Por: María Ximena Dávila*

 

La crisis actual, como todas las crisis, es una en la que las mujeres pierden. Y pierden mucho. Son las que engrosan en mayor número las crecientes tasas de desempleo, cuyos cuerpos suman a las cifras de violencias y, paralelamente, quienes enfrentan la mayor pérdida de medios de subsistencia y la mayor carga de trabajo no remunerado. Ante este panorama, parece más necesaria que nunca la idea de un suelo de dignidad que cobije al menos a las mujeres más vulnerables y que responda a sus necesidades más inmediatas. En los últimos meses, debido a las consecuencias de la pandemia, la propuesta de la renta básica ha cobrado una plausibilidad y una centralidad de la que antes carecía y parece la vía adecuada para asegurar precisamente eso, un suelo mínimo de dignidad material.

Desde el feminismo se ha defendido históricamente la idea de una renta básica, de un ingreso mínimo que proteja a la ciudadanía y que tenga en cuenta las desigualdades estructurales que aquejan a las mujeres. En el panorama actual, varios sectores feministas apoyan la necesidad de una renta básica focalizada para contrarrestar los desastres sociales de la pandemia y la ven como una forma de proteger a las mujeres que están más expuestas a las violencias y al empobrecimiento. Sin embargo, el feminismo también ha sido un lente crítico para examinar la renta básica, ha identificado sus puntos de quiebre y ha señalado cómo podría fortalecerse para abordar correctamente los apremios de las mujeres. Retomando algunas discusiones recientes sobre el tema, creo que hay al menos dos ideas centrales que pueden ser útiles para evaluar si una propuesta de renta básica es o no feminista.

En primer lugar, una renta básica feminista es una renta digna y amplia. La renta básica puede tener un impacto positivo en las mujeres víctimas de violencia o en las mujeres que no cuentan con un trabajo o que ejercen labores precarizadas: puede potenciar su autonomía material, evitar que sufran condiciones denigrantes de trabajo y, en muchos casos, ayudarles a liberarse de ciclos de violencia machista con sus parejas o dentro de sus hogares. Sin embargo, estos objetivos sólo pueden lograrse si la renta básica es suficiente para vivir una cotidianidad digna y si no se reduce simplemente a un subsidio ínfimo por debajo del umbral de pobreza.

El hecho de que la renta básica —ya sea focalizada o universal— sea digna y amplia también implica que tenga una vocación de permanencia. Es decir, que se contemple como un ingreso que no sólo existe en una condición de emergencia, sino que se establece como un derecho de los ciudadanos y las ciudadanas. Las desigualdades que ha acentuado la pandemia son desigualdades de largo aliento que existían previamente y que, si los gobiernos caen en la inercia, seguirán ahí después. Por esa razón, debe recordarse que, aunque la idea de renta básica ha empezado a tener una mayor resonancia en el contexto actual, es una idea afincada en la agenda de los movimientos progresistas desde hace décadas y, en muchas de sus versiones, no está pensada sólo como una medida coyuntural, sino duradera.

En segundo lugar, una renta básica feminista es una que es sensible a las dinámicas de división sexual del trabajo. Quizás la mayor preocupación que se enuncia desde el feminismo frente a muchos de los discursos actuales sobre renta básica es que, hasta ahora, ninguna de las propuestas viene acompañada de una crítica a la distribución desigual de las labores de cuidado. En un conversatorio reciente, la profesora Sandra Ezquerra señaló que si la renta básica no cuestiona las bases de la división sexual del trabajo “puede reforzar lo existente en lugar de transformarlo”. En la misma línea, la profesora feminista Carmen Castro ha propuesto que la renta básica tiene una visión puramente monetaria de la pobreza e ignora otras esferas que son sumamente desiguales y que también contribuyen al empobrecimiento de las mujeres, tales como la rutinización de las labores de cuidado en sus hombros. Por lo tanto, dice Castro, la renta básica no podrá tener una “una potencialidad género-transformativa” hasta que reconozca ese tipo de injusticias.

La renta básica no puede ser una medida neutral a las desigualdades de género. Por eso, las discusiones a su alrededor deben ir de la mano con la exigencia de que el cuidado sea considerado como una necesidad social y, por lo tanto, sea asumido como una carga pública y no meramente privada. ¿Cómo se materializa tal exigencia? Antes que nada, advirtiendo que la renta básica no puede ser una excusa para que el Estado desestructure sus sistemas de bienestar. Por el contrario, la renta básica debe ser la primera medida de una infraestructura de servicios mucho más robusta que contemple no sólo medidas de educación, salud y vivienda, sino también el diseño y fortalecimiento de sistemas estatales que asuman muchas de las labores de cuidado.  

La renta básica es necesaria. Sobre todo en este momento y sobre todo para las personas más vulnerables. Sin embargo, también es necesario que surjan críticas, dudas y preguntas que la hagan más incluyente. Existe el peligro de que el ingreso mínimo que se reclama alrededor del mundo puede terminar siendo paliativo, temporal y esporádico. Pero también existe la posibilidad de que puede convertirse en una política durable, transformadora y que tenga en cuenta las desigualdades colectivas de grupos particulares. Me gusta pensar que esta última —la que tiene en cuenta los aportes del feminismo— es la verdadera renta básica, no la que muchos venden como tal.

 

*Investigadora del área de género de Dejusticia

@mariaxdavila