Muchos de los lectores de MOTOR DE BÚSQUEDA, especialmente los mayores, pasaron una parte importante de su vida con el teléfono negro.
Eran las épocas del aparato fijo y la línea telefónica, caro el primero e inalcanzable la segunda, un verdadero milagro conseguirla.
En Bogotá, el monopolio de la ETB determinaba que la asignación de una línea fuera un hecho histórico, y uno podía aplicarle una celebración de carnaval cuando lo lograba, pues entraba, sin duda, a un club de privilegiados.
Con la línea asignada, y su tortuosa instalación, iba apegado el número mágico (cómo olvidar nuestro 411696), que uno guardaba como un tesoro, y que como el amor verdadero, no se lo daba a todo el mundo. Había horas para llamar, y casi siempre en la noche después de cierta hora, uno podía recibir como respuesta “Estas no son horas de llamar a una casa decente”, seguida del sonido contundente como caía la bocina del teléfono de baquelita.
El teléfono negro de baquelita no era un objeto. Era un personaje de la casa. Había que hacer un curso de buenos modales para contestarlo (“Familia tal, a la orden”). Eso cambió cuando los ladrones instalaron sus trucos de embauque, y entonces se pasó a contestar así: Pregunta: ¿De dónde me contestan? Respuesta: ¿A quién necesita?
Una llamada telefónica era un suceso y una norma tácita indicaba que siempre debía contestarse. Los miembros de la familia se peleaban por levantar la bocina y era multiplicada la conjugación “Yo contesto”. Ese precepto no se incumplía salvo afugias económicas o rupturas de sentimientos, y entonces se respondía con el deudor o la pareja despechada al frente, indicándole al contestador que dijera que él o ella no estaban.
Siempre ha sido esa para los niños una de las mejores parábolas de la pedagogía de la mentira.
Su cable se parecía al de la plancha, tenía un sitio para el número y operar su disco para marcar era un arte.
Las llamadas valían un dineral y así era el tamaño de la factura, por lo cual siempre había que hablar rápido y cortico, so pena de quebrar a la familia.
Sonaba durísimo, era sensible a los rayos del sol que lo deslucían y no le acompañaba una buena fortuna en caso de caerse. Tenía, claro, un mueble – trono especial, en el que a partir de cierto momento le hicieron compañía a la libreta familiar de apuntar números, los dos tomos mastodónticos del Directorio Telefónico.
La marca Ericsson publicitaba su teléfono con un DBH 1001 en blanco, con una chica joven que lo llevaba en su mano, como símbolo de ser algo liviano y de buena conexión con todos los públicos. Sin embargo el DBH 1001 en color blanco nunca llegó a ver la luz correctamente ni se llego a enganchar a las líneas telefónicas. http://www.actualvintage.com/telefono-baquelita/
De la nostalgia a la mala educación
De hecho, esta historia somera de aquellas épocas idas solo sirve para ratificar el cambio sobrecogedor que ha sufrido el mundo con la telefonía celular y la revolución digital.
Hay lugares donde no existe el teléfono fijo, y su presencia se amarra sin remedio al canal físico que permita tener Internet o TV. Todo se hace por celular o tabletas y computadores, gracias al sortilegio del wifi.
Pero hay una particularidad desgraciada que nos trajo la tecnología: hoy nadie contesta los teléfonos.
Timbran y timbran, y nuestros asistentes telefónicos son las desastradas grabaciones.
Muchas veces con razón. Las empresas –bancos, las de telefonía celular—siempre lo llaman a uno al mediodía, cuando está almorzando, para echar un rollo monótono.
Somos pocos los que preguntamos si nos pueden atender o llamamos más tarde.
Los teléfonos fijos casi nadie los contesta. Solo responde la grabación eterna con propaganda y musiquita, y esa cínica frase que reza “Usted es muy importante para nosotros”, seguida siempre de “Nuestros asesores se encuentran ocupados”.
Mi madre lleva cuatro días llamando al Grupo Oftalmológico Horus para que le den una cita. Ya suma medio día perdido y no pasa de ese sonsonete. A sus 92 años, y en el ejercicio de su autonomía y su heroica lucidez, se sabe la grabación de memoria. Por eso yo la admiro.
¿Saben dónde nunca le contestan a uno? En las extensiones de los medios de comunicación y en las oficinas de comunicación. Todavía estoy dejándole razones a la directora de comunicaciones de un conocido banco, sin que me devuelva la llamada.
Esa es otra característica de nuestra época. Son muy pocos los que devuelven las llamadas.
Me sorprendió esta semana el padre Juan Álvaro Zapata, el joven secretario adjunto de la Conferencia Episcopal de Colombia. La organización de la visita del Papa Francisco lo tiene trabajando de sol a sol, y sin embargo, escuché su voz a las nueve de la noche preguntándome en qué me podía servir. Lo había llamado temprano en la mañana. No nos conocíamos.
Y eso sí: hablamos mucho, duro para que se entere todo el mundo y a uno no deja de dolerle el desprecio infinito con el que ignoramos ciertas llamadas, incluso de nuestros seres «más queridos”.
No contestar, no devolver la llamada, han creado imprevisibles situaciones de odio. Desconfianza entre las parejas. Distancia y dolor entre padres e hijos. Disolución del verdadero concepto de amistad.
Y en cuanto a la noción de “Servicio al cliente” por teléfono, salvo casos excepcionales de empresas que nos paran bolas, lo demás es pura carreta, mentira, una forma pueril y cruel de desencartarse de las llamadas y evadir la obligación de prestar un buen servicio.
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