A 100 metros del giro de los torniquetes de acceso, han desaparecido dos seguridades del mundo cotidiano: la luz natural y la señal celular. Los pasos siguientes se ahogan en las entrañas de sal de la montaña. Y entonces, avanzando en las sombras interrumpidas por las luces laterales empotradas en la roca, se va entendiendo por qué dentro de ella “reposa una maravilla de la arquitectura mundial”.

Es la Catedral de Sal, en Zipaquirá, a 43 kilómetros de Bogotá. Llegar puede tomar 52 minutos, por una carretera de lujo que comienza después del peaje: dentro de la ciudad no llega a ser ni una vía terciaria.

 

Es la primera maravilla de Colombia, que tiene encantos en la naturaleza que la cubre y en ese mundo secreto e inesperado de grutas, cuevas y socavones recónditos.

En 1816 se abrió el primero de cuatro, cuya excavación terminaría 60 años después. Pasaría casi un siglo, hasta el 15 de agosto de 1953, para inaugurar la Catedral antigua, macerando una idea que tuvo Luis Ángel Arango en 1932: construir una capilla subterránea para responder a la devoción de los obreros salinos antes de iniciar su jornada de trabajo.

Está casi a 50 metros de aquí –-dice Daniela Forero, la incansable encargada de la prensa y el protocolo de la Catedral–. Pero allá no se puede pasar”.

Hemos avanzado por las estaciones del Viacrucis, explorando los intestinos de este mundo umbrío que se abre maravilloso ante los ojos de inagotables espectadores circulantes que no claudican su asombro. A su lado, pasa una horda de jóvenes y niños bulliciosos con instrumentos musicales. Se dirigen al espléndido auditorio a un festival de cuerdas frotadas.

Caminamos hacia la Catedral nueva. Se empezó a construir en 1991. Está 60 metros debajo de la Catedral antigua. Obra del arquitecto Roswell Garavito Pearl. Se inauguró en diciembre de 1995. Hemos transitado por un mundo subyacente y furtivo de almacenes, cafeterías, exposiciones, la hermandad de la Cúpula conmovedora y el spa Esensal, que es realmente insospechado y sereno.

El parque de la sal tiene aquí adentro dulzuras como el Espejo de Agua, donde la roca se mira y se acicala su rostro riguroso.

Y de repente, la Catedral. Estamos 180 metros bajo tierra. Es el único templo del mundo en esas condiciones. Luminosa, la cruz subterránea más grande y planetaria, la inmensidad de la nave central, la voz del Creador. En los mundos laterales hay un pesebre de fantasía y un oratorio del alma, y desde el segundo piso un ángel de la catedral antigua toca la trompeta de la epifanía.

Es afortunado el que llega hasta acá. La cámara principal está soportada en cuatro columnas monumentales. Simbolizan a los evangelistas y parecen horadar el infinito. A la entrada, el Medallón de la Creación, que es como un techo de la Capilla Sixtina descendido.

Aquí caben 900 personas. Durante la semana entran cerca de 2500 visitantes cada día. Trabajan alrededor de 300 personas.

Es tarde este sábado, y salimos con ingenieras y obreros de chalecos azules y cascos anaranjados.

La noche plena nos recibe.

Sentimos que hemos visitado el Cielo.

Pero que está bajo la tierra.

(Columna publicada originalmente en Portafolio, 18.08.2017)

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