Los ataques racistas de Amanda no eran nuevos para nadie, hacía rato que Emperatriz se había acostumbrado a recibir mil agravios por parte de la señora y de sus hijas. Soportaba en silencio el maltrato verbal y lo sopesaba con las toneladas de amor que le brindaba Antonio. Los orgasmos de su jefe eran la cruel venganza contra los vejámenes hacia su raza. A Bernabé también le tocó lidiar con los extremos de amor y odio de la familia: desde su llegada lo trataron con la ternura con que recibían a las mascotas que habitaron en la casa, con un método conductista que celebraba sus primeras palabras y castigaba con severidad sus travesuras. Antes de su crecimiento desmesurado, Amanda se atrevió a abofetearlo un par de veces: la primera, cuando a sus siete años el negrito se cagó en el sofá de la sala; y la segunda, a los doce, cuando al ver a Alejandra en pantaloneta, Bernabé se rascó la entrepierna instintivamente.
En este enlace puede leer la historia de Bernabé desde el principio.
Ese racismo latente no era exclusivo de la casa de los Posada, la sociedad toda parecía estar contaminada por la segregación. Bernabé siempre fue llamado el negro del salón, en ocasiones el apelativo se extendía a “negro hijueputa”; este epíteto, aunque certero, generaba sus más airadas reacciones. No fueron pocas las veces en que el futuro futbolista se vio envuelto en peleas a puño limpio por la dignidad de su raza y de su madre, pero a Dios no le pareció suficiente con la discriminación diaria: además de su color de piel, indigno para sus compañeros pobres, Bernabé tuvo enormes dificultades de aprendizaje que hicieron pensar a sus profesores que tenía algún tipo de retraso mental. El propio estudiante nunca notó las dificultades que tenía para hablar, hasta que en Sexto grado su profesor de Español le recomendó unos ejercicios para afianzar el movimiento vibrante de la lengua que le permitieran pronunciar correctamente la letra erre. Como tenía por costumbre, el alumno no hizo caso. Al año siguiente Bernabé se fue del colegio para siempre y no volvería a preocuparse por su defecto fonético sino años más tarde cuando saltó del anonimato a la primera división del fútbol colombiano.
Todos los televisores de los bares de Bogotá tenían sintonizado el partido. La serie de penales pactados había terminado hacía rato, la tanda estaba empatada en goles pero el equipo local tenía un disparo más. El turno era para el desconocido Bernabé Aguilar, en cuyo pellejo se condensaban los amores y odios efímeros de medio país. Alejandra observaba con atención mientras tomaba un coctel con su novio. Sintió lástima de su acompañante, tan delgado, tan bien puesto y tan escrupuloso al compararlo con la figura estrepitosa de Bernabé que ofrecía la pantalla en primer plano. Deseó sentir una vez más esas inmensas manos apretando sus senitos blancos y extrañó las arremetidas feroces que le proporcionaba su antiguo amante. Sonrió cómplice de sí misma y cerró los ojos por dos segundos en los que recordó las mil veces que se amaron. El pitazo del árbitro la hizo aterrizar de nuevo en el estadio y fijar sus ojos en las piernas de su negro que corrían a encontrarse con el balón. Se prometió llamarlo esa misma noche. Necesitaba de su amor. Quería impregnarse de su aroma de trópico y sentir de nuevo ese dolor bonito de sus encuentros de otro mundo.
