“Nadie es indispensable en la vida” me decía hace unos años un colega cada vez que se acercaba la terminación de nuestro contrato. En esos tiempos de contratista, me acostumbré a la incertidumbre. Cada tres o cuatro meses me renovaban el contrato en una dinámica inmoral que tienen muchas empresas para evadir la ley y las posibles demandas de sus empleados. Creía hacer bien mi trabajo y vivía relativamente tranquilo durante los meses en que tenía seguro mi puesto, pero por más que los resultados fueran buenos, por más trabajo que me llevara a la casa o por más mañanas de sábados que tenía que regalarle a mi empresa, siempre, inevitablemente, me agarraba la angustia de que no me renovaran el contrato. Porque “nadie es indispensable en la vida” y menos en épocas de vacas flacas.
Mi amigo lo sabía y lo vivió en carne propia: un buen día lo echaron como a un perro luego de casi veinte años de lealtad y trabajo. Fue reemplazado por otro empleado más joven que, por un salario inferior, producía mejores resultados. Nadie volvió a hablar de mi amigo. Nadie lo extrañó.
Otro colega lloró el día que se lesionó Falcao. Sin “el Tigre” Colombia no tendría mayores opciones en el Mundial, pensaba. No fue el único. Creo que aquella tarde de enero en la que el defensa aficionado Soner Ertek lesionó a nuestro goleador, las esperanzas de muchos se marchitaron. Pero llegó el Mundial y en pocos días los amores hacia uno se volcaron hacia otro: James se robó el show y de la mano de sus seis goles, logró que la Selección Colombia hiciera historia. Nadie extrañó a Falcao entonces.
Lo mismo nos pasa en el amor: creemos que nuestra pareja es irremplazable hasta que la burbuja de la idealización se rompe y vemos con asombro que como todos, también tiene muchos defectos; o peor aún, no nos damos cuenta sino hasta cuando nos atrevemos a reemplazarla por una nueva idealización. Y la vida sigue. Y hasta es mejor que antes. Bastaba con abrir los ojos y mirar un poquito más allá para ver las oportunidades que la vida nos ofrecía.
En fin. Lo anterior para decir que quiero que Pékerman se vaya. Sé que es un gran técnico de fútbol y me parece una mejor persona; nos ayudó a derrumbar los altares en que teníamos al Tino y compañía, y nos demostró que lo importante no es ser un gran futbolista sino ser un ciudadano disciplinado y decente. O, al menos, eso fue lo que yo le aprendí.
Por eso quisiera que con su partida nos de otra gran lección a los colombianos: que entendamos de una vez por todas que el fanatismo también es una especie de ceguera y que como decía mi amigo, no hay nadie irremplazable en esta vida. Ya vendrán otros técnicos para nuestra selección, tal vez mejores. Si hasta el Vaticano le encontró reemplazo a Benedicto XVI, no veo por qué los dirigentes de la Federación Colombiana de Fútbol, por ineptos que puedan ser, no logren conseguir a otro de su altura.
Que se vaya Pékerman y que le vaya bien. Y que se lleve consigo el hálito divino que le confeccionamos con nuestro fanatismo parroquial.
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