Capítulo 2: El Paseo
A medida que se van agotando los recursos de un caballero para conseguir una mujer que valore su casta, resulta apremiante recurrir a estrategias alternas para la conquista. Ir al gimnasio para tratar de conocer gente, por ejemplo. En mi caso, esta estrategia no es la más acertada, porque siempre termino encontrándome con una amiga, justo cuando estoy bañado en sudor y marcando un mapa —con todo y cordilleras— en la camiseta. Nunca sé cómo saludarla, si de beso o de puñito y generalmente, apenas puedo vocalizar del agotamiento físico.
Siempre quedo con desconfianza y timidez ante el espectáculo que puedan ver las mujeres alrededor mío en un gimnasio. La verdad es que corro de una manera muy poco coordinada, lo cual no es para nada sexy. Y en el tema del levantamiento de pesas fracaso totalmente por mi estructura corporal. Seamos realistas, si tuviera músculos o cuerpo de modelo de revista no estaría escribiendo este libro.
Donde sí puedo lucir mi esbelta figura de ingeniero, sin preocuparme por nada, es en los paseos con los amigos. No importa quién lea este libro, tampoco su nombre, la ciudad donde se encuentra, el país del que viene o lo sofisticado que sea su círculo de amigos, todos los paseos de solteros son exactamente iguales. Siempre se hace lo mismo y siempre van los mismos, el único sujeto extraño que va al paseo siempre va a ser usted.
¿Por qué lo digo? Porque grupo de amigos que se respete, está conformado por los siguientes personajes: el Negro, el Pollo, el Gordo… y la cuota de sabiduría en el arte de amar: el Paisa. Este último siempre se va a conseguir la más buena de todas. Puede estar Brad Pitt en la finca y este sujeto, sin pararse de una silla o sin salir de la piscina, a punta de labia, puede terminar encerrándose con Angelina en el cuarto principal.
Su estrategia: no soltar la coterránea (entiéndase la botella de aguardiente Antioqueño). A los paisas desde que nacen les echan guaro en el tetero —con un poquito de cacao— para soltarles la lengua de maneras inimaginables, logrando volverlos inmunes al fracaso, es por esto que no los tumba nadie en nada, ni con trago ni en un negocio.
La mujer más exótica siempre va a querer con el Negro, un personaje que no necesariamente es afro descendiente, simplemente está un tono más oscuro que el menos blanco del grupo. Normalmente, cuando uno es nuevo en el grupo, sale una frase del tipo: «¡Pregúntele al Negro, que él sabe!». Y yo quedo completamente perdido porque el más negro siempre soy yo. Este personaje cuenta con cuerpo atlético envidiable y con la hiperactividad de un niño de cinco años que lo lleva a saltar en bomba a la piscina cada treinta segundos, salpicando a la mujer que tiene arrinconada el Paisa en la esquina más lejana, literalmente entre la botella y la pared.
El Pollo tiene un notable parecido físico al animal, normalmente por la forma pequeña y puntuda de su boca, que hace juego con su cabeza prominente en forma de bombillo. Su misión en los paseos es crear debate. Esto resalta su inteligencia y cultura. Por más que usted le argumente con pruebas algo en lo que no esté de acuerdo, nunca se lo va a aceptar y esa misma conversación durará todo el paseo.
Por su parte, el Gordo es quien se apodera de la música y es el principal realizador de favores. Uno todo el día va a oír: «¡Gordo pase una pola!», «¡Gordo jáleme el dedo!». Es uno de los conductores elegidos, ya que por su tamaño quita un cupo en los carros. Su físico genera una ternura inexplicable en algunas mujeres, pero a otras les causa como asco.
Con las mujeres es un poco más complejo. Existe una diosa mística, la venus del paseo, el ideal de mujer 90-60-90, con cara de muñeca, movimientos perfectos y siempre a la moda. Cuando sale de la habitación pareciera que estuviera caminando sobre una pasarela, en cámara lenta, llamando todas las miradas, con un vestido de baño espectacular y deliciosamente diminuto. Ella va cubierta con un trapo trasparentoso llamado pareo, también conocido como salida de baño, cuya única función es no dejar ver directamente las nalgas; lo que nos obliga a hacer un efecto extra humano para reconstruir mentalmente la cola de la mujer. En la mayoría de los casos uno queda expuesto en evidencia, con la boca descolgada y la mirada perdida entre su movimiento.
