Hoy se conmemoran 204 años de la independencia de Colombia y parece que continuamos ahogándonos en lo que algún historiador atinó a llamar “La patria boba”. En pleno siglo XXI seguimos cambiando nuestros recursos naturales por espejos en los que se refleja nuestra idiosincrasia.
Creemos que vivimos en el mejor país del mundo y esa es una concepción peligrosa porque desenmascara resignación e ignorancia: resignación, porque parafraseando a Saramago, los optimistas están contentos con el mundo que tienen y no quieren cambiarlo; e ignorancia, porque en la celebración de nuestra colombianidad, se nos olvida los graves problemas sociales que enfrentamos.
El nacionalismo exacerbado, al igual que el fanatismo religioso, no son producto de la reflexión autónoma sino del conformismo colectivo: en la medida en que sigamos celebrando la colombianidad con el fervor del hincha apasionado, difícilmente abriremos nuestros ojos y nos percataremos de que vivimos todavía en una sociedad premoderna que no puede garantizar transporte público eficiente o educación de calidad para la mayoría de sus ciudadanos. ¡Muchas regiones del país ni siquiera cuentan con agua potable!
Curiosamente, el colombiano ingenuo que cree que en verdad tenemos el segundo himno más lindo del mundo y que se regocija con las encuestas globales que miden el nivel de felicidad, se deja deslumbrar con una facilidad asombrosa ante cualquier nuevo invento o mercancía que huela a gringo. Para la muestra el botón de Starbucks: una multinacional que compra café colombiano para ponerlo en un vaso de logo verde y venderlo en Colombia exponencialmente más caro. (y con este ejemplo no quiero decir que debemos cerrar nuestros mercados y vivir en una burbuja comercial y consumir únicamente el producto local. No. Sólo digo que madrugar a hacer fila a las 5 am para tomarse un café y charlar casualmente en el primer Starbucks del país, me parece un esnobismo ridículo que raya en la idolatría).
Irónicamente, pese a todos los esfuerzos del gobierno y de los mismos ciudadanos por crear arraigo y patriotismo, en la práctica vemos con impotencia la dependencia internacional de la que somos víctimas. Las grandes marcas de ropa colombiana prefieren pagar mano de obra barata en Asia antes que generar empleo de calidad en Colombia; nuestro gobierno apoya las más terribles causas internacionales con tal de recibir beneplácitos de las potencias mundiales. Las multinacionales absorben al pequeño empresario colombiano y el ciudadano de a pie cree que comprar un carro con menos aranceles es suficiente argumento para comerciar libremente con EE.UU. Vendemos nuestra alma en dólares para sentirnos parte de algo importante…
El colombiano es un espécimen raro que se vanagloria con su flora y con su fauna pero ni la conoce ni mueve un dedo para protegerla. El colombiano está orgulloso de su terruño y vive convencido de que tiene más categoría que bolivianos, ecuatorianos, peruanos y venezolanos juntos, y eso no es patriotismo, eso es una idealización nefasta que choca con el progreso cosmopolita del mundo.
El amor por nuestra patria debe ser un amor aterrizado. Ya es hora de admitir que estamos lejos de habitar en el mejor vividero del mundo para repensarnos como sociedad y formar nuevas generaciones más tolerantes y emprendedoras. Solo así lograremos superar el mito del pueblo feliz y empezaremos a vernos como realmente nos ven a Colombia en el exterior: como un país de belleza increíble y de gente maravillosa, pero también como un país corrupto, rezagado en educación y que sigue arrastrando el pesado lastre del narcotráfico.
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