Por: Jair Peña Gómez

Distintas culturas, distintas razas y distintas religiones dan cuenta del surgimiento de la palabra, y alguna de estas últimas – la cristiana -, afirma que la palabra fue el principio. La palabra ha sido herramienta de progreso y conocimiento, lo fue, antes que la aritmética, la filosofía y todas las ciencias. Permitió al hombre comunicar todo tipo de cuestiones, por ejemplo: advertir a la tribu de un riesgo inminente, manifestar felicidad y tristeza o expresar un sencillo plan de cacería.

Hoy, estamos tan acostumbrados a ella, que la consideramos una elemental condición humana, como si siempre la hubiésemos tenido y no existiera manera de perderla. Lo cierto es que en el mundo, día a día se priva a millones de personas de levantar su voz, de hacer uso de la palabra en una de sus más valiosas expresiones, la prensa. Ya sea en un gobierno autocrático, en medio de una guerra o en el marco de un enfrentamiento entre grupos poderosos, con intereses oscuros y encontrados, el periodista sufre persecución. Lo cual es a todas luces condenable, y se han escrito ríos de tinta al respecto, pero en esta ocasión quiero centrarme en ver la libertad de expresión con un prisma distinto.

“Ningún ser sin alma tiene voz”, decía Aristóteles, por eso cuando se ataca la palabra, que es voz, mensaje, revelación y signo mediador, se ataca la sustancia de la persona, el alma misma, y por tanto, se atenta contra la humanidad.

Por consiguiente, la libertad de expresión no sólo puede ser vista desde el emisor, es importante verla también desde el destinatario, porque la palabra es un instrumento de comunicación para la comunidad, que debe informarse y ser informada desde ella misma con veracidad. Cuando se instrumentaliza la palabra, se distorsiona la información. Por eso los griegos hablaron de logos y los latinos de verbum para designar a la palabra dotada de razón, y por ende de verdad.

Lastimosamente los medios de comunicación han caído en una lógica maniqueísta, en la cual ven los sucesos de forma binaria. Es blanco o es negro, como si la vida no fuera multicolor, y contribuyen a la polarización de la sociedad. Se han dedicado a usar el grito de Esténtor, ese personaje mitológico de la primera obra de Homero cuya voz sonaba como la de cincuenta hombres, y alarmaba el ejercito aqueo ante cualquier ataque. Ese alarmismo constante, deforma y confunde.

De modo que, no podemos entender la libertad de expresión simplemente como el derecho a decir algo, sino como deber y compromiso con la verdad. Santo Tomás afirmaba que “la palabra es la verdad que truena” (verum boans), si la verdad truena, no hay necesidad de ser amplificadores de mentiras por el afán de vender, atrapar y cautivar.

Libertad y verdad son inseparables. Cuando la verdad se oculta, impera un silencio estridente, que suena a reproche y opresión; a esclavitud y falsedad. Porque la verdad puede desplazarse y esconderse por algún lapso, pero nunca suplantarse, aunque las visiones hedonistas y egoístas quieran relativizar su valor.

Dicho esto, la ética tiene un rol preponderante en la defensa de la libertad de expresión y del correcto uso de la palabra. Los comunicadores y los medios deben escapar de la tentación de abusar de su poder, concebir al público como lo que es, un cúmulo de individualidades que no se anulan; el público está compuesto por personas, con dignidad e integridad, y no es una masa abstracta que simplemente consume.

Como sociedad estamos interpelados a repensar el papel de los medios, mucho más en tiempos donde las fake news son pan de cada día, tergiversando la información, donde los mensajes subliminales están presentes en cada comercial, cada programa, cada serie, cada película… Comerciando antivalores y manoseando la palabra, muy en la línea del deconstructivismo, que intenta – a veces exitosamente – minar los pilares fundamentales de la sociedad: el individuo, la familia, los cuerpos intermedios y el gobierno mismo.

La armonía social depende de la responsabilidad y la ética periodística. Hay que informar lo malo, por supuesto, obviarlo sería el mayor de los errores, pero tampoco se puede caer en el fatalismo; no sólo es digno de ser comentado lo violento y negativo, como si la vida no fuese de por sí llena de reveses y dificultades. También debe informarse lo bueno, sin pegasos y arcoíris, basta una pequeña dosis de esperanza y un contenido honesto.

He querido hacer hincapié en la deformación de la palabra como principal enemiga de la libertad de expresión, vista desde una óptica más amplia y no desde la comodidad de la unilateralidad de quien tiene derecho a decir algo, o la pereza mental que otorga reducirlo a la simple relación entre emisor, contenido y destinatario. Hemos de profundizar en el vestido de la comunicación que es la palabra, y reconocer su enorme potencial para manifestar la verdad desde, por y para la persona.