No siempre Bernabé fue consciente de sus dones. Tuvo que esperar hasta los doce años para sentir que un torrente de sangre hirviendo se condensaba en su entrepierna la mañana lejana en que vio desfilar por el patio a Alejandra en pantaloneta. La rasquiña que le produjo esa visión seráfica se hizo más insoportable en la noche y no pudo descansar hasta descubrir con una eyaculación infantil el placer de la masturbación. De ahí en adelante esperaba despierto cada noche a que su madre se durmiera para proporcionarse autosatisfacción a costa de la bella Alejandra que, a sus 15 años, ni se imaginaba las pasiones que despertaba en su hermano-mascota. Bernabé tenía una sexualidad estrepitosa pero no tuvo idea del tamaño generoso de su miembro hasta que, en una de esas noches de onanismo, la puerta cerrada cedió y vio entrar por el umbral de su cuarto a don Antonio, que se quitaba los pantaloncillos y se escabullía en puntitas de pie hasta la cama de su madre. La luna llena le permitió contemplar la erección azul del dueño de la casa y compararla con la propia. A su corta edad, le ganaba de lejos en diámetro y longitud. Emperatriz nunca fue capaz de hacer el amor con Antonio en presencia de Bernabé y esa noche no fue la excepción. Su jefe lo sabía pero unos tragos de más le hicieron creer lo contrario; por eso, al intentar meterse entre las sábanas calientes de Emperatriz, se encontró con un pie mudo en el pecho dispuesto a negarle el acceso. Algo murmuraron en la oscuridad azul y en seguida Antonio se retiró vencido. “Borracho” dijo en voz alta Emperatriz. A Bernabé no le faltaron más explicaciones para creer que había sido un lamentable equívoco. “Don Antonio jamás se metería con una negra” pensó.
Al igual que su madre, Bernabé creía en el equilibrio divino. Si bien tuvo que sufrir discriminaciones por su color, las demás características de su raza le dieron cientos de alegrías en la cancha y en la cama. Jamás salió vencido en las muchas peleas con aquellos insensatos que en medio del juego se atrevieron a increparlo ni jamás perdió un balón por falta de velocidad, altura o fortaleza. Su enorme símbolo de hombría siempre estuvo a disposición de las curiosas y en varias ocasiones se enfrentó a maratónicas proezas sexuales, dignas de ser filmadas. Incluso, en alguna noche de sus célebres excesos, una prostituta tuvo que detenerse a fotografiar su miembro erecto, el de mayor tamaño que en diez años de jornadas nocturnas había conocido.
Ni en las largas noches en vela ni en las tediosas jornadas escolares, Bernabé dejaba de pensar en Alejandra. Por esos días en que cursaba grado Sexto, su cabeza estaba tan llena de sueños irrealizables que no le quedaba un poquito de espacio en ella para aprenderse los géneros literarios ni las funciones de la célula. Romántico, como era en esos primeros desencuentros amorosos, Bernabé culpaba de todos sus males a la cruel belleza de su amada. Reprobó Sexto perdiendo todas las asignaturas a excepción de Educación Física. Los 175 centímetros de longitud, su zancada monumental y el vigor propio de su raza, lo habían convertido en una especie de deportista de alto rendimiento en el colegio. Se le medía a cualquier deporte y en todos se destacaba. Su falta de destrezas motrices era obvia y aún lo seguiría siendo ya de profesional, pero el ímpetu de su fisionomía opacaba, como siempre, sus defectos. Se distinguió en el voleibol, el atletismo y el baloncesto, pero su verdadera pasión era el fútbol. Los fines de semana acompañaba a Antonio a sus partidos aficionados y allí, en esos encuentros deportivos de ejecutivos panzones que no eran tan ricos como para jugar golf ni tan ágiles como para el tenis, fue donde tuvo su primera experiencia en cancha grande. El sábado 20 de abril de ese año una serie de coincidencias digestivas hizo que casi la mitad del equipo de fútbol de Antonio no asistiera a su habitual partido sabatino; en cambio, el equipo rival estaba completo y listo para jugar. El campeonato amateur en el que participaban estaba dirigido a mayores de edad por lo que en principio, la idea de poner a jugar al negrito de doce años que cargaba la maleta de Antonio parecía ridícula, sin embargo, el jefe de Recursos Humanos que hacía las veces de director técnico, le prestó medias, guayos y uniforme a Bernabé y lo metió a la cancha. Pactó con el árbitro un soborno insignificante y lo puso a jugar de lateral izquierdo. Ese día nadie pudo con la velocidad del negro, sus piernas recorrieron mil veces el campo por el costado izquierdo recibiendo el balón en su cancha y generando jugadas de peligro en el arco rival. La pésima conducción de balón, la equivocada recepción y los pases desproporcionados no fueron mal vistos por los deportistas de fin de semana puesto que ninguno de ellos podía hacerlo mejor.
