Sólo Rebeca sucumbió al primer impacto. La tarde en que lo vio pasar frente a su dormitorio pensó que Pietro Crespi era un currutaco de alfeñique junto a aquel protomacho cuya respiración volcánica se percibía en toda la casa (…) Pasó noches en vela tiritando de fiebre, luchando contra el delirio, esperando hasta que la casa trepidaba con el regreso de José Arcadio al amanecer. Una tarde, cuando todos dormían la siesta, no resistió más y fue a su dormitorio. Lo encontró en calzoncillos, despierto, tendido en la hamaca que había colgado de los horcones con cables de amarrar barcos. La impresionó tanto su enorme desnudez tarabiscoteada que sintió el impulso de retroceder…
Gabriel García Márquez, Cien años de soledad.
Como si de su propia muerte se tratara, parado frente al balón y dispuesto a fusilar al portero, Bernabé vio desfilar por su memoria los eventos más alegres de su vida y también los más adversos. Recordó las historias que su mamá le contaba sobre la mañana en que llegó la guerra a su pueblo pesquero. La vio a través de los años empacando sus dos mudas de ropa de trópico y embutirse con él en un bus rumbo a la capital. Revivió el primer día de escuela y las primeras patadas que dio a las improvisadas pelotas. Vio de nuevo a su madre llorar frente a un retrato viejo de su papá fallecido, del que ya no recordaba ni su voz ni su risa. Recordó también la expulsión de su colegio, los trabajos sin remuneración y su llegada a la empresa de mensajería. Celebró otra vez los primeros goles que marcó su equipo en el campeonato aficionado y oyó con nitidez el megáfono que anunciaba su llegada a la segunda división del fútbol colombiano. Vio las miradas de los fanáticos en el estadio Olaya y entre ellos distinguió el asombro de quien luego sería su agente, Ramiro Bautista. Disfrutó como un espectador más de sus quites y los rechazos por el carril izquierdo, las diagonales al centro del área en busca de un balón aéreo y los únicos dos goles que había alcanzado a marcar en toda su carrera futbolística. En un segundo volvió a sentir sus primeros orgasmos de amor y evocó la imagen bella de la desnudez de Alejandra.
Volvió en sí. Levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de un arquero joven y asustado. Tomó el impulso suficiente que le permitiera optimizar toda la potencia de su pierna derecha, empalmó la pelota con el empeine y vio un misil dispararse con rumbo incierto.
En Tumaco, el terruño olvidado de Bernabé Aguilar, los familiares que se quedaron a enfrentarse a una violencia que no comprendían sacaron esa noche el televisor de la casa de cañabrava e invitaron a sus vecinos a ver los logros del nuevo futbolista. Era el orgullo del barrio Manzanares y el objeto de todas las oraciones de su tía Prudencia. En Bogotá, Emperatriz Mosquera también estaba rezando cuando en la radio que llevaba pegada a la oreja mencionaron su nombre. Estupefacta, escuchó de la voz del locutor la historia de su llegada a Bogotá y el ascenso futbolístico de su hijo. De no haber sido porque ella misma las vivió, no creería tantas vicisitudes que en treinta segundos resumió el comentarista deportivo de epítetos estupendos. “Soy una sobreviviente” dijo. “Ojalá que Bernabé también sobreviva cuando falle ese penalti”.