Lo que nunca he entendido de las mujeres es por qué carajos se ponen vestidos de baño tan pequeñitos —y ni hablar de los que son blancos, que se mojan y dejan ver más allá de lo evidente—. Con esa pinta se pasean sin problema por toda la finca durante tres días. Pero ni se le ocurra entrar —sin culpa— al cuarto donde hay una mujer en brasier, porque le armará un escándalo tan desmesurado, que su paseo se acabará inmediatamente. «¡Pervertido, degenerado, abusivo!», le dirá con furia y luego correrá a contárselo a las amigas, y eso resulta en comentarios tipo: «¿Quién invito a ese tipo?», «¡Me vio todo!», «¡Pero yo pensé que era gay!».
Normalmente se llega a la finca de noche. En el camino se hace una parada previa para abastecerse de licor y de algunos alimentos básicos para el desayuno. Durante todo el paseo, la música siempre está presente, no se apaga en ningún momento. Rápidamente, uno va perdiendo la noción del tiempo: a las 4 a.m. uno no sabe si es muy tarde o demasiado temprano.
Si usted lleva en el carro amigas solteras, verá que ellas tienen una canción que identifica el momento emocional en el que se encuentran. La querrán poner cada tres canciones de por medio, y cuando suena se vuelven tan locas que sacan unos aullidos realmente agudos, como para romperle el tímpano. La van a llamar «el himno» y usted, muy seguramente, se la va a aprender inconscientemente. Pero la va a quedar odiando de por vida.
Cuando uno llega a la finca, lo primero que hace es tratar de apoderarse de una cama donde pueda caer desnucado cómodamente, porque aunque la idea de un paseo es descansar, ese objetivo nunca cumple (uno solo reza para que pueda sobrevivir a la maratón de alcohol). Normalmente los cuartos son compartidos y uno siempre espera que no le toque compartir con alguna parejita de hormonas descontroladas, pero el amor siempre está en el aire y cualquier cosa puede pasar.
Uno se cambia la pinta apenas llega, se despoja de la ropa que lleva y se pone la prenda que lo va a representar por los próximos días: una pantaloneta de baño con una mallita carrasposa, amarrada a la cintura con un nudito al que le encomendamos toda nuestra dignidad. Si ese nudito se suelta, es posible quedar como llegamos al mundo y ahí sí toca devolverse de una para la casa.
La pantaloneta tiene dos propiedades que inevitablemente lo dejan en ridículo. La primera, cuando uno sale de la piscina dejando muy poco a la imaginación y toda ella queda forrada en la piel. Si el agua esta fría, o no se está bien dotado, se pierde cualquier posibilidad y habrá que conformarse con el chorrito de agua que sale al interior de la piscina como máximo acercamiento sexual. La segunda consiste en almacenar aire para luego expulsarlo en forma de burbujas, en el momento menos adecuado, mientras alguno de los invitados suelta algo como: «¡Ay sí, ya dijo que era aire!».
Por su parte, las mujeres llevan una maleta enorme, como si fueran a recorrer toda Europa, esta contiene mínimo siete vestidos de baño —y por ende, un pareo que combine con cada uno—, tres protectores solares —de factor 30, 50 y 60—, dos bronceadores —uno barato, que es el que comparten y otro muy costoso que solo le dan a probar a la mejor amiga para que le dé envidia—, un tarro de gel para después del sol, crema hidratante para el cuerpo y otra diferente para la cara. El repelente que llevan tiene un olor que produce mareo, pero no mata ni un mosco. Cuando ellas se meten a la piscina dejan una capa aceitosa con arcoíris de todos los productos que tienen encima.
