Todos en la casa parecían tranquilos con las adaptaciones sutiles que la vida les imponía. Todos menos Emperatriz que ante las negativas de su hijo por conocer mujer alguna, sufría en silencio de su homosexualidad latente. Sin que nadie se enterara, la negra solía buscar asesoría especializada para contrarrestar las mañas de su hijo. Visitó chamanes, brujas y adivinos en el centro de la ciudad, preparó menjurjes que le daba de tomar y lo hizo bañarse con yerbas santas. Nada funcionó. Su negrito no daba indicios de querer a las mujeres.

Aquí puede leer la historia de Bernabé desde el principio.

Cuando ya la resignación de tener un hijo marica la había vencido, Bernabé se le apareció en la cocina con la misma cara con que se aparecía cuando de niño había roto un florero. En principio, Emperatriz pensó que había venido solo pero detrás de la figura inmensa del negro salió como de un sombrero la bella Alejandra, una conejita asustadiza que mientras miraba al suelo y se mordía los labios buscó encontrar con su mano blanca la mano derecha de su amante, que estaba empapada de un sudor helado. Entonces la adolescente pronunció la frase inverosímil con una vocecita temblorosa que no parecía la propia: “Emperatriz” dijo, “estoy embarazada”. La negra permaneció unos largos segundos atónita, un leve mareo le hizo pensar que se iba a desmayar. Intentó aparentar consternación pero en su cara asomaban muecas de sonrisa que difícilmente controlaba: la noticia era la venganza china que los Posada habían esquivado en quince años de malos tratos. Tanta era la felicidad que experimentaba en esos momentos Emperatriz, que no escuchó lo que empezaba a decir Bernabé, quien tuvo que repetir en tres oportunidades su discurso aprendido, todas en vano porque la mente de la negra no lograba asimilar sus palabras. Lo escuchaba sin oírlo, asentía sin comprender la madeja de excusas que pensaban usar los amantes para que Alejandra consiguiera parir. Mientras la adolescente hablaba, porque ahora ella tomaba la palabra, Emperatriz auguraba en su mente  que su nieto tendría un lindo color chocolate; no sabía nada de genética, pero creía que si Dios había permitido esa unión innoble tendría también que respaldar la venida al mundo de un nieto negrito. Se imaginaba la cara de Amanda cuando escuchara la noticia, buscaba en su mente los adjetivos adecuados para disimular pesadumbre ante un embarazo injustificable, se proyectaba a sí misma sentada en la sala de la casa dándole cantaleta a su hijo por haber quebrantado las inflexibles leyes familiares que le prohibían dirigirle la palabra a Alejandra. Si en toda su triste existencia la negra hubiera tenido que escoger un momento de plena felicidad, hubiera sido ese, sin lugar a dudas. El rencor por los años de vejámenes contra su raza y su condición se arremolinaron de pronto en un llanto lindo de reina de belleza. Los adolescentes enamorados no dejaron de excusarse por un segundo sin sospechar que ni una sola de las palabras pronunciadas había sido asimilada por la futura abuela. Emperatriz se abalanzó contra el único en la casa que era más alto que ella, lo abrazó con todas las fuerzas que tuvo en el momento y gritó jubilosa mirando a las habitaciones del segundo piso: “¡seremos familia, hijueputas!”.

Los dueños de casa no estaban, pero el alboroto que provenía de la cocina alertó a Juliana que a esa hora miraba dos pajaritos amarillos que revoloteaban cerca de su ventana. La desconcertó el grito de la negra y al no comprenderlo ni concebir conexiones de lo que decía con su realidad, le devolvió el insulto sólo por provocarla: “hijueputa usted, negra malparida”. Acto seguido, Emperatriz miró de nuevo al cielo, sonrió como si lloviera alegría y elevó los brazos en acto de humildad con sus santos, sintió entonces que sus piernas se le quebraban y desfalleció en el piso de porcelana.

Mientras el negrito le pegaba suaves cachetadas a su mamá para que reaccionara, Alejandra se arrepintió de haberles comunicado semejante noticia. Siempre le pasaba lo mismo. Por impulsiva se había entregado a varios amantes indignos y por impulsiva se había ganado no pocos problemas en la universidad y en su familia. La misma sensibilidad que forjaba su carácter para rescatar cachorritos abandonados o para protestar frente a la plaza de toros, también le generaba una propensión a expresarse que se manifestaba en los momentos más inoportunos. Recordó el último problema que tuvo al respecto cuando entregó un ensayo en la universidad en el que atacaba despiadadamente a los críticos literarios comparando sus aparatos críticos con artes adivinatorias como el tarot o la quiromancia, lo que le valió la reprobación de la asignatura. Se dijo a sí misma que no había aprendido nada. El hermetismo no era su mayor virtud y temía que tarde o temprano fuera su propia boca la que denunciara su embarazo a la familia y echara a perder la estrategia que la mente corta de Bernabé empezaba a planear. Ya era tarde. Ya estaba en manos de la familia Aguilar y debía actuar en consecuencia tratando de controlar los impulsos de felicidad plena que la hacían hablar de más y sus momentos de depresión profunda que enjuagaban su almohada con lágrimas.

