Soy un joven de 26 años que pasó los últimos nueve años de su vida en una facultad de derecho. Eso no sólo me dejó secuelas psicológicas menores, sino que profundizó dos adicciones que ya traía de antes: fumar cigarrillo y tomar gaseosa (perdón mamá). Hasta ahí este puede ser el relato normal de un abogado que intercambia el combo tinto-cigarrillo por gaseosa-cigarrillo.
El efecto de ambas adicciones empecé a sentirlo hace poco, especialmente la del cigarrillo. La capacidad física de un antioqueño a 2.600 metros sobre el nivel del mar está limitada; pero si a eso se le suma un promedio de 12 cigarrillos y tres gaseosas de 600 mililitros al día, se imaginarán lo que ocurre cuando hay que llegar de afán al quinto piso de la universidad.
Entendiendo eso, hace 298 días decidí dar el primer paso para mejorar mis hábitos de vida: dejé de fumar. Sí, cuento cada día como si fuera el último de mi vida, pero no importa, el caso es que lo dejé, llevo 298 días sin fumarme un cigarrillo. Luego de la primera semana, que fue la más dura, entendí que la ansiedad era natural y comencé a buscar formas de saciarla sin recaer en el cigarrillo. Naturalmente acudí a mi segunda adicción: la gaseosa.
Ahí es donde empieza el centro de esta historia. Para entenderlo, primero necesito que vean el comercial que la Superintendencia de Industria y Comercio le censuró a Educar Consumidores en el 2016, y que, con la ayuda de Dejusticia, la Corte Constitucional revivió. ¿Ya lo vieron? (está en el primer hipervínculo), listo, sigo.
Otra vez, imagínense qué pasa cuando una persona elimina sus ansias de fumar con una gaseosa y, por eso, pasa de tomarse tres botellas de 600 mililitros al día a tomarse cinco o seis. Obviamente, empecé a ganar peso sólo con ese cambio en la dieta. A pesar de haber eliminado un hábito de vida dañino, lo había intercambiado por otro que podría tener efectos iguales o peores en mi cuerpo.
Un mes después de que eso pasara tomé una segunda decisión: iba a dejar de tomar gaseosa al tiempo que dejaba de fumar cigarrillo. En esa fracasé rotundamente en el primer intento. A los seis días estaba nuevamente tomando gaseosa como si nada hubiera pasado. Eso me hizo preguntarme ¿por qué he sido capaz de dejar de fumar cigarrillo y no pude con la gaseosa?
La respuesta más fácil es que simplemente me faltó voluntad. Y estoy parcialmente de acuerdo con eso, me faltó voluntad. Otra puede ser que simplemente fui demasiado ambicioso y debí intentar dejar primero una adicción y luego la otra. Eso también podría funcionar. Creo que ambas razones son válidas. Pero le sumo una adicional: a diferencia de las tabacaleras, la industria de las bebidas azucaradas me bombardea todo el tiempo con su publicidad. Cuando voy a la tienda hay tres neveras con su nombre, si me paro a esperar el bus hay un letrero con una gaseosa que se ve deliciosa, en internet y redes sociales me pasa lo mismo. Todo el tiempo hay alguien o algo insistiéndome que consuma.
Yo soy adulto y entiendo que debo asumir la responsabilidad por mis actos. Y además reivindico mi derecho a consumir sustancias que dañen mi cuerpo cuando estoy informado de las consecuencias, las asumo libremente y no le hago daño a nadie más. Sin embargo, me di cuenta de algo: esa misma publicidad que yo veo y me hace daño la ven niños, niñas y adolescentes de todo el país.
En una investigación de Dejusticia se muestra como diariamente, niños, niñas y adolescentes en colegios y escuelas son bombardeados por el mismo exceso de información. Nuevamente, soy adulto y entiendo que lo que me muestran es publicidad. Pero allí también se explica, a partir de distintos estudios, que sólo hasta los ocho años de edad un ser humano tiene la habilidad cognitiva para entender que alguien quiere venderle algo; y que sólo hasta los 11 años se aprende a distinguir el uso de la persuasión para lograr algo, herramienta esencial en la publicidad. Es decir, a diferencia de los adultos como yo, niños y niñas no pueden distinguir entre información real y publicidad.
Hoy sigo siendo un consumidor de gaseosa, sabiendo que me hace daño y asumiendo las consecuencias. No puedo decir que sea culpa exclusiva del exceso de publicidad de la industria, pero su impacto es innegable. Al fin y al cabo, sí pude dejar de fumar cigarrillo luego de más o menos diez años de adicción, entonces no parece un problema de falta de fuerza de voluntad.
Pero este escrito no es una catarsis para echarle la culpa a los publicistas de gaseosas de mi falta de voluntad, aunque ayuda un poquito. Es para invitarlos a preguntarse: ¿les parece bien que bombardeen a niños, niñas y adolescentes con publicidad de un producto que evidentemente hace daño? Si no les parece bien, les cuento que eso pasa, todos los días, especialmente en colegios y escuelas. Un niño prefiere tomarse un líquido de 500 pesos que es esencialmente azúcar diluida en agua que un jugo de fruta sin azúcar o una botella de agua que cuesta el doble o el triple. No sólo porque es más barato sino porque todos los días le están diciendo que eso es lo que debe hacer.