No pueden envasar un poco de champú en un recipiente moderado, sino que empacan el tarro de dos litros y medio. También cargan un par de sombreros exageradamente grandes —que para ellas son «¡divinos!», pero que en cada ventarrón se elevan como cometas y uno termina persiguiéndolos por el jardín de la casa del lado—, tres pares de gafas de colores diferentes, tres pintas para cada día y por último, un vestido de coctel con sus respectivos tacones. ¿Por qué? «¡Por si salimos de rumba al pueblo!».
La primera noche es una etapa tensionante de sociabilidad, todo el mundo muestra una cara seria y territorial. Se analizan los prospectos y a su vez, la competencia. Normalmente se opta por no meterse a la piscina y gracias a la velocidad con la que se ingiere el alcohol, el grupo se va integrando poco a poco. Después de la primera botella se pierde el control y se activa una seguidilla de brindis por cualquier cosa, que van noqueando progresivamente a los más débiles. Esos se van a dormir y los demás se hacinan en el jacuzzi. Veinte personas comprimidas como en formato WinZip, pegadas, piel con piel y sin poder moverse.
Por lo general, los que más aguantan son los despechados y los solteros, que se rehusan a dormir sin haber concretado algo. Las parejas se van encerrando y dejan a más de uno peleándose por un puesto en el sofá o en una asoleadora, cubiertos con tan solo una toalla y con el resto a la deriva para ser comidos por los mosquitos.
El segundo día, luego de dormir máximo tres horas, uno se despierta completamente desubicado, con un guayabo activado por el calor insoportable. El desayuno es un sánduche —que se baja con cerveza— preparado por una de las mujeres que no toma trago, la que se fue a dormir de primera. Luego, la mayoría de la gente se va alrededor de la piscina: las mujeres acostadas como filete en parrilla y los hombres mirándolas con deseo.
La rutina a seguir es básica: uno se baña para poder despegarse los ojos, se echa una buena capa de bloqueador, se peina casual y se come un chicle. En un paseo, el 90% de los hombres se lava la boca con un chicle porque, muy probablemente, dejó el cepillo en la casa o simplemente porque desconfía del Paisa. Si usted ya tiene conversada una de las viejas y se mueve de su lugar, perdió con el Paisa, ¡créame!
Con toda la actitud, uno sale a probar cómo le fue en la noche de integración. De toalla en mano y con las gafas de astronauta puestas. Esas gafas piratas de icopor compradas en un semáforo, que le costaron tres mil pesos y vienen con un gran aumento que, acompañado del guayabo, le hacen perder la perspectiva del piso y lo ponen a caminar como astronauta porque le parece que cada dos pasos hay un escalón. Esas gafas nunca sobreviven al paseo, casi siempre se les sienta el Gordo encima.
El misterio de la sociabilidad se descubre cuando alguno exclama: «¡Se despertó el llorón!». Esa frase le reconstruye inmediatamente la noche y le permite recordar que en un momento de debilidad usted confesó el estado sentimental en el que se encontraba, brotando su máxima sensibilidad y llevándolo a llorar en frente de todos esos desconocidos. Pero entre el guayabo y la aceptación que logró, usted decide resignarse a soportar cualquier tipo de burla.
La forma de saber realmente si encajó o no dentro del grupo, es cuando le dicen: «¡Tome para que empate!». Esa frase significa que ya está adentro. Le están brindando trago para que pueda comenzar la rutina trifásica, que consiste en meterse tres borracheras durante el día, interrumpidas tan solo por el almuerzo y la comida.
Cuando el sol comienza a subir, todo el mundo se mete a la piscina para refrescarse. Por lo general, las mujeres acaparan las escaleras, que se vuelven su cubículo de selección. Cómodamente sentadas reciben la visita constante de aspirantes. Algunos tratan de ablandarlas con trago y otros, simplemente con el habitual interrogatorio: «¿Tú qué haces? ¿Cuántos años tienes? ¿Tienes novio? ¿Estás despechada? ¿Quieres un guaro? ¿Quién es Juan?».
En mi caso, trato de meterme en la piscina sin sumergirme, si el agua me llega hasta el cuello es perfecto para mí. Porque cuando uno mete la cabeza en el agua, normalmente sale con un peinado ridículo y puede suceder algo peor, si entra agua por la nariz se realiza un lavado nasal, que va aflojando periódicamente lo que uno llama «el moco piscinero». Algo que inmediatamente le va a cancelar cualquier posibilidad de seducción.