Emperatriz siempre fue una mujer de corazonadas. “Algo malo va a pasar en este pueblo” dijo horas antes de que empezaran los disparos que la sacaron corriendo de Tumaco. Años después se atrevió a anunciarle a Bernabé frente a sus profesores: “el colegio no es para ti, Bernabé. Tú tienes en las piernas lo que ninguno de tus compañeros tiene en la cabeza: la gloria” Ahora, mientras veía a su hijo por la pantalla del televisor mudo, no sabía muy bien qué le dictaba el corazón. Se le habían escapado esas palabras que auguraban un mal disparo pero desde siempre tuvo fe en que su hijo le daría grandes regocijos; tal vez ese presagio se debía más a lo que anhelaba que pasara que a su instinto adivinatorio. Confiaba en que marcara el gol pero sabía que si lo hacía el mundo se le iba a venir encima al pobre Bernabé: las mujeres, las drogas y el alcohol, las entrevistas, las luces y las cámaras de televisión; la fama sería la perdición para su hijo si es que acaso ya no estaba perdido en sus abusos. Más que nada, Emperatriz se preocupaba por las entrevistas en vivo que vendrían después de la victoria: su negro sufría de un problema de dicción cuyas manifestaciones le habían causado serías secuelas en su gigantesco ego: en contraste con la imagen de hombre invencible que transmitían sus tatuajes, el pelo amarillo quemado, las cadenas de oro, los abdominales definidos y sus casi dos metros de estatura, Bernabé lloraba como un niño cada vez que intentaba poner a vibrar su lengua para pronunciar la letra erre. De nada habían servido las recientes terapias ni el ají que le recomendó su madre; su defecto de pronunciación, que durante años lo tuvo sin cuidado, ahora le parecía el mayor desplante a su carrera. Había llegado a límites absurdos como reducir sus conversaciones al mínimo monosílabo o dedicar horas de sus días de ocio a la composición de enunciados neutros y versátiles que omitieran por todas partes la nefasta erre. Incluso alcanzó a considerar, en el epítome de su trauma, que errar el penal que cobraría en segundos era una tabla de salvación para evitar las posteriores entrevistas. Emperatriz, que conocía todos sus secretos, sabía de la ansiedad terrible que atormentaba a su hijo así que deseó con todo su corazón que fallara el disparo, tanto para evitarle una vergüenza pública como para desviarlo de los excesos del inmerecido éxito.
Bernabé era un buen hijo. Junto a su madre había resistido con el ímpetu de su raza negra las toneladas de hostilidad capitalina. La primera noche que pasaron en Bogotá tuvieron que dormir bajo un puente arropados con unos periódicos viejos; la intemperie le causó una seria hipotermia al niño que aún no cumplía los cuatro años. Luego de caminar varias cuadras con los huesos congelados por el frío de la madrugada, Emperatriz se metió a las malas a la sala de urgencias del primer hospital que visitó y ante la negativa de una enfermera altiva de brindarle asistencia a ese negrito tembloroso envuelto en periódico, la negra descalza gritó para que el mundo la escuchara: “no voy a darle el lujo a estos hijueputas bogotanos de que mi hijo se muera aquí, así que o me lo atienden o me pagan el pasaje a Tumaco para enterrarlo con su papá”. Tal fue el alboroto que armó Emperatriz esa madrugada en la que cumplía 20 años que no sólo consiguió que lo atendieran sino también obtuvo comida y un techo temporal; a la larga, esa misma pataleta le sirvió además para hacerse a un trabajo como empleada doméstica en el hogar de uno de los pacientes que escucharon su dolor.
Bernabé se recuperó en dos días y de allí se fueron a una casa de paso del Bienestar Familiar en donde les dieron comida caliente y cobijas para resguardarse del aliento helado de los transeúntes. Entonces llegaron noticias de Tumaco: así como fusilaron a su esposo, habían matado a quince personas más, siete de una misma familia. Nadie supo si fue la guerrilla o los paramilitares, “las balas hieren igual vengan de donde vengan” pensó Emperatriz. A nadie le interesó averiguar más sobre el asunto porque el que sabía mucho era el siguiente en la lista. Hubo más de cuatro familias que tuvieron que salir corriendo pero ella y su bebé fueron los únicos que terminaron en Bogotá. Las amenazas cesaron aunque tarde porque ya el terror de la muerte se le había incrustado en el vientre y jamás quiso volver ni a enterrar a su marido ni a recuperar su rancho que había sido despojado por los delincuentes y permanecería en pie y abandonado por varios meses.
Luego de unos días de paz, Emperatriz tuvo que abandonar la pieza que le habían asignado para darle paso a otra familia que llegaba desplazada del Cauca. Recordó al hombre con varicela que le había dado un número telefónico prometiéndole trabajo digno y lo llamó a la mayor brevedad. Así fue como Emperatriz se fue a trabajar con los Posada. La casa grande de familia que sólo había visto en telenovelas la dejó impactada. Cada 12 de agosto de los quince años que estuvo trabajando allí, había de recordar con don Antonio Posada la feliz coincidencia que le permitió subsistir en la ciudad gris: Antonio, que había sido víctima de la varicela de su hija Alejandra, sintió conmiseración de la negra descalza que alzaba al negrito enfermo y le ofreció un trabajo en su casa con la condición de que jamás le diera por hacer un escándalo como el que había hecho en esa sala de urgencias. Quince años después, Emperatriz se mordió la lengua para cumplir con su promesa y se fue de la casa para siempre. Ya por ese entonces, Bernabé empezaba a destacarse en el fútbol y con su trabajo de mensajero pudo pagar una pieza para ambos.
