Antonio Posada estaba viendo el partido en la soledad de su apartamento. Se sintió orgulloso de ese negro inmenso que acomodaba el balón en el punto blanco. Recordó los primeros días de agosto en que veinte años atrás había llegado a la casa con Emperatriz. Casi que lo creía su hijo porque lo vio crecer, modular sus primeras palabras y echarse a perder con los años. Lo sentía tan cercano a su hogar que le perdonó de nuevo en silencio todo el caos que había suscitado antes de su partida. “Los negros tienen su encanto” dijo en voz alta mientras destapaba una cerveza. En ese instante en que Bernabé tomaba impulso para cobrar el penalti, le pareció verlo de nuevo dar las primeras patadas a la pelota de caucho que le había comprado para su cuarto cumpleaños: sonriente, con su pelo afro, los ojos redondos y las piernas popochas…
Por esos días en que los negros apenas se acomodaban en Bogotá, Antonio aún conservaba algunas ronchas de la varicela, ninguna cana le poblaba la cabeza y la alopecia parecía un mal siempre ajeno. El jefe de la familia Posada hablaba de los recién llegados a su casa como si se tratara de la obra de caridad más grande que algún bogotano pudiente hubiese hecho por la humanidad. Sintió atracción por Emperatriz desde que la vio limpia y bien vestida, pero en ese primer momento no pensó en conquistarla pues tenía ya a su secretaria de amante y Amanda seguía exigiéndole un par de encuentros semanales: para un hombre de pocos hábitos aeróbicos y de erecciones cuestionables, una tercera invitada a su rutina sexual sería impensable, así que trató de ignorar a esa mujer de senos tan firmes como su carácter con la que había decidido compartir su hogar y se concentró en el pequeño Bernabé, en parte porque acercarse al niño era una manera simbólica de vincularse a Emperatriz y en parte también, porque a sus hijas les encantaba la compañía del niño que más parecía una mascota.
Aquí puede leer la primera entrega de «No eres nadie Bernabé»
Cuando la negra veía llegar a su niño sonriendo con regalos que le había comprado don Antonio y con mil historias que contar de sus paseos, sentía que el mundo tenía sentido y que bien valía la pena soportar las penas del oficio y el maltrato a su dignidad. De hecho, a los pocos días de llegar a la casa, Emperatriz empezó a sentirse afortunada: en su exilio voluntario tenía todo lo que pudiera necesitar haciendo menos de la mitad de las labores que solía hacer en Tumaco. Pronto comulgó con las opiniones familiares sobre el trópico y detestó sin remordimientos los calores soporíferos, la humedad extrema y las balas perdidas de su cada vez más borroso terruño. Una de las primeras compras que hizo con su sueldo fue un portarretratos para poner la foto de su esposo fallecido, lo ubicó encima del televisor y cada cierto tiempo le rezaba y le lloraba. A medida que Bernabé crecía fue pareciéndose más al hombre de esa foto, cuya imagen tenía siempre presente, pero cuya voz y risa ya no alcanzaba a recordar.
Desde los ocho años Bernabé tuvo que dormir en un colchón inflable en el suelo de la habitación que compartía con Emperatriz ya que el cuerpo monumental de su madre no le permitió más dormir en la cama ni hacerse con un pedazo de cobija para cubrirse los pies del frío que se filtraba por las ventanas. Entonces Antonio decidió comprarles un colchón extra y conseguirles más cobijas para que en medio del hacinamiento pudieran dormir tranquilos. La noche en que estaba acomodándoles el nuevo lecho fue cuando selló su destino para siempre: vio a través de la pijama de Emperatriz unos pezones rígidos que imaginó morados y obnubilado por la imagen intemperante, se prometió a sí mismo morderlos uno de esos días. Sorprendió en sus palabras una autoconfianza inexistente que tal vez podía justificar por su posición jerárquica y por el deseo reprimido de poseer a la negra que había guardado en el vientre desde que la vio limpia y bien vestida.