Su relación con Bernabé era tan variable como su estado de ánimo: en ocasiones, se levantaba optimista y enamorada y estaba dispuesta a enfrentarse al mundo por defender su amor, pero había mañanas en que la estupidez de su amante, sumada a la torpeza de sus maneras y su nula proyección profesional se combinaban para atestarle una bofetada. A sus veinte años, Alejandra creía haber llegado a un punto de no retorno y ahora sólo podía esperar.

Esa noche los amantes volvieron a reunirse con Emperatriz en una cafetería cercana que Bernabé calificó como una “zona limpia”. El negro le comentó a su madre el plan que había diseñado para que Alejandra pudiera tener a su bebé sin retaliaciones familiares y muy al contrario de lo esperado, Emperatriz estuvo de acuerdo. La estrategia era elemental y carecía de cualquier logística: consistía en que Alejandra se fuera a Tumaco a pasar los meses de gestación y a parir a su hijo a orillas del mar sucio. Allá la recibirían como a una extranjera y tendría todas las comodidades que puede ofrecer una casa de cañabrava de baños oceánicos. A su regreso, con el bebé en brazos, los abuelos maternos perdonarían el desliz y no tendrían más opción que recibir a madre e hijo con los brazos abiertos. Mientras Alejandra veía crecer su barriga en Tumaco, Bernabé se acercaría mucho más a su suegro y empezaría a mostrar renovado interés por los negocios familiares. Con la convicción del negro y su fuerza laboral, a Antonio no le quedaría la menor duda de que Bernabé podría ser un gran padre y un yerno aceptable… Los negros soñaban hablando de esta manera y Alejandra los escuchaba estupefacta: no podía creer que una mujer con los años de Emperatriz y un hombre dedicado a la seguridad de una familia pudieran tejer telarañas tan débiles. Pensaba que tal vez la alegría de tener descendencia con abolengo les había quemado las pocas neuronas que habían traído del trópico. Los sintió egoístas, convenientes y sobre todo, infinitamente estúpidos. La idea en sí misma no le pareció tan descabellada, pero la falta de coartadas y de presupuesto era una afrenta a su sentido común. Salió llorando de la cafetería, cogió un taxi y llegó a su casa con todavía más angustias que con las que había salido. Esa noche Bernabé estuvo esperándola en su habitación con la puerta entreabierta, como siempre, pero Alejandra no lo visitó. Y no volvería a visitarlo nunca más.

Bernabé se preguntaba melodramático en qué había fallado. Fueron largos días en los que Alejandra esquivaba las miradas de los negros y llegaba en las noches a encerrarse al cuarto que compartía con Juliana. El escolta de los Posada escribía notas con trazos infantiles que metía por debajo de su puerta en las horas de la madrugada en que ella solía visitarlo, pero Alejandra nunca las respondió dolida como estaba con la estupidez de su amante. Pasaron así trece largos días de comunicación nula hasta que una mañana Alejandra llegó temprano a la casa y encontró a madre e hijo divagando en la cocina sobre el estrés del embarazo. La adolescente tenía en su mirada un aire de tranquilidad muy diferente al que tuvo la última vez que se reunieron los tres. Se veía hermosa con una trenza diagonal que desnudaba su cuello por el perfil izquierdo y le iluminaba el rostro limpio. Al verla caminar a su encuentro, Bernabé fue consciente por primera vez de lo mucho que se parecía esa mujer blanca de veinte años a Emperatriz: tenían el mismo contoneo mágico al caminar, igual ángulo de elevación de la quijada, soberbio y elegante, y la misma sonrisa ladeada que no podía representar otra cosa que la certeza de una belleza abrumadora.

“Ya tengo todo listo”, dijo por fin Alejandra entrando en la cocina. “Lo haremos como ustedes quieren y si todo sale bien, en dos semanas me voy”. Los negros se miraron desconcertados. Hacía instantes Bernabé había renunciado con gallardía infantil a volver siquiera a pensar en su amante indiferente y ahora venía ella como si nada a darles una aprobación inesperada.

