El jueves 2 de noviembre hacia la una de la tarde, un vendedor ambulante atropelló a mi mamá con su carretilla de madera convertida en un incontrolable armatoste. La golpeó y la tiró al suelo, mientras ella gritaba inútilmente para que se detuviera. Increpado por la gente buena que corrió a ayudarla, exclamó “no la vi, abuelita”, y siguió en lo suyo.

Cualquier clase de impacto es deletéreo cuando estás a punto de cumplir 93 años, has vuelto al tamaño que tenías cuando eras una niña y luchas para que tu estructura ósea no se desmantele como un armazón de cristal. Pero insistes tercamente en el movimiento como una expresión de vida, bendición e infortunio al mismo tiempo  cuando vas por los andenes de Bogotá, a los que la canción “Juanito Alimaña” les cae como anillo al dedo:

La calle es una selva de cemento / y de fieras salvajes, cómo no / ya no hay quién salga loco de contento / dondequiera te espera lo peor”.

No queremos ver la realidad: Bogotá está perdida. Aquella otrora ciudad de esperanza es un caos. Los andenes en los que se pretendió instalar la dignidad del peatón son un infierno de peligros acechantes.

El punto donde ocurrió el accidente es un pandemonio. El puente peatonal de la calle 150 con Autopista Norte, que accede también a Transmilenio, es una orgía de vendedores invasores, mendigos y caminantes embalados, que desembocan en espacios grotescos. De la anarquía hacen parte peatones, vendedores ambulantes, bicicletas, bicitaxis,motos, ovnis… Todos frenéticos en una superficie escasa, deteriorada y sinuosa. No hay ley ni norma, ni autoridad ni orden. Esa situación se repite en todos los puentes peatonales, mucho más si padecen las corrientes enfebrecidas de TransMilenio.

Por supuesto en esa jungla infame, y con esa pérdida absoluta de calidad de vida que hemos sufrido en la capital, hay personas que tienen ninguna o muy escasa probabilidad de sobrevivir. Los discapacitados, los niños, las personas que no alcanzan las condiciones atléticas que se requieren para andar por Bogotá y los ancianos. Estos últimos están siendo arrasados no solo por la maquinaria infernal del afán sino por la hostilidad ubicua de la ciudad.

Pude percibir también en este trance que representó para mi mamá el reemplazo de su cadera derecha,  y que demandará una larga convalecencia, la realidad de las ambulancias y sus negativas tajantes para atender eventos que no configuren una urgencia dramática. Tres médicos del Grupo Emi (¡Emergencia Médica Integral!) diagnosticaron a mi madre con una “contusión muscular”, y la dejaron tres días con la cadera fracturada, negándose a ordenarle una ambulancia para conducirla a un hospital y brindarle el insumo mínimo para validar su dictamen: una radiografía. Completaron su charada manifestando que ellos llevan al paciente a la clínica como parte del plan, pero hay que pagar para devolverla a la casa, aunque tenga la emergencia de no poder caminar. Convendría a quienes tienen planes pagos de asistencia conocer el articulado minúsculo de sus contratos y las condiciones exactas de la prestación de servicios.

Que este vendedor callejero no viera a mi mamá, y se la llevara por delante con su descuido, significó, simplemente, que le quitó la media vida que representaba su heroica autonomía. No volverá a ser la misma. Cebarme en él es inútil. Sobrevive en la urbe sin Dios ni Ley, de gente buena, claro, y de fieras salvajes, cómo no.

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