*Por Carlos Olaya
Los cultivos de arroz huelen parecido a una mezcla de tierra mojada y clorofila. Desde que comenzó la cuarentena nacional por la pandemia de covid-19, rastros de ese aroma me acompañan aquí en Bogotá, donde nos tocó aislarnos junto con mi pareja. En estas tierras frías no crecen los arrozales, el olor está en mi cabeza. Es el recuerdo de mi abuelo que se pasea por el apartamento. Murió el pasado 24 de marzo en el Huila, horas antes de que comenzara la cuarentena.
Algunos no hemos podido volver al Huila para pasar el duelo con la familia. El trabajo y el estudio nos encerraron en La Capital y queremos cuidar del contagio a nuestra abuela, a nuestras madres, padres, tías y tíos. Ha sido muy duro como podrán imaginarse. Allá nos extrañan y acá les extrañamos. Tuvieron que hacer conmemoraciones pequeñas y ahora asisten a misas virtuales para rezar el novenario. Yo me restrinjo a las llamadas sin video; así puedo mantener el contacto y consolarnos con mi mamá, sin perder la cordura que requiere el aislamiento. Me queman las ganas de abrazar.
Entre todo esto, el recuerdo de los arrozales es un regalo de mi abuelo. Se quedó en mi memoria porque junto a mis primos lo acompañábamos al campo desde muy pequeños. Los últimos años pude pasear junto a él y a mi abuela entre las fincas, antes de que dejara de ir al campo porque su cuerpo ya no soportaba los caminos rurales. Intentó dejarme algunos secretos y frustraciones de la vida entre las plantaciones de arroz. No sé si fui buen aprendiz, pero al menos me quedó ese aroma de cosecha, que me ayuda a pasar la cuarentena y me mantiene vivas las ganas de volver.
Maldita sea esta sociedad hiperconectada y desigual. Nos obliga a quedarnos en un sólo sitio, a no volver… justo después de dispersarnos por el mundo, con la promesa de una vida mejor, en una tonta carrera por escalar puestos. Una vida alejada del terruño y de la gente que nos vio crecer.
Mi abuelo se llamaba Álvaro Díaz. Su padre fue un antiguo hacendado del Huila, de quien no quiso recibir ni apellido ni fortuna; su madre, Salomé Díaz, fue una trabajadora incansable que lo crió a pulso. Le decían Lleras porque se parecía al expresidente Alberto Lleras (el de la reforma agraria). Entre los arrozales de Campoalegre (Huila) comenzó como jornalero, se volvió campesino y luego propietario empleador. Fue un entusiasta miembro de la Federación Nacional de Arroceros: 15 veces hizo parte del Comité de Arroceros municipal, y una vez fue elegido en la Junta Directiva Nacional del gremio. Fue un trabajador muy disciplinado y, aunque no terminó la secundaria, superaba a muchos profesionales en mecánica, agronomía y economía. Dejó una enorme familia, llena de hijos, nietos y bisnietos que lo extrañan. Junto a mi abuela se esforzaron por mantenernos unidos, y lo han logrado.
También dejó un pueblo que se debate entre la prosperidad y la crisis. El alto precio del dólar frenó la importación de arroz, lo que ha beneficiado a los arroceros campoalegrunos. Las cosechas han sido buenas y nos mantienen abastecidos durante la cuarentena. Pero estos arrozales dependen mucho de los insumos químicos y los intermediarios aún tienen demasiado control sobre el precio del arroz. Por si fuera poco, la desmovilización de las Farc ha aumentado el crimen en Campoalegre: ya no se puede recorrer los arrozales sin el peligro de ser robados a mano armada. Cuando salgamos de la pandemia las cosas no pueden seguir como antes.
*Investigador en Dejusticia