Alejandra efectivamente ya lo tenía todo listo: en sus manos traía unos pasajes de ida y vuelta a Boston, que había conseguido gracias a las largas cantaletas nocturnas que Amanda le había dado a Antonio. Según creían sus padres, se iría un par de meses a perfeccionar su inglés en una reconocida escuela internacional, regalo prometido desde la graduación del colegio que se había venido aplazando por diferentes razones. Contaba con dinero de sobra para su manutención en Tumaco y sólo faltaba que Emperatriz llamara a Prudencia, una de sus hermanas, para avisarle del viaje inminente. “Confío en que cuando me vean de vuelta con el bebé me comprendan y me perdonen tantas mentiras” dijo Alejandra resignada.

“Claro que sí, niña Alejandra. Un nieto es una bendición” sentenció Emperatriz.

Alejandra estaba dispuesta a llevar a cabo el plan casi como se los había descrito pero mintió en una parte fundamental y eso le quemaba las entrañas: no pretendía regresar con su bebé, sino que lo iba a dejar con la familia de los abuelos maternos en Tumaco. Allí crecería como tal vez debió crecer Bernabé: pescando para comer, cagando en un mar sucio y contrabandeando con lo que se pudiera. Era una vida triste la que le esperaba a su hijo y esto la hacía llorar con desconsuelo, pero era abandonarlo en el Pacífico y continuar con la universidad o amarrarse a la infelicidad por el resto de su vida. Fueron días grises para Alejandra que con casi tres meses de embarazo mentía con diligencia tanto a sus padres como a sus empleados.

En el hermetismo absoluto, la futura literata había enviado una carta a la Facultad de Literatura de la universidad en la que solicitaba aplazamiento del siguiente semestre por razones familiares y había asistido a todos los controles que un embarazo sano merecía. El feto estaba bien, más grande de lo normal pero aún insignificante. La experiencia del médico le permitió aseverar que sería un niño, aunque los cinco centímetros de su cuerpecito eran aún tan insignificantes que bien podía equivocarse. Alejandra disimulaba con ropas holgadas el ensanchamiento de sus caderas y la forma ligeramente hinchada de su abdomen y a pocos días de partir para Tumaco se sentía cada vez más cerca del escape y de la redención. Había analizado en largas noches de insomnio la manera de enfrentar a Bernabé y a Emperatriz cuando llegara sin su hijo y tuviera que confesar que lo había dejado abandonado y, sin haber encontrado la manera más decente de hacerlo, la entristecía imaginar que su familia estaría de acuerdo con su decisión.

La noche antes del viaje Amanda subió al cuarto de las hermanas y sorprendió a Alejandra empacando su maleta. Mirando a su hija mayor desde el umbral, la mamá se dio cuenta de que la belleza de su hija ya no era infantil. “Ya eres toda una mujer” le dijo mientras se sentaba junto a ella en la cama desparramada de ropa de verano. “Cuando estés sola en Boston, pórtate como la dama que eres” complementó Amanda sin poder contener un llanto desesperante.

“No soy una dama, soy una puta descorazonada” pensaba Alejandra mientras sus lágrimas también se desgajaban: “voy a estar bien”. Atinó a decir.

En la mañana del viaje todos madrugaron. Emperatriz le ofreció un suculento desayuno de despedida a Alejandra y le guiñó el ojo al ponérselo sobre la mesa. Bernabé estaba listo frente a la camioneta esperando a la comitiva de despedida, ya había empacado el equipaje de su amada y se había tomado la licencia de meterle en uno de los bolsillos de la maleta una larga carta de amor que a sus 17 años le pareció tierna pero a los ojos del mundo era irrisoria. Cuando todos se habían reunido en la mesa y empezaban a comer, la menor de la familia se asomó a la puerta y le pidió a Bernabé que entrara unos segundos, quizás para pedirle un favor. De tres zancadas el negro se reunió con los demás. Llegó justo en el momento en que Juliana, lúgubre por costumbre, se disponía a repartir unas notas de trazos infantiles a sus padres. Bernabé reconoció en esos garabatos su letra y sintió un vacío en el estómago que por poco libera sus intestinos. Juliana sonrió con sorna y mirando a los ojos del negro compungido dijo: “mamá, este negro malparido embarazó a Alejandra”. Antonio dirigió su mirada instintivamente a Emperatriz quien hizo un gesto de verificación. Amanda se llevó la mano a la boca mientras sus ojos se inyectaban de sangre…

Esa mañana no hubo viaje. Veinte minutos después de la noticia, Bernabé empacaba sus cosas. Podía oír en el cuarto contiguo el llanto de Alejandra. Le dolía el estómago y le temblaban las piernas, su pómulo derecho ya no sangraba pero ahora comenzaba a inflamarse. No le importó, como tampoco le importó lo que hubiera pasado con Juliana luego de que la golpeó con su mano enorme. Lo único que deseaba Bernabé en ese momento era que Alejandra abriera por fin esa puerta y le permitiera abrazarla, sentir de nuevo su aroma, enjugar sus lágrimas y quizás pedir perdón, si acaso eso sirviera de algo.

