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Jessica Corredor Villamil*

En las semanas que siguieron al asesinato de George Floyd por un policía en los Estados Unidos, las protestas en rechazo al crimen, contra la violencia policial y la discriminación histórica a la cual ha sido sometida la población afrodescendiente estallaron en todo el mundo.

Imágenes de las marchas en Sudáfrica, Colombia, Brasil, varios países de Europa y, por supuesto, en Estados Unidos – donde por primera vez en su historia hubo protestas simultáneas en cada uno de los 50 estados – circularon en los medios de comunicación. Las marchas de las últimas semanas, además de ser una muestra de solidaridad con las personas que han sido victimizadas por la policía parecieran ser también una válvula de descompresión para sus participantes. Efectivamente, el estallido social que desencadenó la muerte de Floyd – el mayor movimiento de protesta a nivel global desde el inicio de la pandemia del coronavirus – se produjo luego de que la covid-19, que puso de rodillas a la economía mundial y encerró a la mayoría de la población en sus casas, pusiera de relieve las profundas desigualdades estructurales que perduran en la sociedad actual.

Photo by Craig Lassig for EFETras varios meses de confinamiento y medidas de emergencia restrictivas – pero necesarias – para contener la magnitud de la crisis sanitaria, las protestas en medio de la pandemia revelan que las motivaciones sociales y políticas de la ola global de protestas del 2019 no sólo siguen vigentes, sino que han sido exacerbadas y que el descontento general es tan profundo que, para muchos, es más importante salir a expresar su inconformismo que el temor al contagio o a las sanciones por no cumplir con las medidas de la cuarentena. Esto último plantea el debate sobre cómo armonizar el ejercicio del derecho a la protesta con evitar incrementos de contagios y,  aunque no hay evidencia que demuestre que permitir estos eventos presenciales – cumpliendo con medidas de bioseguridad y distanciación física – genere una mayor propagación del virus, este es uno de los grandes argumentos presentados por quienes se oponen a las protestas. De esta manera, las medidas excepcionales se convierten en excusas perfectas para prohibir y disolver cualquier manifestación. 

Antes de la protestas en rechazo al crimen de Floyd ya habían surgido varias muestras de descontento en diversos países. En el mes de abril, los israelíes salieron a protestar en contra del gobierno de Netanyahu y mostraron al resto del mundo que es posible protestar manteniendo la distancia social. Luego fue el turno de Hong Kong donde el movimiento prodemocracia, que ya cumple un año, reanudó las protestas contra el gobierno central de China, con nuevas tácticas, por las medidas normativas que atentan contra la autonomía del territorio. En el Líbano, donde las manifestaciones iniciadas en el mes de octubre llevaron a la renuncia del primer ministro Hariri, los libaneses han vuelto a las calles pues el país está al borde de la quiebra. 

Colombia no se queda atrás. El 2019 fue también un año de fuerte estallido social que se cristalizó en el Paro Nacional y los cacerolazos del mes de noviembre y, a pesar de las restricciones aún en curso, en las últimas semanas hemos visto cómo han surgido protestas con múltiples motivaciones: trabajadores de la salud exigiendo mejores condiciones para poder ejercer su labor en la coyuntura, contra la violencia policial hacia las personas afrodescendientes – haciéndole eco al #BlackLivesMatter -, en rechazo a la violación de una niña embera por 7 soldados del Ejército Nacional y, más recientemente, una marcha convocada por sindicatos de trabajadores, representantes de grupos sociales y estudiantes que reunió a más de 400 personas. Esta corta lista, aunque no es exhaustiva, permite vislumbrar lo que nos espera en términos de movilización social en  lo que queda del 2020.

Las diferentes motivaciones de la ola global de protestas de 2019 convergen hoy con los efectos indirectos del brote de coronavirus. En efecto, las restricciones relacionadas con las medidas de emergencia llevaron a los sectores más vulnerables de la población, como las personas que viven en situación de pobreza, trabajadores informales, personas migrantes y refugiadas, quienes sobrevivían en gran parte gracias a la economía de subsistencia, se quedaran sin sustento de un día para otro.  En Latinoamérica, donde el hambre es una amenaza constante, el impacto económico de la crisis sanitaria advierte con sumar a 29 millones de personas más en la pobreza. Para el continente más desigual del mundo, la crisis económica sin precedentes que se avecina, catalogada por economistas y especialistas como la peor recesión del último siglo, representa una de las consecuencias más nefastas de la pandemia. 

Así las cosas, aunque la crisis ha motivado nuevas maneras de movilización y otras innovaciones en el activismo, además de haber generado formas espontáneas de solidaridad, en particular desde lo local, el valor de la protesta cobra más vigencia que nunca. Las medidas tomadas por los gobiernos, con énfasis en países del Sur global, para aliviar los problemas económicos de la población más afectada por los efectos de la crisis sanitaria son insuficientes. Hasta que no se ataquen de frente y de fondo los problemas estructurales relacionados con la desigualdad y la discriminación a la que se enfrentan grandes sectores de la población y no haya una transformación en las instituciones, el descontento general seguirá creciendo. 

En la coyuntura actual donde el poder ejecutivo aumenta su control y los gobiernos están tomando medidas sin consulta pública y sin atender las necesidades de la población, las manifestaciones se erigen como una de las principales herramientas de control y exigencia de cambios por parte de la ciudadanía. De esta manera, se reafirma que la protesta es indispensable no sólo para la democracia, pues es la oportunidad de participar en su construcción a través de voces plurales, sino porque se ha convertido en uno de los únicos mecanismos al alcance de la población para tomar acción frente a la injusticia. Por último, la protesta ha permitido y seguirá permitiendo canalizar el sentimiento de frustración y la indignación de aquellos que se han visto mayormente afectados, no solo por la emergencia sanitaria actual, sino por la desigualdad estructural.

*Directora de investigaciones del área internacional en el Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad – Dejusticia /@JessCorredorV

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