Cuando un padre envía un hijo a su colegio, lo hace bajo la suposición que va a un espacio donde el niño estará a salvo. Para algunos padres, sin embargo, esta suposición quedó desvirtuada a comienzos del mes en un colegio de Kennedy. Como suele pasar en este tipo de ocasiones, el radar noticioso puso de manifiesto casos similares, los cuales, por su cantidad y consecuencias, plantean preguntas sobre la capacidad de respuesta que tienen las secretarías de educación frente a un escenario tan grave como el abuso sexual de un docente hacia un estudiante.

En el caso de comienzos de mes, es importante tener en cuenta varios factores asociados a la manera en la que se respondió. El hecho de que las niñas atacadas hayan identificado el ataque y advirtieran del hecho ante el departamento de orientación de la institución habla de la capacidad de respuesta que ha desarrollado la SED en sus colegios para estos casos, lo cual, dentro de toda la situación, debe interpretarse como algo positivo. Sin embargo, las cifras de docentes investigados plantean una imagen más o menos preocupante. Que de los 91 procesos disciplinarios que tiene abiertos la SED en este momento, 49 tengan como víctimas a estudiantes menores de 14 años pone de manifiesto el riesgo acentuado en el que se encuentran los niños de este grupo de edad y la necesidad de plantear medidas más efectivas además de los procesos disciplinarios.

En cualquier proceso disciplinario, e independientemente de la naturaleza de la acusación, el acusado tiene un derecho a la defensa y la presunción de inocencia. Esta presunción no desaparece en los casos de abuso sexual. Sin embargo, un caso de esta naturaleza en un ambiente escolar plantea la pregunta sobre cómo respetar esa presunción al mismo tiempo que se protegen los derechos e integridad de las víctimas, y, desafortunadamente, el marco legal vigente no permite llevar a cabo esta protección. El decreto 1655 de 2015, establece que en ningún caso un docente activo puede ser ubicado en labores de tipo administrativo, lo que nos deja en un escenario en el que un docente acusado de abuso a sus estudiantes sigue dándoles clase, con todo lo que ello puede implicar. Este escenario se puede ver en el hecho de que el docente capturado en el colegio de Kennedy está bajo sospecha de haber cometido abusos similares en otros colegios de la localidad, así como colegios de Bosa y Ciudad Bolívar. La permanencia de los docentes en las instituciones educativas después de este tipo de acusaciones muchas veces termina por crear un clima institucional en el que los rectores no tienen más opción que forzar el traslado del docente a otro colegio, convirtiéndose en el problema de alguien más, y poniendo más niños en riesgo (En el caso que dichas acusaciones sean ciertas). Esto pone de manifiesto la necesidad de la creación de una figura de suspensión administrativa que proteja la presunción de inocencia del acusado y los derechos de la víctima, por lo que se debe reconocer el paso positivo que dio la SED en esta dirección al apartar a los docentes investigados de sus cargos.

La secretaria de educación, María Victoria Angulo, ha hecho un esfuerzo claro por manejar la situación de una manera en la que no se estigmatice al magisterio colombiano, lo que es claramente, algo deseable. Sin embargo, ese ánimo de no estigmatizar no puede dar pie a una cultura organizacional que trate de manera laxa las acusaciones de abuso a estudiantes; esto solo puede pasar con unas investigaciones claras y rápidas por parte de las secretarías de educación amparadas bajo un marco legal que garantice la presunción de inocencia junto con los derechos de las víctimas, y que permitan cumplir la función de los colegios como espacios seguros.