“Llevé una madre al horno crematorio y me devolvieron una lata de ceniza.

Aquello, en una vasija guardado, y que es ceniza, en otro tiempo fue una madre.

Yo les entregué un cadáver, que procuraba dormido, y me devolvieron una lata, con una fecha y con un nombre.

Yo presté, entre flores, una madre para un rato, y me redimieron una lata para siempre.

El fuego igualó los ojos a las manos, al cabello la boca, al alma el cuerpo.

El fuego partió en mil pedazos aquella ternura, aquella sonrisa, motas ahora de nada.

Dime, madre, porqué te has vuelto ceniza, qué hice para que callaras en aquél descomunal féretro, combustible, a la postre, del fuego.

A qué parte de tu ceniza debo dirigir mi grito, en qué pedazo se halla ahora tu oído escaso.

Ceniza fría, manos perdidas, rostro que no encuentro, toda igual, sin herida.

Caminé luego bajo la lluvia de mayo, abrazando la urna a mi pecho, como quien abraza a una hija.

Mirando a hurtadillas a ambos costados, recelando que la urna me hurtaran.

La gente que a mi contrito paso se cruzaba, miraba extrañada, ignoraba que en mis brazos llevaba una madre, tan solo.

Esparcí luego la ceniza, en aquel río que baja entre valles y pinos, al ocaso de la tarde.

Enterré mi mano en su cuerpo deshecho, y fui sacando puño a puño, tanta mota que vida fue tanta.

Mano que en su seno estuvo, mano que le dio la mano, mano que acarició su rostro, mano que la contiene ahora.

Mis dedos, nube sobre el agua formando, iban regando de ella la corriente.

Rota, vencida, acostada, callada y opaca, una madre viaja.

Adónde viajas, madre, qué piensa tu ceniza, qué ven aquellos tus ojos, qué tal vas por el río.

No sé si aquella mancha blanca que veo alejarse es acaso tu cabello cano o es en su ceniza, espuma.

Déjame jugar a imaginar que el río te ha devuelto el cabello, déjame que sueñe que el agua te ha devuelto el gesto”.

 

He reproducido acá, con el corazón contraído, el texto con el que el magistrado español Manuel Morán González comienza el libro con que se titula esta columna.

Me sentí desgarrado. Herido. Sangrante.

Y he llorado.

He llorado pensando en las personas del mundo, en mis amigos cercanos, en mis familiares, que celebran el día de la Madre sin la Madre.

Es decir, con su ausencia que los acompaña, recuerdos dulces, memoria de las llamadas diarias, las fotos por doquier, la despedida interminable.

La comida caliente, la palabra entusiasta, el llanto disimulado, los incesantes mimos y remedios para vencer la enfermedad.

He pensando en ellos.

Y he pensado también que esta madre mía valiente e invencible, indestronable, adentrada en los marasmos de los dolores de huesos y en la maculopatía que cedió sus ojos a los ojos de Dios, que me bendecirá en este día como todos los días, también se irá…

Cuando pasas de los 90 años, y te encoges como si volvieras a la infancia y sientes un cansancio que no es del cuerpo sino de la vida, todo puede pasar.

Incluso la muerte…

Sí, ella: la innombrable, para la que nunca estamos preparados, la que les puede llegar a todos menos a nosotros y a los seres que amamos.

Pero llega.

Irremediable. Inapelable. Ineluctable.

Quiero ser esperanza, consuelo, aliento, para quienes no tienen a su Madre en el día de la Madre.

Quiero apretar la mano de mi primo Hernán, abrazar a Julia Piedad, y a sus hermanas y hermanos, a Marina, a Margarita, en este primer domingo de Madre sin mis tías Luz y Julia, tan reciente su partida, tan astral su recuerdo, tan pacífico su descanso junto al Dios que alabaron siempre.

Quiero llevar mi corazón al corazón de mi amigo Germán Puerta Zuluaga, al recuerdo de doña Ligia, tan inmediato…

Y quisiera que el amor a nuestras madres fuera inagotable, sereno en la honra de los hijos buenos, lleno de compasión.

Nos han dado todo.

Sí.

Para ellas, todo el amor. Y la atención. Y el cuidado.

Antes que el fuego iguale los ojos a las manos, al cabello la boca, al alma el cuerpo.

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