Por María Ximena Dávila*
En el libro Mujeres, calle y prohibición: cuidado y violencia a los dos lados del Otún, investigadoras de Dejusticia y la Corporación Teméride presentamos el retrato de 54 mujeres de Pereira y Dosquebradas que usan drogas, viven en contextos de pobreza e intentan todos los días vivir sin dolor y con dignidad. Sus historias, así como los lugares que transitan, nos demuestran la necesidad de una política de drogas que reconozca sus cuerpos como merecedores de cuidado y bienestar.[1]
A Pereira y Dosquebradas las separa el río Otún y las vuelve a unir el viaducto que lleva el nombre de un expresidente. Ese viaducto, enorme y de una solemnidad exagerada, casi hace olvidar que se pasa sobre un río y que ese paso simboliza la entrada o salida de una ciudad. Para un transeúnte acostumbrado o un visitante distraído, pasar por allí no se siente como llegar a un sitio nuevo o abandonar otro, sino como la continuación de un mismo territorio.
En la vida de Natalia, una mujer de 20 años, estos lugares también se funden. Natalia vive en Dosquebradas, en un barrio llamado Guadualito, pero trabaja en Pereira, en una plaza comercial del centro de la ciudad usualmente conocida como Parque La Libertad. Así como a Pereira y Dosquebradas las une el viaducto, a Guadualito y al Parque La Libertad los une el hecho de ser dos de los epicentros de uso de drogas en estas ciudades. Por décadas, han servido de corredores para el flujo de sustancias declaradas ilícitas y de refugio para quienes las usan.
Natalia es una de las tantas mujeres que diariamente acude al Parque La Libertad en busca de un sustento mínimo que consigue, con esfuerzo, por medio de la venta ambulante y el trabajo sexual. Natalia, como muchas de las mujeres de este parque, usa drogas. A veces allá, mientras trabaja, a veces en Guadualito, su barrio. Dice que le gusta hacerlo sola, sin amigos o acompañantes, que es su momento del día para “estar tranquila”, para huir de eso que la agobia cotidianamente: los caminantes que pasan y la observan, el constante acecho de los agentes de policía, el cansancio de caminar, la duda de si podrá comprar comida esa noche, el sonido agudo de las voces en el parque.
La madre de Natalia la abandonó cuando era niña, después de clavarle, en tres ocasiones, un cuchillo en el cuerpo. La primera sucedió cuando tenía menos de diez años: “mi mamá empezó a decirme que yo me le estaba comiendo al marido, yo tenía siete años, desde ahí me descarrié”. Hoy tiene siete cicatrices de apuñalamiento, las otras cuatro a manos de un policía y de clientes que intentaron matarla. “Hace un tiempo había un policía que cada que me veía, pum, me pegaba, me jalaba el pelo, me arrastraba por el piso, era horrible, y no era solamente conmigo, era con más de una compañera de calle”.
Natalia usa drogas, sobre todo, para huir de esos episodios. En cierto modo, su uso es la única forma de disociar la realidad, de cambiarla por otra.
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Las primeras violencias, las de su familia, hicieron que Natalia partiera de la ciudad donde había crecido. Pasó por varios lugares antes de llegar a Dosquebradas. Fue así como también conoció el Parque La Libertad, el sitio donde las altísimas palmeras esconden la violencia y donde los golpes y palabras de clientes, policías y peatones parecen una transacción más de las muchas que suceden allí.
El Parque La Libertad, sin embargo, no es solo un lugar de violencia, sino también uno de encuentro y compañía. Allí las mujeres insisten en hacer de ese pedazo de calle un sitio habitable, propio, un lugar donde se han forjado, en medio de lo improbable, redes de cuidado y apoyo. Con sus compañeras, dice Natalia, es con quienes se ríe todo el día, con quienes se enfrenta a los agentes de policía, con quienes comparte, en ocasiones, las ganancias diarias. Entre ellas cuidan a los hijos de las otras, se hacen mandados, se protegen de los que buscan hacerles daño. Estos actos de cuidado (porque lo son) no siempre derivan de lazos fuertes: no necesitan de una amistad o de acuerdos de lealtad para existir. Su existencia depende de algo más grande, algo que podría llamarse como un instinto de protección comunitaria, como el impulso de defender una vida ajena en la que se ven reflejadas.
“Claro, acá todas mantenemos muy pendientes de todas. Yo, por ejemplo, me voy con un man en un carro y ya cualquiera de acá tiene vista la placa, entonces sí, somos muy, muy unidas en ese sentido”. Estas palabras, dichas por Natalia, muestran que cuidar es observar con atención, ir en grupo, fijarse en las que están y las que no, las que llegaron y las que se fueron. Así, rutinario, es el cuidado en el Parque La Libertad.
Ese amparo mutuo de las mujeres contrasta con lo que algunas instituciones de salud, fundaciones o eslóganes políticos llaman, con ánimo autocomplaciente, cuidado. Varias mujeres que intentan buscar algún tipo de ayuda en hospitales o centros de asistencia usualmente terminan encontrando todo lo contrario: la perpetuación de esa misma violencia que viven en las calles y en sus hogares.
Evelyn, una mujer que también vive en Guadualito, dice que en ocasiones ha intentado acudir a un centro de tratamiento para dejar las drogas, pero que allí solo ha recibido golpes y abusos de quienes la ven como alguien que le falló al mundo y dejó de valer desde el momento en que comenzó a consumir bazuco. Evelyn recuerda que en uno de los centros donde estuvo la esposaban con las manos altas en un parque, le tiraban baldados de agua y la dejaban allí hasta que anocheciera. Todo bajo la gastada fachada de un falso cuidado.
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La guerra contra las drogas es también una guerra contra las mujeres. La violencia cotidiana hacia quienes usan drogas abunda como un castigo por ser malas mujeres y por incumplir los roles predestinados. Esta violencia se hace visible, además, en la aversión a los cuerpos que a menudo son leídos como enfermos y dolientes. Mujeres como Natalia y Evelyn habitan los espacios domésticos y privados siempre negociando el riesgo y previendo lo fatal. En esa situación, sin embargo, también se han encontrado y han pactado una promesa no dicha, la de protegerse sin importar los vínculos.
Hoy algunas mujeres del Parque La Libertad quieren organizarse para seguir estirando esas redes de cuidado. Conocen bien las calles, saben que son espacios ambivalentes donde crece la violencia pero también donde pueden enfrentarla. Quizás es ahí, en las acciones de estas mujeres y no en la fallida atención de las instituciones, donde se encuentra la mejor inspiración para reformar la política de drogas.
* Investigadora de Dejusticia.
[1] Las historias y reflexiones de esta columna están basadas en el contenido del libro Mujeres, calle y prohibición: cuidado y violencia a los dos lados del Otún. Este libro fue escrito por las investigadoras e investigadores Isabel Pereira, María Ximena Dávila, Mariana Escobar, Hugo Castro, Angélica Jiménez y David Filomena.
** Foto: lmlMILLAlml, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons