Confieso que he pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión. Sé que me espera una larga condena en el infierno y que he perdido toda esperanza de redimirme porque además, tengo el alma tan  oscura que en ella no brilla la luz del arrepentimiento. 

Confieso que he pecado, como todos. Aunque jamás haya matado a nadie ni me guste mentir  con frecuencia;  aunque no  me haya robado un peso del presupuesto público  ni haya comprado conciencias. Pero he pecado porque le  he fallado a Dios y a los muchos profetas que en su nombre nos fiscalizan.

He pecado porque en  vez de quemar los libros prohibidos, como procurara uno de esos profetas,   los he llevado a mi biblioteca. Con curiosidad  he leído novelas concupiscentes  de un tal García Márquez, que hablan de incestos,  de curas que  levitan y  de sexo  prematrimonial. En la desproporción de una imaginación indigna para cualquier creyente, admito que Gabo, como me gusta llamarlo, despertó en mí el vicio de la literatura. Pecado mortal.

Confieso también que he leído a Russeau  y a Nietzsche, víctimas también de hogueras fanáticas,  y  en mi sacrílega   autoconciencia, han hecho que mi fe pierda  contundencia.

He pecado porque   mi ignorancia no me permite discernir entre lo que está bien a los ojos de Dios y lo que está mal. Ingenuamente me he atrevido a pensar que los homosexuales tienen derecho a casarse   y a adoptar niños si así se les antoja, cuando en  las Sagradas Escrituras se afirma que debemos lapidarlos hasta la muerte o en su defecto, quemarlos como en Sodoma. He pecado porque creo  en las libertades individuales y en la educación  de calidad y  me opongo  a cualquier forma de discriminación. Defiendo y respeto los derechos reproductivos de las mujeres y la legalización de la droga, aunque eso enoje a Dios y a sus mesías.

He pecado porque juré ante Dios que mi matrimonio  perduraría hasta la muerte y por dignidad no fui capaz de cumplirle. Sabía que mi deber era perpetuar mi infelicidad y mantener el Sagrado Vínculo,  como  hacen tantos buenos cristianos,  pero abdiqué sin miramientos. Preponderé mi tranquilidad sobre valores cristianos tan bellos como la abnegación y el sacrificio. Por eso sé que no tengo  vergüenza ni perdón de Dios.

He pecado porque creo que Dios está en todas partes (o tal vez en ninguna) y no considero necesario hacer parte de una comunidad de fieles. Por mi vanidad,  no he permitido que el Espíritu Santo me ilumine y  por medio de sus profetas, me diga por quién votar, a quién juzgar o cuánto dinero pagar para consolidar la empresa material de Dios.

He pecado porque  no alcanzo a comprender la dimensión de la obra de Dios en la Tierra,  y me pregunto  en voz baja  por qué las iglesias  no declaran renta y están exentas de tantos impuestos en Colombia.

Confieso  que he pecado porque los únicos versículos de la Biblia que suelo repasar son algunos fragmentos de “El cantar de los cantares” que harían sonrojar a muchas beatas. Confieso que me he reído de las Santas Contradicciones de los evangelistas y que nunca me ha interesado cumplir las normas del Levítico.

Por lo anterior y por muchos  otros pecados de menor  calibre, sé que con mi alma no hay indulgencia que valga. Inútil sería  dar diezmos buscando el perdón de Dios si  mi arrepentimiento no es sincero, así que mientras me llega el castigo eterno no me queda más que buscar mi felicidad  en  esta vida  terrena.

Twitter: @andresburgosb