Flor, la secretaria y amante de Antonio cada día se parecía más a Amanda, no sólo en el cuerpo flácido sino también en sus demandas de tiempo, dinero y erecciones firmes. Antonio cumplía perfectamente con las dos primeras partes, pero la tercera se iba haciendo cada vez más difícil pues ya se había acostumbrado al cuerpo simple y similar al de su esposa; no encontraba en ella la novedad de una respiración entrecortada o una entrepierna humedecida. Hacer el amor con Flor dejó de ser un rito prohibido para convertirse en llana costumbre. Los últimos meses la amante había ganado peso; ella, que nunca fue delgada, con unos kilos más parecía tan fofa como su esposa. Saltaba así Antonio de la cama de una a la cama de otra, acostumbrado a los cuerpos parecidos que tenían muy en común la blancura infinita y los senos agotados. Sin embargo, se relamía en las noches de insomnio obsesionado con amar a Emperatriz que estaba tan solo a unos cuantos pasos de distancia, dormida seguramente, vulnerable. Pensaba en esos pezones morados que había descubierto sin querer y soñaba con mordisquearlos, imaginaba la desnudez de esas caderas anchas y oscuras y casi que podía sentir a través de las paredes el olor agrio y erótico de la negra al dormir. A la mitad de la noche esas erecciones insufladas por Emperatriz eran tan fuertes que le dolía moverse, entonces solía sorprender a su esposa dormida y forzarla tiernamente al amor. La luz apagada ayudaba a que su imaginación proyectara en ese cuerpo fofo de Amanda la contundencia de Emperatriz, pero el olor a maracuyá de las cremas y la delicadeza extrema de su esposa cortaban el hechizo. La ironía de esas noches de deseos inconfesables, hacía creer a Amanda que pasaba por los mejores momentos de su relación.
Un buen día apareció Flor en la casa. Despechada como estaba, llegó dispuesta a confesarle a Amanda la doble vida de su marido que, después de cinco años de relaciones secretas, había decidido abandonarla. Pero no contaba con que en la entrada se iba a encontrar con una negra colosal que la obligó a devolverse. Advertida por Antonio, Emperatriz con voluntad y fuerza física primero y luego con paciencia y comprensión, logró convencer a Flor de no atentar así contra la paz del hogar: si la aventura había terminado, era hora de mirar para otro lado, olvidarse de lo vivido con Antonio y aceptar el dinero que tan generosamente le ofrecía por su silencio. Mientras la amante rechazada soltaba su lengua en improperios contra Antonio, no disimuló la envidia al ver los senos perfectos de Emperatriz que, grandes y redondos, sobresalían impertinentes de la blusa holgada. Por más que la sirvienta tratara de disimularlos, su belleza era tan arrolladora que hasta con un costal encima se delataría la maravillosa curvatura de su busto. “Si esta mujer fuera blanca sería perfecta” Pensó Flor, aún atorada entre mocos y lágrimas.
Esa noche Antonio, conmovido por la diligencia de Emperatriz que le había salvado el pellejo, fue hasta su habitación para agradecerle en persona. El niño se acababa de dormir en el piso y su madre estaba recostada en la cama sencilla, sólo vestida con ropa interior. El acceso de calor que estaba sufriendo en ese momento se le pasó en cuanto vio a su jefe parado en el umbral de la puerta. La negra se cubrió rápidamente con una cobija acuciosa pero Antonio ya la había visto y esa imagen le quedaría para siempre en su memoria. Luego de los dos segundos más largos de su vida, dijo Antonio sin aliento: “disculpe, Emperatriz, sólo quería agradecerle por lo de esta tarde” y sin esperar respuesta, se devolvió a su habitación a amar con furia a Amanda. A la mañana siguiente salió temprano a trabajar pero fingió devolverse una hora después por unos documentos olvidados y se encontró con la sirvienta hermosa alimentando a Juliana. Amanda había salido temprano a dar unas clases en la universidad y no volvería hasta pasado mediodía, Alejandra ya se había ido en la ruta del colegio. “La ocasión perfecta para el amor interracial” Pensó Antonio con soberbia inédita.
Emperatriz, que había aprendido a conocer a los hombres desde muy niña, sabía lo que Antonio se traía entre manos en cuanto lo vio entrar por el portón principal y sonreírle con la malicia de quien paga por sexo; sabía que por muchas razones no podía resistirse a hacerle un pago en especie por los favores recibidos. Mal acostumbrada a la corpulencia de su esposo asesinado, a Emperatriz le costaba concebir la idea de tener a ese hombre escuálido, bajito y lastimero entre sus piernas; le causó gracia imaginárselo desnudo encima de ella e hizo una mueca de carcajada que Antonio interpretó como si fuera de complicidad. Sin embargo, reflexionaba Emperatriz, al negarse a las exigencias de su patrón complicaría innecesariamente su estancia en la casa que la había acogido. Pensó en su hijo, en lo bien que había dormido la noche anterior y en los cuatro años que llevaba sin sentir un orgasmo. Accedió de antemano a la propuesta que aún no escuchaba: “no diga nada don Antonio, usted se merece esto y todo lo que yo le pueda ofrecer”. Lo cogió de la mano como a un niño pequeño, lo abrazó y lo besó con sus labios gruesos y su lengua muy roja. Sin poder articular balbuceo alguno, aún en shock por el aval inesperado, Antonio se aferró al contorno fino de la cintura de Emperatriz y puso su cara embobada en los senos agrestes de su futura amante; sin saber muy bien por qué ni cómo, soltó un llanto limpio que no pudo detener en varios minutos. Empapó de lágrimas imprevisibles la blusa holgada de Emperatriz y arruinó la oportunidad de amarla en ese mismo instante. Antonio nunca supo a ciencia cierta a qué se debió ese arranque de sensibilidad; la situación fue tan ridícula que varios años después, cuando amar a su negra ya era cotidiano, seguía negándole con vehemencia la posibilidad de hablar del suceso. Esa mañana no pasó más. Antonio se secó sus lágrimas de niño espantado y prometió visitarla en la noche. Pero en la noche no llegó.
