Pertenezco a la última generación que tuvo bien puestos los pantalones. Afirmación que, por supuesto, hay que aclarar. Se refiere a quienes los utilizamos en la cintura, con suficiente tiro.

Por tiro o entrepierna se entiende la parte del pantalón donde se unen las piernas. No sobra explicar a los contados lectores que no conocen las minucias de la costura, que en la parte inferior de la entrepierna convergen tiro trasero y delantero, y que “a partir de allí se define la extensión o alto de tiro deseado para cada modelo de pantalón”.

A mi generación le correspondió un tiro alto o normal. Eso significa que el pantalón se ajustaba en la cintura, se amoldaba en las caderas y se extendía hasta la entrepierna, permitiendo la cómoda holgura de las gónadas. Jamás tuvimos que llevarlas comprimidas, en un amarrado estilo tamal, adverso igualmente a la estética y a la salud.

De repente la moda, esa tirana, la caprichosa, decidió bajar los pantalones de la cintura a la cadera. Y nació el pantalón de tiro corto o bajo, que fue como una especie de pena máxima para la comodidad. Semejante medida antinatural ubicó los calzones donde no pueden sostenerse y los implantó como una disculpa sensual y con un nombre que ni fu ni fa: descaderados.

Sus usuarias principales, las mujeres, abordaron ese reto con la provisión de sus cualidades. Descaderadas, las chicas de abdomen plano emergieron como un encanto prístino. Las gorditas, por su parte, implantaron sus íntimas llantitas como parte de su vida pública. Hay que decir que ambas opciones tienen detractores y partidarios, que así se dividen naturalmente los asuntos en esta vida.

Los hombres mayores fuimos notando con aprieto la mutación de nuestro pantalón de tiro alto. No estábamos acostumbrados a que el tiro naciera a la altura de las caderas o por debajo de ellas. Hasta entonces, el único expositor de ese dislate, o por lo menos el más conocido, era Su Majestad, Cantinflas.

De un momento a otro, la moda unificó la fabricación de pantalones por la vía del tiro bajo, y los mayores debimos abocar con estoicismo los problemas que Cantinflas sorteaba con gracia. Al igual que las mujeres, nos pasamos el día subiéndonos los pantalones para no mostrar los calzoncillos, que las botas no nos queden como un acordeón y que no se nos salgan la camiseta y la camisa, aunque la moda de la frescura sea ahora llevarlas por fuera. Sobra decir que en ese proceso de halarse los pantalones en busca de la cintura pretérita, lo que más nos hace sufrir es la contracción impía de las gónadas.

Ahora bien, este manifiesto es válido, tal vez, para aquellas personas mayores, digamos, de 40 años. Los jóvenes de hoy nacieron así: digitales y descaderados. Los muchachos, sobre todo, van con los pantalones en caída libre, con la entrepierna a la altura de las rodillas, mostrando calzoncillos, ellos, panties e hilos dentales, ellas, y brindando a las ciudades la bonita colaboración cívica de limpiar con sus botas el mugre de las calles.

Una teoría académica no divulgada suficientemente razona que esa moda ha hecho tabla rasa de los glúteos masculinos, sobredimensionando, por el contrario, sus equivalentes femeninos. Les comprime, sí, la vegija y el útero, suficiente razón para que por el bien de todos, acaben con esa vaina.

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