El domingo pasado llegué faltando un cuarto para las siete de la mañana al colegio Fernando Mazuera, ubicado en la localidad de Bosa, en Bogotá. Lo hice con tiempo suficiente para  detenerme a ver por unos minutos a la fila de más de trescientas personas  que se apiñaban desde la puerta de entrada del colegio hasta varias cuadras al oriente. Esa hilera interminable compuesta en su mayoría por jóvenes estudiantes de último grado de bachillerato, era la prueba irrefutable de que a los bogotanos nos encanta hacer fila para todo: sin importar que todos tuviéramos un cuadernillo y un puesto esperándonos en alguna de las veinte aulas preparadas para el examen del Icfes, la mayoría de las personas que llegaron hasta una hora antes, prefería formarse para entrar al matadero. Me acordé de la canción de Pink Floyd y me pregunté cuántos de los jóvenes formados en esa fila infructuosa no serían más que «otro ladrillo en el muro».

Las puertas se abrieron a las siete y por la entrada estrecha comenzaron a ingresar cientos de personas con lápiz en mano, dispuestos a responder una prueba de nueve horas de duración en la que se jugaban el pellejo. Como en un salón de clases cuyo número de estudiantes había aumentado exponencialmente, la mayoría podía clasificarse en algún estereotipo: pasaron los nerds con aires de suficiencia, desfilaron las niñas vanidosas de tacones gigantes y andar tembloroso; había también algunos sobreprotegidos que llegaban con sus padres y unas pocas adolescentes embarazadas, que alguna vez usaron tacones gigantes y que ahora preferían los tenis. Vi también punkeros, metaleros, alternativos, raperos y representantes de alguna nueva tribu urbana cuyo nombre aún no conozco; y vi, cómo no, a algunos profesores que, como yo, pretendían conocer de primera mano cómo es la nueva estructura del Icfes.

Luego del llamado a lista con documento de identidad en mano, la repartición de los cuadernillos y la consabida lectura de un breve protocolo, comencé a responder la prueba sobre las 7:45 de la mañana. El cuadernillo de esa primera sesión indagaba sobre Matemáticas, Ciencias Naturales, Sociales y Lectura Crítica. De esas cuatro áreas del conocimiento a mí me interesaba particularmente la última, de la que el Icfes había dicho que sería la síntesis entre las áreas de Español y Filosofía que se evaluaban antes por separado. Empecé entonces por ahí y omití los problemas de razonamiento matemático, las ciencias sociales y el tedioso cuestionario de Ciencias, que fusionaba las áreas de Física, Química y Biología.

La prueba de Lectura Crítica incluye 34 preguntas de selección múltiple y dos preguntas abiertas sobre textos breves de diferente tipología. Me pareció sencilla en la medida en que los textos no representaban mayor dificultad de comprensión ni eran grandes piezas de la lírica o la narrativa. De hecho, la mayoría de textos eran tomados de páginas de internet o de notas de prensa, algunos con serios problemas de redacción. Cortázar y Borges, que solían aparecer en pruebas anteriores con sus clásicos “Breve coda del cuento fantástico” y “Arte poética” respectivamente, fueron reemplazados sin pudor por el “maestro” Alejandro Jodorowsky  y “Checho, el des-hecho” una tira cómica del periódico ADN, de circulación gratuita. Con estas nuevas incursiones había también un par de tiras cómicas de Quino, un fragmento de “El leviatán” de Hobbes y una “carta del lector” de la revista “El malpensante”.

Cuando terminé esa primera ronda de preguntas me sentí avergonzado, no tanto por mi ignorancia absoluta frente a un par de preguntas, sino por la certidumbre de que había preparado a mis alumnos para enfrentarse a un chiste. Y no sólo lo digo por los errores tipográficos que se detectaban con facilidad en más de un párrafo, ni por algunos textos y preguntas que daban pena leer, sino por lo más básico: después de no sé cuántos años de depuración de currículos, metodologías y enfoques, aún el Icfes no tiene claro qué carajos es lo que quiere evaluar ni cuál es la mejor forma de hacerlo. De hecho, pareciera que su principal función es llevarle la contraria al Ministerio de Educación, pues al menos en la prueba que respondí, no había una correlación directa (ni indirecta, ni remota) entre los contenidos del currículo de las asignaturas de Español y Filosofía y los textos seleccionados para evaluar a los estudiantes.