Tuvieron que pasar más de dos semanas para que Antonio volviera a dar muestras de interés. Aunque ardía por dentro cada vez que veía a la sirvienta contonearse por la casa, sabía que debía actuar con cautela si no quería que su esposa se enterara. Durante esas dos semanas pensó en el dilema ético que enfrentaba al acostarse con una mujer de raza negra. Además de sentir temor por la posibilidad pequeña de tener un bebé color chocolate, sabía que en caso de ser descubierto su falta sería interpretada como mil veces más grave que la infidelidad con Flor. En el peor de los escenarios posibles, imaginaba la posibilidad de que la enamoradiza Emperatriz, en un arrebato de egoísmo, confesara a Amanda sus aventuras actuales y pasadas. Parecía que el hermetismo de la empleada había quedado comprobado cuando lo de Flor, pero Antonio no podía correr riesgos. Por otra parte, y tal vez eso explicaba su llanto, le mortificaba con frecuencia la idea de no poder complacer a Emperatriz. Sus rasgos eran tan fuertes, sus senos tan grandes, sus nalgas tan duras y su carácter tan templado, que de sólo pensar en verla desnuda en frente suyo le causaba una aprehensión en el vientre, como si estuviera saltando a un abismo. Tal era el temor de llevársela a la cama que incluso pensó en echarla de su casa como una solución fácil al problema. Pero no lo hizo. Veinte días después de haberla visto en ropa interior en medio del calor del altillo, Antonio volvió a la habitación de los negros: “estoy listo” le dijo. “Mañana en la mañana probaré de nuevo tus besos”. Y se fue.
Durante los días de la espera, Emperatriz se sentía como una princesa. Al mirarse en el espejo no entendía de dónde le había podido producir un deseo tan doloroso a su jefe. Se veía tan normal, tan igual a todas sus hermanas, que por momentos creyó que todo era una broma de mal gusto de don Antonio. Su ego volaba con la imaginación pero la conducta contradictoria de su futuro amante la desconcertaba. Pensaba en que tal vez había sido muy directa cuando le dio a entender que estaba dispuesta a pagarle sus favores con sexo y que eso había asustado a Antonio o, tal vez, pensaba, no le había gustado el breve beso con sabor a durazno que le dio aquella mañana. La verdad es que Antonio comprendía perfectamente. Sabía que su negra estaría dispuesta para el amor cuando él lo deseara, y era justamente esa certidumbre de poder poseerla lo que le helaba el cuerpo. Quizás hubiera preferido seguir buscando su imagen en las noches oscuras de sexo marital o conformarse con el simple hecho de desear a un amor imposible. El problema, se dijo una vez en el baño, es cuando el amor imposible se hace posible.
Emperatriz había perdido los escrúpulos desde niña. Probó el sabor salado de muchos amantes antes de cumplir su mayoría de edad. Luego sentó cabeza cuando conoció al que sería su esposo y se prometió no volver a cobrar por sexo, como lo acostumbraba a hacer con sus hermanas para darse algunos gustos. Pero esta era una noble excepción: su mecenas lo merecía todo; de no haber sido por don Antonio, probablemente hubiera tenido que volver al dulce vicio del orgasmo negociado. Así lo había analizado muchas veces cuando se despertaba a las 3 de la mañana y consideraba como un deber con el padre de la familia proporcionarle un poco de placer extramarital. Era lo que correspondía.