Al siguiente sábado Bernabé llegó con guayos nuevos y una identificación falsa. Fue incluido en la planilla del equipo y hasta le dieron unos pesos al final del torneo en el que los suyos quedaron de subcampeones. No hubo ni árbitro ni jugador rival que se atrevieran a pensar que se enfrentaban a un niño porque las facciones del negrito eran tan fuertes y su musculatura tan regia que bien podía tratarse de un hombre de 20 años. Fue entonces cuando Antonio, acostumbrado a juguetear con ese niño, descubrió que Emperatriz ya tenía a un hombre que la defendiera.
En los años venideros Bernabé siguió creciendo hasta llegar a su talla definitiva: 193 cm de largo y más de 100 kilos de peso. Descomunal desde niño, su ego creció con su talla. Cuando apenas empezaba a hablar tenía altos niveles de tolerancia pero a medida que ganó volumen y pudo ocultar sus temores detrás de su apariencia titánica, su susceptibilidad fue la mejor excusa para generar grescas por donde pasaba. A los trece años ya no cabía en el cuarto del altillo con su madre. Antonio, feliz como andaba con el portentoso jugador, mandó a dormir a sus dos hijas en el cuarto grande de Alejandra y destinó la habitación más pequeña otrora de Juliana, para Bernabé. Amanda estuvo enojada por varios días por la insólita decisión de su marido pero este apeló a inteligentes argumentos para disuadirla de que había hecho lo correcto: alegaba Antonio, entre otras cosas, que Alejandra necesitaba con urgencia del ojo vigilante de su hermana que ante cualquier mal comportamiento informaría solícita a sus padres. Como la hija mayor de los Posada pasaba por una crisis terrible de rebeldía adolescente, la mamá accedió a las sabias pretensiones de su marido y pronto vio cambios significativos en su hogar: Alejandra dejó de beber en exceso y ya casi no se escapaba en las noches, Juliana empezaba a comunicarse más con sus padres y Bernabé parecía descansar mejor. Fueron días felices para todos, menos para la menor de la familia que, aunque aparentaba lo contrario, cada día cultivaba un rencor enorme hacia Bernabé por haberse apoderado de su refugio.
Juliana era una niña retraída e inteligente. Opacada por la belleza y la gracia de su hermana mayor, solía encerrarse en su antiguo cuarto a leer y a soñar. Las pocas veces que se le veía por fuera de su habitación, parecía un ser siniestro que vigilaba el actuar de todos los demás. De fuertes principios morales heredados de su abuela, sentía verdadero asco por Emperatriz y su hijo, tal era su aversión que desde que tuvo conciencia no le recibió desayuno a la negra ni permitía que ella arreglara su cuarto. Cuando llegaba del colegio, subía corriendo a su habitación y no salía sino para saludar a su mamá y recibirle un vaso de leche con galletas. Por eso le dolió tanto que la sacaran de su guarida para meter en ella a un animal que hedía a infierno, así que se prometió a sí misma, con la crueldad de sus diez años, vengarse del negro miserable en cuanto tuviera oportunidad.
Amanda tuvo días felices al ver que sus dos hijas empezaban a relacionarse mejor. Alejandra perdonó con sinceridad las muchas denuncias que en principio formulaba Juliana en su contra aunque le costó desprenderse de sus vicios; Juliana, por su parte, se volvió más alegre y comprensiva. Poco a poco, en un lapso de un año, las hermanas fueron las mejores amigas; Amanda pensaba que su hija mayor había superado ya el abuso del alcohol y las malas amistades pero se equivocaba, lo que en realidad ocurría era que su informante había dimitido: Juliana hubiera podido escribir un libro con las aventuras secretas de su hermana pero prefirió encubrirla. Alejandra, a sus 16 años ya había tenido tres parejas sexuales, muchas borracheras con vodka y una mala experiencia con la marihuana. De sus tres amantes, dos habían sido accidentes efímeros en medio de la inconsciencia de la embriaguez; el tercero, un accidente más perdurable. Del vodka aprendió que era mejor mezclado y de la marihuana, que además de ponerla a volar podía funcionar también como laxante natural. Lejos estaba Juliana de pensar que unos meses más tarde, Alejandra conocería también los efectos psicotrópicos de las drogas sintéticas y las virtudes sexuales de su vecino de cuarto.
