Mi cuento favorito de El Decamerón es aquel en el que un abad convence a una pareja de que tiene el extraño poder de convertir a las yeguas en mujeres hermosas y viceversa. Como esta pareja estaba pasando apuros económicos, Pedro, el esposo, le pide al abad que por favor convierta a su esposa en yegua para poder trabajar con ella en el día y por las noches pueda acostarse con su esposa convertida de nuevo en humana. El hechizo, que obviamente no surte efecto, consta de que el padre desnuda a la mujer de Pedro, le acaricia su cuerpo y la penetra con la excusa de ponerle la cola de caballo…
Me imagino que hoy ese cuento sigue siendo una bofetada a los valores cristianos y a los votos de los sacerdotes, al igual que otras muchas producciones artísticas que datan de la Edad Media que fueron consideradas por la Iglesia como una afrenta. En ese entonces, la Santa Inquisición quemaba a libros y a autores, regía el pensamiento y determinaba lo correcto, lo bello y lo justo; pero esos tiempos han quedado atrás, así a algunos nostálgicos fundamentalistas no les parezca bien. Irónicamente, ese libro prohibido por siglos hace parte ahora de la literatura canónica que se lee en muchos colegios de confesión católica (no los del Opus Dei, desde luego) y se considera una de las producciones artísticas fundamentales que permitieron el cambio del paradigma europeo, que dejó atrás a Dios para aterrizar de nuevo en lo humano.
Hoy comprendemos el valor de la sátira medieval que costó muchas vidas de librepensadores pero nos cuesta asimilar el sentido de humor de algunos que en nombre de la libertad de expresión, dicen cualquier sandez. Y a veces nos la ponen más difícil cuando vemos viñetas en las que, por ejemplo, salen en un romántico ménage à trois los integrantes de la Santísima Trinidad o cuando vemos una caricatura de unos futbolistas colombianos aspirando cocaína. Hasta al papa jesuita le parece inaceptable que se ridiculice las creencias de las personas, textualmente afirmó que “no puede uno burlarse de la fe. No se puede”. Según el carismático papa Francisco, la libertad de expresión “tiene un límite”:
“En cuanto a la libertad de expresión: cada persona no solo tiene la libertad, sino la obligación de decir lo que piensa para apoyar el bien común (…) Pero sin ofender, porque es cierto que no se puede reaccionar con violencia, pero si el doctor Gasbarri [organizador de los viajes papales], que es un gran amigo, dice una grosería contra mi mamá, le espera un puñetazo. No se puede provocar, no se puede insultar la fe de los demás (…) Hay mucha gente que habla mal, que se burla de la religión de los demás. Estas personas provocan y puede suceder lo que le sucedería al doctor Gasbarri si dijera algo contra mi mamá. Hay un límite, cada religión tiene dignidad, cada religión que respete la vida humana, la persona humana… Yo no puedo burlarme de ella. Y este es el límite».
Yo pienso que en esto el papa se equivoca: yo creo que sí se puede (y se debe) burlarse de la religión, de las religiones, y no sólo por el valor histórico que representó la ridiculización de la Iglesia sino por el sano ejercicio de reírnos de nosotros mismos. Personalmente, no me gustan algunas sátiras de humor grotesco, como las de Charlie Hebdo y por eso no las leo, pero de ahí a pensar que no están en su derecho de expresarse hay un abismo gigante. Yo tengo derecho a burlarme de la pastora Piraquive y de su séquito de fanáticos que alimentan su ego y sus cuentas bancarias, tengo derecho también de criticar al padre Chucho y a su fantochería, y puedo, si lo deseo, ignorar completamente a los testigos de Jehová que llegan un domingo a las 8 am a decirme que me voy a condenar en el infierno. Que lo haga o no, que lo considere políticamente correcto o no, depende únicamente de mí.
El problema, pienso yo, se da cuando los católicos se burlan de los demás credos pero no aceptan media crítica a su fe o viceversa, y eso pasa porque todos piensan, curiosamente, que hablan desde la jerarquía de la verdad absoluta. Verdad que no admite duda alguna, que no es tolerante con otras posibilidades de entender el mundo y que además tiene un pésimo sentido del humor.
Lo grave del asunto es que las caricaturas de mal gusto de Charlie Hebdo son leídas por una minoría de sesenta mil personas (aunque de su última edición se vendieron más de tres millones) mientras que el mensaje desproporcionado y desconcertante del papa es asimilado como cierto por más de mil doscientos millones de católicos en el mundo, algunos de los cuales, querrán volver a los tiempos nefastos de la Inquisición.
@andresburgosb