Me demoré algo más de una hora en responder a conciencia el cuestionario de Lectura Crítica. Seguí con la prueba de Sociales que hice un poco más a la ligera y terminé con las demás áreas a las que no les dediqué entre todas más de veinte minutos.  Es delicioso presentar una prueba sin la presión de que el resultado pueda definir mi vida. Salí a las dos horas de haber iniciado el examen y me fui hasta mi casa a almorzar tranquilo, con tiempo suficiente para echarme una siesta. Sin embargo, en el camino de vuelta no pude evitar pensar en los otros 34 que se quedaron terminando la prueba en mi salón y en los casi 600.000 estudiantes que ese día presentaron el Icfes: muchos de ellos se estaban jugando todo con esa prueba, tal vez algunos no pudieron dormir bien la noche anterior por la presión de obtener un buen resultado y la ansiedad que se genera bajo esas circunstancias. Seguramente a ese colegio de Bosa llegaron muchos con la ilusión de ganarse un cupo en  alguna universidad pública porque no hay mayores posibilidades de pagar una universidad privada. ¿Y si les va mal y no logran hacer parte del grupo privilegiado de colombianos que pueden acceder a la educación superior? Y si les va bien y logran ubicarse en la Distrital o en la Pedagógica, ¿cómo garantizar que en unos años no hagan parte de las cifras ridículas de deserción?

El panorama es desalentador: según las estadísticas oficiales del Ministerio de Educación, sólo 20 de cada 100 estudiantes que terminan el bachillerato acceden a la universidad, y de estos 20, algo más del 40% abandona su carrera por desencanto o por falta de dinero. Es decir –y comprendiendo que mis matemáticas son quebrantables- de los 600.000 estudiantes que presentaron el Icfes a nivel nacional, sólo 120.000 entrarían a la universidad, de los cuales, sólo 70.000 culminarían sus estudios profesionales. Con razón sus caras crispadas y la tensión en los cuellos. Se estaban jugando mucho o, más bien, se lo jugaban todo. (Jamás un autor de libros de autoayuda fue tan fundamental en la vida de sus lectores: de comprender bien los aforismos baratos de Jodorowsky podía depender el ingreso a la universidad de miles).

La segunda sesión también empezó tarde. Ya habiendo cumplido con mi objetivo, sólo respondí con atención la prueba de Inglés y algunas preguntas de la segunda parte de Matemáticas y Sociales. A la hora y media ya había terminado. Debí permanecer las dos horas reglamentarias y luego de nuevo fui el primero en retirarme. Es una pena saber que de los 34 conejillos de indias que se quedaron en el salón, sólo 3 van a pasar a la universidad; tal vez menos si tenemos en cuenta que los mejores resultados del Icfes, históricamente y con diferencias abismales, corresponden a colegios privados de características muy diferentes a las de los distritales, como el Fernando Mazuera. Basta con decir una obviedad: los colegios bilingües garantizan puntajes altísimos en el área de Inglés frente a los colegios públicos, cuya calificación en esta área es de las más bajas de las disciplinas evaluadas.

Hace unos meses, cuando me enteré de que la estructura del Icfes cambiaría, tuve la tonta ilusión de que atrás habían quedado los tiempos de improvisación, desidia e inequidad que caracterizaban las pruebas anteriores. Tristemente comprobé, una vez más, que en detrimento del sentido crítico de nuestros jóvenes, el Icfes sigue siendo un mal chiste, un oscuro sarcasmo que mide con ironía los graves problemas de la educación colombiana.

Twitter: @andresburgosb