El primer amante de Alejandra fue un alemán cuyo nombre jamás pudo pronunciar. Tal era su estado de embriaguez cuando lo conoció que lo último que recuerda del encuentro fue haberle dado un beso baboso, sin saber muy bien cómo mover la lengua ni en dónde poner sus manos. Alejandra era entonces una niña mimada que había abordado con algunas amiguitas y una mamá alcahueta un crucero por el Mediterráneo para celebrar sus quince años. La jaqueca bestial que le habían producido el sol y ese margarita prohibido que se tomó a las carreras, la obligó a quedarse en su habitación mientras toda su comitiva se desembarcaba en alguna isla griega. El insomnio la llevó a tomarse un refresco en la barra del bar pero terminó tomándose otro margarita por no despreciar al gentil y atractivo alemán que la cortejaba en un inglés bárbaro. Su ingenua picardía la llevó a besarlo sin pensar y de allí no recuerda más que haber despertado por el leve sangrado en su entrepierna que salía mezclado con un líquido más baboso que los besos que no sabía dar. Hizo un pacto de silencio con sus amigas y jamás se volvió a hablar del tema. Alejandra, sin embargo, no aprendió de la experiencia: un año después de su triste iniciación sexual, en circunstancias muy parecidas se entregó a los hermanos Felipe y Santiago Mejía en la misma noche. Felipe la utilizó y fue feliz, pero Santiago al usarla, se dio cuenta de que su belleza merecía más orgasmos, así que se esforzó en enamorarla y al conseguirlo, aseguró decenas de encuentros sexuales, muy pocos de los cuales con la consciente aprobación de su novia.
Alejandra era una niña dulce e inteligente que se destacaba en las ciencias humanas. Buena oradora, amante de la poesía y ferviente defensora de la causa animalista; costaba creer que era la misma Alejandra que acaparaba todos los deseos impúberes de sus amigos cuando se tomaba un trago y se volvía una puta en potencia. De no haber sido por Santiago, su novio por carambola y el gran beneficiado de sus excesos, el hermoso cuerpo de la adolescente hubiera sido consumido por todos los que la vieron vomitar.
Dos años después de que Bernabé hubiera visto las piernas contorneadas y blancas de Alejandra aquella mañana en que desfilaba por el patio en pantaloneta, seguía pasando noches en vela trayéndola a su memoria. No se había percatado aún que en gran medida su atracción provenía del hábito de la niña de caminar y contonearse como Emperatriz, pues inconscientemente Alejandra había aprendido las maneras tropicales de su niñera. Bernabé no entendía nada sobre el amor ni conocía las posibilidades sexuales del placer, sólo sabía que cada vez que la imaginaba desnuda su temperatura iba en aumento y sentía unas enormes ganas de apretarse los testículos. En esas andaba, como todas las noches desde hacía dos años, cuando la puerta de su habitación cedió y vio a la hermosa adolescente en el umbral. Alejandra nunca supo si fue el tamaño abrumador de la masculinidad del negro, su exasperante vigor continuo o el efecto estimulante de las anfetaminas que seguía latente es su organismo, pero esa noche, luego de dos años de coitos apagados, por fin vivenciaría el inefable significado de la palabra orgasmo, esa insoportable carga eléctrica que estallaba en cada límite de su cuerpo y que volaba por sus nervios desde los vellos de su espalda hasta el centro del alma, mil veces más potente que cualquier droga y mil veces más adictiva. Desde esa noche mágica los amantes se amaron. No hubo noche sin orgasmo ni orgasmo sin mordisco. El cuerpo del negro se llenó de feas evidencias del placer de Alejandra y, es que, para no gritar, ella no tenía más camino que aferrarse con uñas y dientes a la grandiosa humanidad de su amante. Bernabé era testarudo hasta para el sexo: podía eyacular cinco veces en una noche de amor sin sentir la imperiosa necesidad de retirarse. Su obstinación sexual, que luego lo haría famoso en los burdeles del sur de la ciudad, nunca conoció límites propios; siempre eran sus parejas agotadas las que daban por terminado el coito exagerado y debían dejar pasar un par de días antes de atreverse a abrirle las piernas de nuevo. Tres años pudo disfrutar del cuerpo tierno de Alejandra. Tres largos años de encuentros nocturnos en los que aprendió a diezmar sus acometidas, a acariciar más y a estrujar menos, a dejarse consumir y a cruzar las fronteras instintivas para probar los sabores amargos que exultaba su amada. Ya de futbolista profesional, el negro habría de extrañar las maromas mudas de aquellas noches de placer y los pactos secretos que hacía con Alejandra para que el amor que decían sentir mutuamente perdurara para siempre. Pero lo cierto es que nunca hubo amor entre los dos: eran sólo un par de gatos nocturnos cuya curiosidad sexual los llevó a descubrirse juntos.
