Por Santiago Carvajal*
Sobre el amor se han escrito ríos de tinta y en su nombre se han hecho hasta las más descabelladas e inverosímiles proezas. ¡Y se siguen haciendo! Quiero contarle una historia que hace poco conocí y que me recordó una de las más potentes -y quizás más importantes- formas del amor: el amor propio. Este relato narra el orgullo desde la cotidianidad. Antes de empezar, quiero que recuerde que amar muchas veces es un acto revolucionario y lo es aún más en el contexto de un país como Colombia.
El hijo número trece de una pareja indígena Guane fue llamado Martín. Desde su infancia Martín supo que no le atraían las mujeres. A sus catorce años, en parte para evitar las preguntas suspicaces de sus padres y en parte por curiosidad, tuvo un hijo. Pensó que el nacimiento de su hijo marcaría el final de sus días en la casa familiar. No fue así. Martín cuidó a sus padres hasta sus últimos días.
Es flaco, de mediana estatura, le gusta pintarse las uñas de negro y en su cara se pueden ver sus rasgos indígenas. Dice que le gusta el rock, a su hijo le gusta el rap y que no se identifica bajo la etiqueta gay, le es ajena. Su hijo estudia música, vive en Barranquilla y tienen una buena relación. Nunca le ocultó a su hijo su orientación sexual y desde siempre ha sentido su apoyo, al fin y al cabo, la diversidad como valor está en el ADN de esta familia. Vive en el corregimiento de Guane -una comunidad pequeña que sobrevive en parte gracias al turismo proveniente de Barichara- que conserva el nombre de la comunidad indígena originaria de esas tierras y de la que Martín es descendiente: los indígenas Guane. Es mototaxista —un oficio desempeñado tradicionalmente por hombres, por machos— del que se siente orgulloso y en el que, exceptuando un par de episodios con comentarios malintencionados, nunca se ha sentido discriminado por su orientación sexual.
En su comunidad no se habla de su orientación sexual y tampoco es necesario, todos le respetan. Martín es un hombre feliz o al menos así parece por su forma de hablar, de reconocerse y de sentirse parte de su comunidad. En su relato sereno, alegre y juguetón se puede ver cómo Martín ha logrado escapar casi por completo del fantasma de la homofobia. Creo que hay al menos dos buenas razones por las que Martín ha escapado de la oscuridad de la discriminación: por un lado, la amable y unida comunidad en la que vive en la que la palabra homofobia parece no significar nada; por el otro, un amor propio inquebrantable, potente y orgulloso de su identidad y de no esconder su forma de amar.
Cada 28 de junio se celebra el día del orgullo LGBT. La palabra orgullo es escurridiza pues se llena de contenido dependiendo de quién la pronuncia y la apropia. Las formas en las que personas LGBT lo hacen son especialmente significativas pues hablan de resistencia, empoderamiento, liberación, empatía, activismo, agradecimiento, entre muchas otras. La de Martín habla un poco de cotidianidad, de esperanza y alegría.
Quiero pensar que en Colombia avanzaremos a nuevas realidades en donde el orgullo signifique más agradecimiento y menos resistencia, donde no exista nada de lo que se deba resistir. Más experiencias vitales como la de Martín donde la orientación sexual o la identidad de género no sean un asunto problemático o un acto desafiante, pues al fin y al cabo son elementos esenciales de los seres humanos. Para ello se requiere que la comunidad acoja y reconozca la diversidad, realidad que en el país está limitada a la excepción. Celebro la fecha del orgullo con la esperanza que transmite la historia de este hombre de Guane y con la convicción de que amarse a sí mismo es la mejor manera de estar listos para amar a los demás.
* Investigador de la Línea de Género de Dejusticia.