Los primeros días en casa de los Posada fueron alegres. A raíz de la cuarentena que debían cumplir Alejandra y don Antonio, Emperatriz tuvo oportunidad de compartir mucho tiempo con la mujer de la casa, doña Amanda y su niña de brazos, Juliana. Pronto fingieron amistad y coincidieron en remedios ancestrales para curar la rasquiña de los enfermos. Amanda le asignó una habitación amplia con baño privado y televisor y Emperatriz le agradeció cocinando las mejores recetas que su abuela le había enseñado. El pescado con patacones pasó a ser la comida más frecuente en el menú de la familia.
Diez días después terminó la convalecencia de Alejandra y sólo hasta entonces Emperatriz pudo descubrir la belleza de la hija mayor de los Posada: pese a que le faltaban un par de dientes a su sonrisa iluminada, sus ojos de almendra y su pelo castaño por la cara, que trataba de quitarse de encima con sus manitos blancas, causaron en Emperatriz la impresión de estar viendo a un ángel de los que había visto en las estampillas de la iglesia. Por su parte, Alejandra se espantó al ver a una extraña en su casa alzando a su hermanita y preguntó aún adormilada: “¿y quién es esta negra?”
Antonio se recuperó pronto también. Cuando vio a Emperatriz paseándose por ahí, bañada, con ropa limpia y el pelo recogido, tuvo una extraña sensación en la parte baja del vientre, como un amago de erección. A sus 20 años, la negra había tenido que renunciar a la tradición familiar de parir más de cinco hijos y verlos crecer frente al mar, de tal suerte que su juventud no se le fue en medio de lactancias y emergencias cotidianas sino que toda su belleza permaneció intacta por muchos años y manifiesta en el esplendor de sus senos firmes, sus caderas anchas y el caminar sabroso que balanceaba sus dones en perfecto equilibrio pendular. Amanda se percató también de la exuberante hermosura que la negra proyectaba en cada centímetro de los casi 180 de largo que tenía su cuerpo, pero no le preocupó en lo absoluto. “Ningún miembro de la familia Posada se metería jamás con una negra”, pensaba.
Luego de mil trámites que Emperatriz tuvo que hacer en el poco tiempo que le quedaba libre, consiguió que Bernabé entrara en el sistema distrital de educación. Con los primeros sueldos fue ahorrando el dinero suficiente para proporcionarle a su hijo uniforme, cuadernos y una maleta para estudiar aunque bien sabía que el negrito llevaba en sus genes la ineptitud de su padre para las letras. Desde el primer día de clases, Emperatriz tuvo problemas con la disciplina de su hijo: no habían pasado cinco minutos desde que su madre lo dejó en la puerta del salón y ya Bernabé estaba jugando fútbol con una manzana que otro estudiante le había regalado a la profesora. Ante los llamados de atención de la maestra, Bernabé se ponía agresivo y a media lengua pronunciaba las más horrendas groserías que se habían escuchado en ese salón de Kinder. Poco tiempo tenía Emperatriz para reprenderlo por su comportamiento impertinente que se repetía con el pasar de los años porque vivía tan preocupada por la educación de las niñas de la casa y el placer de don Antonio, que apenas si le dejaban tiempo de hacer el almuerzo a diario. Bernabé fue el primer alumno en la historia del Colegio Distrital Andrés Bello en reprobar Kinder. Luego reprobaría Primero, Tercero, dos veces Cuarto y grado Sexto. De manera inversamente proporcional a los conocimientos adquiridos, fue ganando talla y masa muscular hasta que a la edad de 14 años y estando en su segundo Sexto, tenía la corpulencia de un teniente de las Fuerzas Especiales del ejército. Era tan recia su apariencia que Antonio empezó a temer que descubriera los amoríos que sostenía con Emperatriz y le rompiera la cara, pero Bernabé jamás los descubrió, ocupado como estaba en los placeres del onanismo y de la contemplación de su musa inspiradora: Alejandra.
Agradezco mucho su lectura y sus comentarios.
Aquí puede leer la segunda entrega
@andresburgosb