Si Bernabé hubiera sabido que el amor que decía profesar por Alejandra iba a ser correspondido dos años después, tal vez no se hubiera desviado tanto del perfil académico que debía cumplir en su colegio. Luego de que reprobó Sexto lo volvió a cursar a los trece años y lo volvió a perder. La tercera vez que se enfrentó a los inocuos conceptos del primer año del bachillerato, por fin venía superando sus dificultades pero la fama de marica lo noqueó y tuvo que renunciar para siempre a la rutina escolar: pasó una mañana cuando ya Alejandra había sentido el dolor bonito de sus acometidas. Comentaba con orgullo sus peripecias sexuales a un grupo de nuevos compañeros cuya estatura y edad eran bastante más pequeñas que la del negro enorme de catorce años. Hablaba con soltura del tamaño de su colosal cíclope y de lo que podía hacer con él a su víctima nocturna -ese fue uno de los pocos días de su vida en que se le oyó hablar con elocuencia y largo aliento-. Las descripciones explícitas, sin embargo, fueron interpretadas como burdas exageraciones por su auditorio de niños escépticos. “Pues si no me creen, vamos al baño y les muestro” les dijo desafiante a los incrédulos. Diez minutos más tarde estaba sentado en la Rectoría de su colegio acusado por el grave delito de abuso sexual. Una profesora lo había descubierto mientras mostraba su herramienta oscura de toro semental a los atolondrados niños de diez y once años. Pese a la congruencia de testimonios y al candor que se escondía detrás de las gruesas capas de músculo de Bernabé, la gravedad de la imagen causó su expulsión inmediata del plantel. “Encima de negro, marica” escuchó decir de una de sus profesoras. El alboroto no fue grande porque lo que menos buscaba el colegio era un escándalo mediático del hecho. Se comunicaron por teléfono con Emperatriz y le informaron sobre la decisión inapelable de la expulsión de su hijo. La negra bella tuvo que hacer una pausa en la batalla erótica que sostenía a esa hora con don Antonio para entender mejor lo que pasaba:
“Debo irme don Antonio. Me dicen que expulsaron a mi negrito por marica”.
“¡Pues entonces será el primer jugador marica del fútbol colombiano!”. Le respondió alegre don Antonio.
Emperatriz se vistió tan rápido que no alcanzó a oír toda la carcajada de su amante. Se fue volando al colegio donde le ratificaron el veredicto a la luz de la evidencia. Luego de una pausa en la que la negra pensó que su hijo se le había torcido, lo tomó de la mano y le dijo con buen volumen para que todos escucharan: “el colegio no es para ti, Bernabé. Tú tienes en las piernas lo que ninguno de tus compañeros tiene en la cabeza: la gloria”.
