Por Laura Santacoloma* y Edwin Novoa**
La gestión ambiental del Estado necesita cambios estructurales porque el proceso de licenciamiento ambiental no tiene un enfoque de derechos y persisten las barreras para la participación ciudadana. En medio de las actuales manifestaciones, el rol de los derechos humanos (DDHH) ha sido uno de los principales puntos del debate, tal y como ha sucedido en materia ambiental. Las exigencias sociales incluyen que se impida la aspersión aérea con glifosato, se ratifique el acuerdo de Escazú, se prohíba el fracking y la megaminería de metálicos, entre otros, temas que tienen relación directa con nuestras garantías fundamentales.
La licencia ambiental es el instrumento que busca prevenir o gestionar los impactos graves de proyectos, obras o actividades (POA) que requieran el uso o aprovechamiento de recursos naturales. Esta es una autorización que incluye medidas para evitar, mitigar, corregir, compensar y manejar esas consecuencias en el medioambiente que, en cualquier caso, son graves.
Los temas que evalúa este instrumento ambiental están relacionados con la fauna y flora, las aguas, suelos, subsuelos, entre otros, así como con las relaciones sociales y económicas de la zona en la que se pretende desarrollar un POA. En ningún momento del proceso se incluyen variables de cambio climático o de derechos humanos y, en la decisión final del licenciamiento, no se ven reflejados los reclamos ciudadanos en estos temas que suelen ser la base de los álgidos conflictos ambientales en el contexto nacional.
Por un lado, los efectos del cambio climático ya son una realidad, tal y como lo muestra el caso de Iota y sus consecuencias en el pueblo raizal del archipiélago de San Andrés y Providencia, y que pudieron prevenirse. Los POA se desarrollan en el país sin miramientos de su contribución a la agudización de los impactos globales o los riesgos locales, pese a la existencia de metodologías para evaluar los riesgos y amenazas del cambio climático en los proyectos. Sin embargo, sólo la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (ANLA) las utiliza en su jurisdicción, a pesar de que el grueso del licenciamiento ambiental del país está en cabeza de las corporaciones autónomas regionales. Este debe ser un elemento esencial en la evaluación del impacto ambiental de los proyectos que, de pasada, contribuye a disminuir los riesgos en el territorio.
De otra parte, si bien el proceso de licenciamiento ambiental contempla variables sociales, no se incluyen las situaciones de violencia armada o cómo ésta afectará particularmente los DDHH. La guerra ha hecho que las comunidades se desplacen, pierdan su tejido social, debiliten sus organizaciones y, en general, sean mucho más vulnerables a los impactos ambientales. El conflicto armado ha forzado un cambio en el modelo de uso de la tierra, de economías campesinas a proyectos de desarrollo que usan intensivamente los recursos naturales hasta llevarlos al agotamiento, lo que ha generado desplazamiento, pobreza y precariedad en el campo. Además, a las comunidades étnicas fuertemente afectadas con ocasión del conflicto armado les es vulnerado sistemáticamente su derecho humano a la consulta previa sobre los impactos que les afectan directamente.
La alta conflictividad social generada por el avance de grandes proyectos que afectan estructuralmente los territorios y a sus habitantes requiere de un replanteamiento del contenido del licenciamiento ambiental. Este es un procedimiento que debe no solo estar sometido a la Constitución, sino desarrollarla. No basta con analizar separadamente el aprovechamiento de los recursos naturales de las consecuencias que trae en el bienestar de la población, especialmente de las directamente afectadas. La utilidad pública de los proyectos no puede significar la amenaza o vulneración de los derechos fundamentales.
Ante la altísima conflictividad e innumerables casos en que se evidencian tensiones entre proyectos extractivos y DDHH se requiere una regulación general de las autorizaciones ambientales que permita superar estas inadmisibles ausencias.
Una alternativa clave podría encontrarse en el caso de Ixtacamaxtitlán, Puebla (México), en el que varias organizaciones no gubernamentales acompañaron a la comunidad en la elaboración de una Evaluación de Impacto en Derechos Humanos sobre un proyecto minero de oro y plata a cielo abierto. Este informe comunitario evidenció las amenazas y riesgos percibidos por las comunidades en sus derechos, directamente relacionados con la actividad minera de oro y plata que pretendía realizarse, lo que incidió en la suspensión del proyecto.
Para lograrlo es esencial que la información y participación ambiental —que son derechos fundamentales— sean efectivas, así como que la seguridad de los líderes que promueven los reclamos sea tomada en serio. La Corte Constitucional ha llamado a superar el déficit constitucionalmente inadmisible en materia de participación en asuntos ambientales (SU-095/2018), situación a la que bien contribuiría la aprobación del Acuerdo de Escazú por el Congreso de la República, institución con una grave deuda con la ciudadanía en la materia.
En conclusión, el EIA y su evaluación tienen problemas estructurales al desconocer un componente tan esencial para la Constitución Política como los derechos humanos, así como los impactos del cambio climático en su garantía efectiva. En el fondo, buena parte de las pretensiones del paro nacional ambiental convocado para el 5 de junio se relacionan con la adecuada gestión de lo aquí descrito. Por lo pronto, ante la ausencia de directrices nacionales claras, ya del legislador, ya del poder ejecutivo, solo se cuenta con los muy precarios espacios de participación ciudadana y los líderes ambientales que elevan su voz en medio de las amenazas.
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* Investigadora de Dejusticia
** Investigador de la Asociación Ambiente y Sociedad.