Antonio desconocía por completo el pasado oscuro de su empleada, de haberlo sabido todo hubiera sido más simple. Esa noche, luego de su solemne anuncio, del que se arrepintió de inmediato por cursi e impertinente, volvió a su habitación con la emoción de una quinceañera enamorada. No pudo dormir sino un par de horas, ya muy de madrugada, porque había repasado durante gran parte de la noche las líneas que tenía pensado pronunciar antes de desnudarla. Se erizaba repasando la manera en que acariciaría su espalda torneada y en la forma como se acercaría a su cuello para dejarse por fin impregnar de su aroma de trópico.
A la mañana siguiente, Amanda vio en torno a los ojos de su esposo unas ojeras tan profundas que no le quedó la menor duda de que estaba agotado y merecía un descanso. Dejó a su marido enfermo, bajó a la sala y se despidió de los niños mientras se percataba de lo espléndida que se veía su empleada con ese uniforme nuevo que no había querido estrenarse antes.
Antonio permaneció en la cama fingiendo que dormía hasta que se fue su esposa y aún siguió en la cama un rato más mirando al techo mientras escuchaba los ruidos de la casa: sonó el pito de la ruta de Alejandra, oyó los regaños vernáculos de su negra que exhortaban a Bernabé a alistarse para el colegio. La oyó salir, la oyó volver. Podía imaginarse a partir de los sonidos cada uno de sus movimientos. La niña pequeña al parecer seguía dormida. Tendría al menos cuatro horas para amar a Emperatriz en silencio, las condiciones no podían ser mejores para el amor. Quería respirar profundo para disfrutar del momento previo al encuentro pero cada vez que lo hacía le dolía un poquito más el vientre y el pecho a la vez: era un dolor bonito, como el que sentiría su hija mayor, años después, con cada penetración de Bernabé.
Aquella mañana se pactó entre sábanas el comienzo de la relación secreta entre Antonio y Emperatriz. En algo más de once años de encuentros sexuales jamás hubo alguien de la familia que sospechara de los amantes, en gran parte, debido a la paranoia de Antonio que lo obligaba a tomar todas las medidas preventivas antes de saltar a la cama de su negra preciosa. En alguna ocasión, una amiga de Amanda le preguntó si no sentía temor de que su esposo se pudiera fijar en la bella sirvienta, a lo que la dueña de casa, convencida de cada palabra que pronunciaba, sentenció: “que Antonio se fije en Emperatriz es algo tan absurdo como que Alejandra se enamorara de Bernabé”. No sabía por ese entonces que su esposo ya había recorrido el cuerpo de la negra en largas jornadas sexuales ni alcanzaba a imaginarse la otra historia de amor interracial que se gestaba en su hogar.
Antonio no dejó rincón oscuro sin oler ni abismo profundo sin probar en el cuerpo de Emperatriz. A ella le complacía la mirada atónita de su amante cuando en las mañanas veía sus tetas hermosas cuyos pezones no eran morados, como él los había imaginado, sino cafés. La lengua muy roja de la negra y sus dientes muy blancos transgredían la inocua desnudez de Antonio y lo colmaban de sensaciones que jamás sus anteriores amantes supieron brindarle. El primer miembro blanco que probó Emperatriz le produjo al comienzo una sincera conmiseración: aun en los momentos de máxima erección de Antonio, el tamaño de su pene no alcanzaba ni la mitad de la longitud que Emperatriz acostumbrara a embutirse, pero con paciencia y su inmensa gratitud, aprendió a quererlo como era. Su ausencia de orgasmos era compensada con la devoción de Antonio que, al menos dos veces por semana, la desnudaba con la parsimonia de los amantes experimentados: siempre la atacaba por el cuello como un perro de presa, mientras le quitaba la ropa sin afanes; cuando la víctima caía al lecho, ya desnuda, sobaba con las manos todo su cuerpo perfecto como si con una lija estuviera repujando una corteza gruesa y dura de la más fina madera tropical. Antonio quería sentir la piel de su negra a toda hora, embriagarse con su aroma de sudor y vinagre. Tanto era su deseo que luego de ese primer encuentro fingió seguir enfermo una semana más en la que amó en más de quince ocasiones.
Luego de sus encuentros sexuales, Antonio pasaba el día oliéndose los dedos y el bigote incipiente donde había sido capturado todo el erotismo rosado de su amante. Días después de sus encuentros secretos, todavía le parecía sentir el aroma fuerte de su negra en las manos y en la ropa. Lo que al comienzo lo atolondraba luego empezó a preocuparle: un buen día cuando saludaba a su esposa luego de volver de la oficina, Amanda le dijo delante de Emperatriz y Bernabé: “hueles a negro, Antonio. ¡Qué asco!”. Y concluyó dirigiéndose a Emperatriz: “cuando lave la ropa del señor, por favor póngase guantes, negra desconsiderada”.
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