Siempre habrá personas proclives a radicarse en la facilidad y la ligereza de los odios, perdiendo en su insidia el valioso tiempo que hubieran podido emplear en la construcción paciente del amor.
Es una tendencia humana. Allí se emplazan la disolución de las amistades por los rumores perversos, la forma cómo la maldad -que es más inmediata y más estruendosa en sus beneficios aparentes- arrincona a la compasión, el recurso de desoír la voz de Dios aunque pasemos el tiempo pronunciando su Palabra.
La reflexión tiene que ver con los afectos volubles. Con los cambios súbitos de pareceres, actitudes, sentimientos, opiniones. Y la manera, incluso, cómo se derrumban en instantes de ira y desvarío las edificaciones que creímos cimentar a través de largos tiempos y denodados esfuerzos, en vivencias compartidas que se interpretaron como heraldos de la felicidad.
Ha venido a mi mente también este pensamiento, con motivo de indagar en la última semana de la vida de Jesús. ¡Qué cambio tan radical sufrió su existencia en tan pocos días! Lo mencionaba hace poco Joel Osteen, al referirse indirectamente a la volubilidad de los afectos, al caprichoso devenir de nuestros beneplácitos y rechazos, mucho más cuando estamos convertidos en masas.
¡Hosanna! ¡Crucifícale!
La misma gente que recibió con vítores a Jesús el domingo en Jerusalén estaba demandando su crucifixión unos pocos, escasos días después. El lunes arroja a los profanadores del templo, asediado por la mirada de juicio de los fariseos de quienes afirma: “… más no hagáis conforme a sus obras, porque dicen y no hacen”. Comienza una jornada de parábolas, y el jueves llega a la Última Cena, a la feria de las traiciones hasta su prendimiento, para ser juzgado y crucificado el viernes de su muerte y resucitar el domingo.
Claro que si a Jesús le tomó una semana este cataclismo de acciones, a Job le llevó prácticamente un instante. Sucesivamente vienen a contarle todas las desgracias inimaginables que le han acaecido, y en las que está comprendida la muerte de sus hijos e hijas. Tenía temor en su corazón: “Si temía algo, eso me ocurre, lo que me atemoriza me ha venido encima”. La inefable lección de su paciencia termina con estas palabras: “Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo allá volveré. Dios me lo dio, Dios me lo ha quitado, ¡que su nombre sea bendito!”.
Ambas historias nos refieren el súbito cambio de las situaciones, la mutación de los pareceres, la metamorfosis de los apegos.
Estaba ciego, ahora puedo ver
He tomado de una página de lecturas bíblicas estas palabras que me parecen pertinentes:
“¿Qué tipo de angustia gobierna nuestra vida y nuestro corazón? Dios quiere que toda nuestra confianza esté puesta en Él, y si viene alguna prueba, o incluso alguna pérdida, es para fortalecernos y liberarnos de todos aquellos temores que nos aquejan. Desechemos, pues, todo temor, y cultivemos pensamientos positivos, llenos de fe en nuestro Señor. La fe es contraria al temor. “La fe es como aferrarse a lo que se espera, es la certeza de cosas que no se pueden ver.”
Quienes un día nos lanzaban la estentórea vocinglería de un “Hosanna” pueden desdecirse mañana y gritar que nos crucifiquen. Confirmarán entonces las razones del temor que permaneció latente y no quisimos reconocer. Tarde o temprano, la realidad reclamará sus territorios. Pues cada cual obra según su naturaleza y repite los dictados de su corazón.
Ilustración de Mheo, publicada en El País.