En el camino de vuelta a la casa, Emperatriz no dejó de recriminar al pobre negro aunque en el fondo ella sabía que su hijo jamás terminaría el bachillerato. Ya antes le había comunicado a Antonio en sus mañanas de amor que en caso de que eso pasara, lo mandaría de vuelta a Tumaco para que aprendiera las artes de la pesca artesanal y se apropiara del rancho que dejaron abandonado años atrás y que ahora estaba siendo habitado por algún pariente lejano, así que las cuestiones académicas la tenían sin cuidado. Lo que sí le causó una profunda preocupación fue ratificar el temor que sentía de que su niño fuera homosexual. A los ojos de Emperatriz, no era normal que un niño de catorce años no mostrara ningún indicio de atracción por el género opuesto. Desde que doña Amanda lo había abofeteado por ver a su hija en pantaloneta, parecía que Bernabé hubiera desarrollado un temor natural hacia las mujeres. “Si tuviera hermanos mayores o un papá responsable ya lo hubiera llevado donde las putas” le dijo la mañana siguiente a don Antonio mientras su hijo aún dormía. La teoría de Emperatriz era elemental pero poderosa: creía que desde que Amanda le había pegado a Bernabé, el niño había comprendido que disfrutar de la belleza de las mujeres era incorrecto, por lo que empezó a encontrarle placer a bellezas más obtusas; de igual manera, creía que la mejor manera de enderezarlo era llevarlo a Tumaco para que allí se enamorara de una negra colosal y tuviera muchos hijos a orillas del mar sucio.
“En Tumaco no hay maricas. Esos males sólo se ven en la ciudad” dijo. Antonio era incapaz de comprender los planteamientos de su negra, le parecía inconcebible el machismo exasperante e infinitamente ingenuo de Emperatriz, sin embargo, así como ella era paciente y sumisa en la cama, él debía tolerar este tipo de arbitrariedades especulativas. En un momento de reflexión en medio de la charla, Antonio entendió que no podía dejar que la figura de su equipo de fútbol se fuera a Tumaco donde nunca más podría ganar los partidos de los sábados, por lo cual, se aventó a ofrecer una solución que satisficiera las expectativas perentorias de su amante y de su equipo. Así fue como Bernabé empezó a trabajar con don Antonio. Primero, en la misma casa cumpliendo funciones de apoyo logístico, como las llamaba el jefe del hogar, que no eran otra cosa que lavar los carros de los señores, cortar la maleza del jardín, ayudarle a su madre con los oficios domésticos y levantar pesos muertos para permitir una limpieza más profunda de la casa. Antonio aprovechaba los partidos de los sábados para hablar con Bernabé de esas cosas de hombres que Emperatriz jamás se atrevió a tocar. No encontró ningún indicio de homosexualismo en el negro, aunque admitió también que tampoco mostró preferencias contundentes por el género femenino. Bernabé era para Antonio una especie de animal poderoso cuya sexualidad permanecía dormida.
Las mañanas de amor entre Antonio y Emperatriz se redujeron: la pareja de amantes encontraba cada vez menos espacio para el sexo debido a la presencia constante de Bernabé. Esto alegró a Antonio que ya empezaba a hartarse de las curvas de la negra, las mismas que años atrás lo habían enloquecido. En las noches de insomnio, el amante reflexionaba sobre por qué su naturaleza lo empujaba a buscarse otras caricias, y llegaba a la conclusión de que era culpa del consumismo que se había metido hasta en su cama: jamás estaría satisfecho con mujer alguna porque siempre habría una nueva versión más joven, más audaz, más blanca. Anhelaba sentir de nuevo la ansiedad de la primera caricia, el dolor frío del primer encuentro sexual, la desnudez bella de una otra. Y no le importaba que esa otra fuera más gorda, más sosa o más blanca que su esposa o más negra, más alta y más voluptuosa que su amante. Sólo quería otra. Amanda creyó que su vida sexual tomaba un segundo impulso en las noches en que Antonio volvió a hacerle el amor con rabia sin imaginarse que su cuerpo era sólo un recipiente en el que su esposo liberaba el deseo recogido durante el día y que se iba acumulando con poco: un hombro destapado de alguna amiga de Alejandra que llegaba a visitarla a la casa, las piernas largas y extremadamente flacas de su nueva secretaria, la mirada pícara de la mesera en donde solía almorzar… Tal era el deseo de penetrar otra cosa que con la excusa de convertir en hombre a Bernabé, ambos se fueron una noche a comprar sexo.
