El martes y el miércoles, Jesús alterna los hechos de su vida.

Duerme en Betania. Predica en Jerusalén.

Betania, en el camino de Jericó, a 2,5 kilómetros de la gran ciudad judía.

Jesús es judío.

Transcurre el mes de Nisán.

Días 12 y 13, según San Marcos.

Se acaba la Cuaresma. Se acerca la Pascua, los Ácimos. Pan sin levadura.

Tomad, este es mi Cuerpo.

Y mientras predica, bajo los días de sol y de viento, en la Jerusalén populosa, un mundo de venganza se desata alrededor de Jesús.

No es un asunto religioso. Es un problema político. Y económico. Social.

Jesús se enfrenta a la corrupción de su época.

A la religión y el culto convertidos en mecanismo de poder, engranaje de enriquecimiento, instrumento de dominación.

Como sucedería siglos después.

En su nombre.

Hay que entender bien esto.

Comencemos por el Templo.

De Jerusalén. De Herodes.

Es la estructura arquitectónica y monumental más importante de su época.

Porque Herodes, El Grande, es malo, pero está decidido a ser inmortal.

Mediante la arquitectura.

Mata esposas e hijos, enemigos ciertos o falseados. Es un asesino.

Lleva a cabo la Matanza de los Inocentes para  interrumpir la presencia de El Mesías predestinado.

En Belén mueren los niños menores de dos años. Hoy se cifra en 16 los acuchillados.

Y sin embargo, acomete las obras importantes de entonces, de todos los tiempos.

El puerto de Cesarea Marítima, las fortalezas de Masada y Herodión. Y este segundo templo de Jerusalén.

La ciudad vive en obra negra.

Y ahora tiene este templo por el que se pasea Jesús.

Construido por Herodes, El Grande, un judío converso.

Tiene un área equivalente a 25 campos de fútbol. Ha sido construido en la cima de la montaña. Y en sus lados vacíos, se apoya en arcos perfectos de 7 metros. Hay una ciudad bajo sus dominios.

Muros de 37 metros de alto, levantados en rocas de 4,5 metros de espesor.

Y allí, en esa estructura apoteósica, se asienta el encanto de Jerusalén.

Miles de personas, 3 millones según el historiador Flavio Josefo, pueden llegar acá para la Pascua.

No hay otro lugar en el que se permitan los sacrificios.

Aquí están quienes se han constituido en intermediarios de Dios. En sus representantes.

Jesús, el judío, ha dicho el lunes ofuscado: “Mi casa será llamada casa de oración… pero ustedes han hecho de ella una cueva de ladrones”.

Les dirá “sepulcros blanqueados”.

Jerusalén no era la ciudad de la fe. Vivía a costa de la fe.

Ofrendas, diezmos, ganancias. Tráfico de ganado, ventas, puestos de cambio de moneda. Castas sacerdotales,  impuestos del Templo, rescate de los primogénitos.

Riqueza.

Castas acomodadas y prósperas oficiando como embajadores de Dios.

Y Jesús nos dice que somos hijos de Dios.

¿Qué hijo necesita intermediarios para hablar con su Padre?

Sois hijos de Dios y lo lleváis en vuestros corazones. Es ahí dónde debéis buscar. En vosotros mismos.

Es peligroso este hombre.

Está bajo la mirada del Sanedrín, de Anás, de Caifás.

Matarlo es la salvación.

Debe ser pronto. No puede llegar a la Pascua. La gente se alborotaría.

Busquemos un traidor.

La vida de Jesús se definirá entre la noche del jueves y las tres de la tarde del viernes.

Muy breve es la vida.

“Velad, pues, porque no sabéis cuándo va a venir el dueño de la casa, si a primeras horas de la noche o a la medianoche, o al canto del gallo o a la madrugada. No sea que, llegando de improviso, os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: velad”.

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