Mientras espera a que una de las mujeres se desocupe, uno empieza a luchar fuertemente contra un flotador que pareciera diseñado para que no se suba nadie, por lo general tiene forma de colchón, de delfín o de cocodrilo, todo depende de lo exótico que sea su dueño. Yo he optado por estar en constante rotación, voy de grupo en grupo para poder integrarme sutilmente. Agarro un vaso de whisky y voy moviéndome, de lado a lado dentro de la piscina, haciendo salticos cortos con el dedo gordo del pie, intentando no echarle agua al trago.
De ahí hasta la noche no pasa casi nada, casi todo el mundo toma cerveza en cantidades industriales, algunos prefieren whiskey y nunca falta el aguardiente obligado. Tal vez mi capacidad del asombro me llevó a ser el único en notar un fenómeno curioso: durante la jornada de tomáta excesiva en la piscina, nadie va al baño. Siempre me ha intrigado esto porque yo, después de la primera cerveza, no puedo parar de ir.
La segunda noche es la del pecado. Los que lograron conquistar se van desapareciendo poco a poco; unos se internan en la jungla que rodea la casa, otros se van a los baños y los más decentes, a las habitaciones. Cuando veo que los cupos se agotan, le echo mano a la mejor que encuentro y me pongo a bailar un poco, usando la misma estrategia del colegio. Pero obviamente, los demás no van a dejar que el nuevo se lleve el trofeo y entonces comienzan los juegos para tomar.
Son dinámicas que aceleran el consumo de alcohol para fomentar la estupidez. Juegos como guayabita, manotón, triman y cacho, entre otros. Cada país tiene sus propios juegos, en Estados Unidos el más popular es atinarle con una bola de ping pong a un vaso de cerveza. Entre más simple y con menos posibilidades de ganar, mejor. El objetivo es emborrachar a las mujeres hasta el punto de perder el juicio, pero no la conciencia.
Cuando ya existe una bobada colectiva acompañada de risa incontrolable, es el momento de actuar. Uno selecciona a la mujer con la que tiene mayor posibilidad de anotar, la aísla del grupo y la lleva a la piscina para poder desenvolverse con mayor fluidez. Si las cosas salen bien, comienza a darse besos de manera apasionada, agradeciéndose mutuamente por no resignarse a tener algún tipo contacto sexual. Estos besos se verán como un estilo de gimnasia acuática sincronizada, producto del balanceo inevitable ocasionado por el estado de alicoramiento en que se encuentra la pareja.
La calentura y el regocijo conducen a algún lugar privado que permita culminar la noche de forma nunca imaginada. Pero siempre hay algo que mata el momento, generalmente cuando alguno pregunta: «¿Tienes condón?». En un paseo nunca hay un condón al alcance. Quizás porque existe un mito entre los hombres donde se afirma que el que lleva un condón a un paseo, no come. Por eso, cuando uno sí lo llevó, se pone muy feliz al creer que rompió el mito, pero lo más probable es que esté en la maleta, dentro del cuarto que ya anda cerrado y oliendo a amor gracias a otra pareja.
Entonces corre como loco por esa finca tocando todas las puertas y pidiendo ayuda. Cuando logra conseguir un condón existen dos opciones: la mujer entra en lucidez y cambia de parecer o, muy seguramente, para no darle la cara y decirle que ya no quiere, se queda profundamente dormida.
Al otro día, uno agarra carretera lo más temprano posible para no tener que ver a nadie. Se va analizando durante todo el viaje eso que tuvo tan cerca y no pudo alcanzar. Va haciendo cuentas de cuánto se gastó en trago (porque de comida la verdad es que no vio más allá del sánduche). También se pregunta en qué momento fue que se cortó la mano y cuánto tiempo le durará la insolada que no lo ha dejado ni ponerse la camiseta. Y para rematar, va rascándose todo el cuerpo, porque aunque no haya comido (de ninguna forma), sí se lo comieron todos los zancudos.