Hacía casi una década que Antonio no había vuelto a esos antros en los que amaneció decenas de veces, pero la urgencia era tal que no consideró otras opciones más limpias. Cuando llegaron al lugar llamado Las Violetas, se escuchó de adentro una voz muy aguda que iba saliendo de la sombra para convertirse en una mujercita diminuta y delgada. Mientras la putica acariciaba alternamente a los dos hombres insinuaba las porquerías que estaba dispuesta a hacer por muy poco dinero.»60.000 por los cinco servicios», decía. Antonio no tuvo que pensarlo dos veces y se la llevó a una de las piezas ubicada en un segundo piso artesanal. Las escaleras de madera chirreaban con cada paso de la pareja que subía y el sonido llegaba limpio hasta el umbral por encima de la música. Ya iban entrando a la habitación cuando un grito alegre se escuchó en todo el lugar. La música se detuvo, las puertas de las demás habitaciones se abrieron y todos los presentes pusieron los ojos en la puta que había producido aquel alarido. Era una gorda enmallada que tocaba en ese instante el bulto de Bernabé. Al palparlo de nuevo para ratificar su diagnóstico, volvió a aullar como una loba y complementó su onomatopeya diciendo: “este negro está para los Guiness”.
Bernabé no se había movido del umbral donde lo dejó Antonio. Mientras la puta lo palpaba se preguntaba cuáles serían esos cinco servicios si el sólo conocía uno. Con el alboroto se habían acercado otras putas desocupadas a contemplar el descubrimiento mientras las demás habían vuelto a sus rutinas. Las muchas manos que hurgaban curiosas le produjeron al negro una sensación de asco y remordimiento que lo obligó a salir de allí para refugiarse en la noche que ocultaba su llanto. Dos horas tuvo que esperar hasta que volvió a ver al mecenas que venía a su encuentro algo embriagado pero con una sonrisa lúcida y un rubor que delataba sus orgasmos. Antonio se quedó observando la imagen de ese negro corpulento, enfadado y maricón que lo esperaba frente a su camioneta y se le ocurrió una nueva manera de emplearlo. Al día siguiente, el jefe de la casa anunció en el almuerzo familiar que desde ese momento en adelante Bernabé, que ya era todo un hombre, sería su guardaespaldas particular. En la tarde fue a comprarle un par de vestidos de paño y por el camino le explicó largamente las nuevas funciones del que ya era catalogado oficialmente como marica. El negro aceptó porque no tenía posibilidad de negarse a las solicitudes de su bienhechor, así que escuchaba atento para aprender pronto el nuevo oficio.
Bernabé Aguilar, a sus catorce años, era escolta del papá de su amante. Como Antonio no estaba dispuesto ni a enseñarle a manejar ni a permitirle practicar en su camioneta, el negro, más que escolta, trabajaba como acompañante inútil. Debía salir con don Antonio cada mañana hasta su oficina sentándose como su copiloto; abrirle la puerta del carro al llegar a su trabajo, darle su maletín, esperar unos minutos a que ingresara al edificio en postura militar, pedirle al cuidandero del parqueadero que se llevara la camioneta al lugar asignado y devolverse en bus a la casa. En las tardes debía llegar con el suficiente tiempo para pedirle de nuevo al cuidandero del segundo turno que le llevara la camioneta al frente del edificio, esperar a verlo salir, abrirle la puerta del carro con maneras mal aprendidas, recibir su maletín y sentarse como copiloto en el camino de vuelta. Los fines de semana hacía básicamente lo mismo con las mujeres del hogar. Los viernes en la noche era el turno de Alejandra: ella pedía prestado el carro de su mamá y se iba con Bernabé como guardaespaldas. En algunas ocasiones llegaba a los bares a tomarse unos tragos con sus amigas mientras el negro la esperaba adormilado en la camioneta, pero casi siempre se lo llevaba a algún motel y pasaban toda la noche amándose y escupiendo los gemidos reprimidos de la semana. Los domingos era el turno de Amanda: se lo llevaba a hacer mercado y lo hacía caminar siempre a dos pasos de distancia, le enseñó al pobre escolta a sospechar de todo el mundo y a mirar instintivamente para todas partes con la paranoia propia de su nueva profesión. En alguna ocasión, los delirios infantiles de Bernabé lo llevaron a probar antes que su señora una muestra gratis del nuevo jamón del mercado para evitar un posible complot de envenenamiento. La situación, que a los ojos de Juliana y los demás clientes era ridícula, fue interpretada por Amanda como una clara muestra de lealtad.
