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Columna dedicada a María Camila Gómez Cantor.
Reflexión inspirada en los escritos del gran economista Adam Smith.
Muchos personajes públicos sufren de autoengaño. Uno podría pensar que sólo a veces, auto engañarse puede ser útil para conseguir ciertos fines, asignando probabilidades altas a eventos casi improbables, y que la terquedad (o persistencia) hagan que asuntos casi imposibles se hagan realidad. No obstante, este no es el caso general, y por lo general el autoengaño genera más dolor que felicidad en el largo plazo. El autoengaño es un producto de una falla en el mecanismo de la autoaprobación del carácter.
La única forma de ver lo que se relaciona con nosotros mismos en las justas proporciones, es a través de una consulta con un juez imparcial, el cual nos permite, así como la razón adecua mediante la imaginación el tamaño real de los objetos distantes, ponderar nuestros propios intereses con los de los demás. Es como transportarnos fuera de sí, y observar las proporciones reales del interés de cada uno de los seres humanos, incluso de los propios, es hacerse la pregunta: si alguien que no me conociera observara mis actos, ¿qué pensaría?
Pareciese que las pasiones originales de la naturaleza humana tendieran a ponderar con mayor importancia las alegrías o desdichas propias más que las tragedias de personas lejanas o desconocidas. Sin embargo, es la capacidad de evaluar imparcialmente la que nos permite concebirnos como uno más entre la humanidad.
Entonces, ¿qué es lo que mueve a las personas sacrificar sus propios intereses por los intereses de otros? La respuesta de Smith ante esta pregunta es el amor a lo honorable y noble, a la grandeza y a la dignidad, a no ser objetos merecedores de desprecio, a la superioridad de nuestro propio carácter, eso es lo que impulsa a actuar conforme a la imparcialidad y a valorar nuestros intereses de forma equilibrada con los de los demás. Es el trato con el mundo el que nos permite moldear nuestros principios a través de la vida.
A través de nuestro paso por la vida en comunidad entramos en la gran escuela del autodominio, la cual nos enseña durante toda la vida (sin ello ser suficiente), a ejercer una disciplina sobre nuestros sentimientos. Este nivel de autodominio frente a los más terribles sucesos de la vida cotidiana hace alusión a la capacidad de controlar nuestro dolor y nuestra alegría. El grado de auto aprobación de la propia conducta es mayor o menor, exactamente en proporción al grado de autodominio que es necesario para obtener esa auto aprobación. El hombre que aguanta el pequeño dolor que causa un golpe en el dedo pequeño del pie, no se sentirá más auto aprobado que quien logra dominarse a sí mismo bajo el dolor de la pérdida de un ser amado.
La felicidad consiste en tranquilidad y gozo. Sin tranquilidad no puede haber gozo, y donde hay tranquilidad no hay casi nada que no sea capaz de entretener. La gran fuente de la miseria y los desórdenes de la vida humana es la sobrevaloración de la diferencia entre una situación y otra. La avaricia, la venganza, la ambición, la vanagloria cuando invaden a una persona, ésta se siente miserable ante su situación actual y está comúnmente dispuesta a perturbar la paz de la sociedad para alcanzar aquello que tan insensatamente desea. Esta persona juega el más inequitativo de los juegos de azar y lo apuesta todo por casi nada. Las grandes desventuras de la humanidad si miramos hacia atrás, surgen de no haber sabido cuándo era apropiado quedarse en su posición presente y disfrutar de ello.
Para que la corrección de nuestras acciones se distorsione no es necesario que el espectador imparcial se encuentre lejos, aun estando a la mano, la violencia e injusticia de nuestra propia pasión egoísta pueden embriagarnos y alejarnos del juicio imparcial.
La impaciencia provocada por la pasión impide ver lo que estamos a punto de hacer con la franqueza de una persona indiferente. La furia de nuestras propias pasiones hace deformar y distorsionar nuestras ideas con respecto a la visión de un imparcial. Por esta razón, las pasiones se justifican a sí mismas, y parecen razonables y proporcionales a sus objetos mientras persista la distorsión causada por exceso de amor propio.
Una vez hemos actuado y la pasión se esfuma, podemos ver imparcialmente, aunque lo único que produzca sea un remordimiento vano e inútil. La opinión que tenemos de nuestro propio carácter depende enteramente de nuestros juicios acerca de la conducta pasada. Es tan desagradable pensar mal de nosotros mismos, que con frecuencia apartamos deliberadamente la mirada de aquellas circunstancias que hacen ese juicio desfavorable.
Este autoengaño es la fuente de más de la mitad de los desórdenes de la vida humana. A pesar de eso la naturaleza no nos ha dejado a la deriva de las ilusiones del amor propio. Nuestras observaciones permanentes de la conducta de otros, nos conducen insensiblemente a establecer para nosotros mismos ciertas reglas generales acerca de lo que es adecuado o apropiado hacer o evitar.
Cuando se observa acción que jamás hayamos presenciado y vemos que la gente alrededor desaprueba de una forma natural tal acción, es en ese momento cuando nosotros mismos decidimos nunca ser culpables de lo mismo, ni convertirnos en objetos de desaprobación universal. De igual forma sucede con las acciones admirables, cuando la observancia nos deja entrever que tal acción merece admiración, nos esforzamos porque bajo ciertas circunstancias nuestras acciones se acerquen a aquello que la humanidad considera admirable.
Definitivamente a pesar de la existencia de estas reglas, en dados casos las personas a pesar de saber que serán reprochadas por los demás, o por su propia conciencia, deciden actuar de la manera incorrecta, embriagados por sus pasiones y cometer aquella acción que las reglas generales considerarían como reprochables, pero su exceso de amor propio distorsiona tanto su percepción de lo adecuado e inadecuado que terminan dañándose a sí mismos y a los suyos.
Que la luz y la claridad nos acompañen siempre.