplazados y los inmigrantes y a las víctimas de un orden capitalista fallido, cuya salud, si la tuvo, se desangra por las ventosas de la corrupción, la inequidad, la riqueza concentrada y el aprovechamiento del Estado no para el bienestar de la mayoría sino para el disfrute de unos pocos.

Así que no es la hambruna de África, sino el hambre de todos los días. La que hurga en las canecas de vecindarios más prósperos o en las basuras de restaurantes que aún destinan a los cerdos el desperdicio no aprovechado de sus comensales.

Habría qué mirar cómo es el asunto en Colombia. Cómo es en su rostro verdadero y no bajo la máscara de las estadísticas amañadas y los oportunismos políticos. Porque a eso se llega lentamente, y no hay candela más poderosa que el hambre para activar la pólvora del estallido social. En medio de esos datos tan positivos que revela la reciente Encuesta Nacional de Calidad de Vida revelada por el DANE, hay uno para prestarle atención más que la obviedad que tengamos más celulares que acueductos. Y es que crecen los hogares en los que sus ingresos no les alcanzan para cubrir sus gastos básicos. Y esos son en los que hay algo de platica. Imaginen los demás. ¿No estarán unos y otros comiendo por debajo del nivel aceptable y vital? ¿Cuántos, por más poquitos que sean, no habrán pensado u optado por la única opción de excavar en la basura en busca de residuos?

No al desperdicio

Van a pensar que quiero tirarme el domingo de puente o los siguientes días en que lean esta nota. No se habla del hambre cuando uno puede salir a almorzar en un restaurante bonito.

Pero ha sido una obsesión desde que comencé a escribir columnas de prensa hace ya 35 años: luchar contra el desperdicio de comida. Me duele. Profundamente. Quisiera hablar al corazón de quienes prueban un bocado y dejan todo, en la casa y en el restaurante. A quienes lo hacen y dan ese ejemplo a sus hijos, quienes rápidamente lo multiplican…

Pensemos antes de botar o de desperdiciar comida. Voy a repetir por no sé cuánta vez mi evangelio y mi práctica. Lo dije en mi libro LECCIONES FINANCIERAS DE MAMÁ: donde come uno, comen dos. Yo accedo a lo que me voy a comer y nada más. Y cuando veo que me han traído demasiado, me pongo feliz. Divido el plato entre lo mío y lo que daré a mi prójimo. Y pido la cajita. Sin pena. No daré muchos pasos antes de encontrar a alguien que podrá comer conmigo.

Pensemos eso. Es lo que podemos hacer. Actuemos. Los pensamientos, el conocimiento, lo que se debe hacer son humo si no se hacen. No desperdiciemos la comida. Hagámoslo mientras no sintamos los ramalazos del hambre. Y mucho menos los de la hambruna.

Www.carlosgustavoalvarez.com

VER

www.mapadehambre.com

Fundación Hambrunas y Gorditos.