Cuando los amigos de Antonio lo veían llegar con Bernabé a los partidos de fútbol de los sábados, no podían evitar burlarse del negro de maneras aprendidas y del blanco arribista que simulaba estatus en su comedia cotidiana.
Tres años se desempeñó Bernabé como guardaespaldas de los Posada. Nunca recibió salario por sus labores pero tenía techo y comida garantizados. Con eso le bastaba al negro de necesidades elementales. En esos tres largos años las cosas habían cambiado en la casa: Amanda y Antonio seguían juntos por el bienestar de sus hijas aunque el amor se había extinguido hacía mucho: una semana después de que Antonio estuvo donde Las Violetas, desarrolló un feo salpullido genital que pudo curarse en pocos días, pero tuvo la mala fortuna de ser descubierto por Amanda untándose ungüentos en el baño; desde entonces, jamás volvieron a tener relaciones sexuales. Emperatriz, en cambio, seguía recibiéndolo en su habitación cada vez que a él se le antojaba pero podían pasar semanas en las que Antonio no daba señales de desearla. Alejandra se acostaba con Bernabé cada vez que quería pero, al igual que su padre, por momentos sentía la urgencia de descubrir nuevas caricias y se las buscaba en la casa de sus amigos o en algunas fiestas privadas en que decidía ir sin su escolta. Bernabé seguía enamorado de Alejandra y soñaba con permanecer a su lado por el resto de su vida. Su doble papel de amante y protector de blancos, su herramienta enorme y el temor que producía cuando acechaba en las calles, fueron factores que aumentaron considerablemente su ego. Había querido tatuarse los brazos y usar cadenas de oro al mejor estilo de los cantantes caribeños de moda, soñaba con manejar la camioneta de su patrón y hacerle el amor a Alejandra en el comedor de la casa, pero había aprendido a reprimir sus deseos y a desfogar su insatisfacción en el fútbol sabatino y en las peleas en las que se enfrascaba por sobreproteger a los Posada.
Todas las actuaciones de Bernabé, desde su interacción con la familia hasta sus funciones de escolta, eran instintivas, emocionales; en varias ocasiones durante esos tres años, se había bajado de su silla de eterno copiloto y había roto la cara de quien se atreviera a cerrarles el paso en la vía o a pitar más de la cuenta por una infracción descarada. Bernabé era un niño enorme y carecía de cualquier sentido crítico hacia los Posada: nunca sospechó que Alejandra amara a otros, ni siquiera cuando era el segundo amante de la noche; tampoco descubrió el romance de su madre con Antonio ni se atrevió jamás a decir que no a las solicitudes de la familia. Odiaba lo mismo que odiaban en la casa y creía en lo mismo que creían en la casa. Era curioso escuchar las defensas que hacía el tumaqueño del neoliberalismo económico y de la inmaculada concepción de la Virgen María, aun cuando no conocía nada en absoluto ni de lo uno ni de lo otro.
***
Todos en la casa parecían tranquilos con las adaptaciones sutiles que la vida les imponía. Todos menos Emperatriz que ante las negativas de su hijo por conocer mujer alguna, sufría en silencio de su homosexualidad latente. Sin que nadie se enterara, la negra solía buscar asesoría especializada para contrarrestar las mañas de su hijo. Visitó chamanes, brujas y adivinos en el centro de la ciudad, preparó menjurjes que le daba de tomar y lo hizo bañarse con yerbas santas. Nada funcionó. Su negrito no daba indicios de querer a las mujeres…
Muchas gracias por su lectura y sus comentarios.
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