Isabel Pereira Arana*
Al difícil camino de una enfermedad terminal, o de una dependencia a la heroína, se suma la enorme dificultad de acceder a medicamentos opioides para aliviar el dolor y sufrimiento.
La dificultad para acceder a medicamentos opioides para alivio del dolor y para superar la dependencia a la heroína es un reflejo de las graves fallas del sistema de salud y de los efectos negativos de una represión excesiva de estas sustancias. En Santander de Quilichao, dos relatos muestran esta compleja realidad.
Martha Bejarano nos compartió la historia de su mamá, fallecida por un cáncer de garganta. La señora Maria Rebeca de Bejarano no recibió tratamiento oportuno, entre otras razones porque no había servicios de salud especializados en esta ciudad, y porque los médicos le decían a Martha que su mamá no comía porque tenía anorexia y que mejor la llevara al psiquiatra. Cuando por fin la diagnosticaron era demasiado tarde para tratamientos curativos. Sin embargo, tampoco tuvo acceso a cuidados paliativos que pudieran aliviar los síntomas de un cáncer avanzado. Martha, al ver sufrir a su mamá, compraba la morfina en el mercado ilegal, y me decía, frustrada: “Tenía que levantarme a las 2 de la mañana durante semanas para recoger un medicamento que no llegaba y era tiempo que me quitaba de estar con mi mamá”.
Visitamos también la casa de una familia cuyo hijo busca este tratamiento para no usar más la heroína. Ha sido imposible acceder a un cupo en el único programa que existe en la ciudad a través de la EPS, pues la lista de espera es muy larga. La madre del paciente ha optado por comprar la metadona en el mercado ilegal y así asegurar que su hijo llegue a casa, pueda dormir y aliviar los síntomas del síndrome de abstinencia.
Los opioides son medicamentos con eficacia comprobada para manejo del dolor al final de vida y para el tratamiento de la dependencia a la heroína, usados en cuidados paliativos y programas de sustitución con metadona, respectivamente. En Colombia los opioides tienen un costo relativamente bajo, pues su manufactura y distribución son controlados por el Estado a través del Fondo Nacional de Estupefacientes (FNE). Pero están en una encrucijada: por un lado, dado que son eficaces y de bajo costo, han sido clasificados por la Organización Mundial de la Salud en la Lista de Medicamentos Esenciales, así que los Estados deben garantizar su disponibilidad y acceso en los paquetes de aseguramiento en salud. Pero, por otro lado, están estrictamente regulados, pues el sistema internacional de fiscalización clasificó estas sustancias en la lista más estricta de control en 1961 a través de la Convención Única de Estupefacientes, lo que exige aplicar unas medidas restrictivas para su manufactura, distribución y prescripción.
Hay varias barreras para el acceso a opioides: se exige un proceso de habilitación de medicamentos controlados, que requiere contratar un químico farmacéutico, compra de recetarios oficiales en las gobernaciones (que a menudo se agotan y solo se consiguen en las capitales departamentales), y dispensación en puntos específicos para evitar desvíos, con sanciones en caso de incumplir alguna norma. Estos requisitos administrativos operan como un incentivo negativo: ni las IPS quieren habilitar el servicio farmacéutico de medicamentos controlados, ni las EPS quieren contratar estos servicios especializados, por la burocracia y vigilancia adicional que les implica. Pero además de los obstáculos normativos, la prohibición ha creado barreras sociales y culturales, manifestadas en el hecho de que médicos, pacientes y familiares por igual tienen mucho miedo de opioides como la morfina, temiendo por ejemplo que el paciente se vaya a volver adicto, entre otros varios mitos.
Los impactos negativos de no acceder a estos medicamentos son devastadores. Los recorridos diarios y las vidas de las personas que buscan alivio del dolor están documentados en el libro “Los caminos del dolor: Acceso a cuidados paliativos y tratamiento por consumo de heroína en Colombia” publicado por Dejusticia[1]. Para él investigamos sobre las barreras de acceso a estos medicamentos en cinco ciudades: Armenia, Cali, Cúcuta, Pereira, y Santander de Quilichao.
En Colombia, ambos enfoques de atención están incluidos en el Plan de Beneficios de Salud: los cuidados paliativos por la Ley 1733 de 2014, y la atención al consumo problemático de sustancias psicoactivas, por la Ley 1566 de 2012. Pero esta promesa plasmada en el papel está muy lejos de ser real, no solo en Santander de Quilichao sino a lo largo del país. Si bien el consumo de opioides ha aumentado de 3 mg./per cápita en el año 2000, a 17 mg./per cápita en el 2015, este consumo se concentra en las ciudades grandes donde sí hay servicios especializados (aunque escasos), mientras que hay departamentos con consumos muy bajos, como es el caso del Cauca, puesto que no hay personal capacitado para prescribir opioides.
Transformar esta situación requiere de muchas acciones de muchos sectores. Pero una primera acción requiere mejorar la información epidemiológica y demográfica a nivel departamental. Con mejores datos sobre población usuaria de heroína, adultos mayores, y personas con enfermedades terminales, se podría estimar mejor la cantidad de opioides que cada departamento debería tener, y empezar a eliminar las barreras administrativas que hacen tan doloroso el camino hacia el alivio. Así, las personas como Martha o la familia que quiere apoyar a su hijo en dejar la heroína, no tendrán que acudir al mercado negro para obtener un medicamento que hace parte de la garantía del derecho a la salud.
[1] En pocos días el libro se encontrará disponible en la página web de Dejusticia.
* Investigadora de Dejusticia