Juliana había quedado medio inconsciente y manaba sangre por boca y nariz luego de un golpe seco que le había atestado Bernabé. Amanda les exigió a los negros que se fueran antes de volver con la policía, pero sus amenazas perdieron brillo por los afanes, porque junto con Antonio, tuvo que llevar a su hija menor al hospital. Alejandra subió a encerrarse en su cuarto y no salió sino hasta bien entrada la tarde, horas después de que los negros se fueran. Emperatriz metió todas sus pertenencias en dos cajas de cartón y una maleta viajera que en último momento decidió robarse. Salieron de la casa con unos pocos pesos que había guardado y con algunos objetos de valor que ya entrada en gastos, la negra robó también. Caminaron hacia el sur en busca de un lugar para pasar la noche, que se demoraría varias horas en caer.

***

El biotipo de Bernabé Aguilar le había abierto las puertas del fútbol. Cuando entró a trabajar en la empresa de mensajería lo primero que le preguntó su jefe inmediato fue si jugaba fútbol. Tenían un equipo respetable en los campeonatos aficionados de Bogotá y necesitaban un defensa central que no dejara pasar nada. Bernabé, que ya conocía el nivel del equipo de su nuevo trabajo se emocionó con la idea de poder jugar por fin con un equipo serio y aceptó sin reparos, aunque admitió que jamás había jugado en esa posición. Ese mismo domingo estaba en la cancha con la plantilla titular.

Entre semana, Bernabé tenía que recorrer a pie o en bicicleta un área de cinco kilómetros entregando publicidad, recibos de servicios públicos y periódicos. No era lo que esperaba cuando se acercó a la empresa buscando la vacante de jefe de seguridad pero era mucho más de lo que cualquiera con los atuendos raídos del negro podía esperar. “¿Por qué quiere trabajar con nosotros?” le preguntaron en la primera ronda de entrevistas, a lo que el negro respondió sin dudar: “Porque quiero jugar en el equipo de fútbol de la empresa”. Quien le hizo la pregunta era Julio González, jefe de personal y director técnico aficionado. Al analizar su hoja de vida no pudo evitar sentir conmiseración por ese negro gigante y estúpido que creía poder ser jefe de seguridad sin siquiera haber terminado su bachillerato. Le ofreció entonces un empleo raso por el que se ganaría el salario mínimo y le prometió a su vez que le daría una oportunidad en el equipo de la empresa. A Bernabé, sus tres años como escolta de la familia Posada no le habían dejado ningún aprendizaje práctico; al ser cuestionado sin piedad tuvo que admitir que desconocía de manejo de armas, esquemas de seguridad y defensa personal, por lo que tuvo que cambiar de perfil. “Todo sea por el fútbol” le respondió a Julio mientras le apretaba la mano.

Emperatriz y Bernabé vivían en una pequeña pieza en el suroccidente de la ciudad. Mientras el hijo se desplazaba por el gran territorio que tenía que cubrir a diario, la madre buscaba empleo desesperada pero, pese a sus años de experiencia en el servicio doméstico, no contó con la suerte de su hijo y le fueron cerradas todas las puertas de trabajo digno; así que viéndose paupérrima y con una belleza que aún no se agotaba, volvió al viejo vicio de la prostitución. La primera vez que tuvo que vender su cuerpo fue con don Álvaro, el dueño de la casa donde se alojaban. Como ya no había dinero y a Bernabé le demoraban aún tres semanas más su sueldo insignificante, Emperatriz tuvo que pagar con sexo. A sus 35 años, seguía siendo una negra hermosa y en la cama sabía preparar banquetes más deliciosos que en la cocina, por eso no le costó conseguirse los primeros clientes y fidelizarlos con su buen servicio. En pocas semanas, la negra pasó de acostarse regularmente con Álvaro a recibir visitas de varios hombres del barrio. Cuando los negros llegaron a la casa grande que había sido adaptada para ofrecer posada en diez minúsculas piezas a desplazados, solitarios y prostitutas, se pensó que eran pareja y no madre e hijo, pero cuando la negra aclaró la situación, don Álvaro fue el primero en desearla. A él no le gustaba en absoluto que usaran sus piezas para la prostitución, y así lo había manifestado a las demás putas fofas que por temporadas habitaban la casa, pero con la negrota tuvo a bien hacer una excepción e incluso convidó a sus amigos para que conocieran las bondades del Pacífico.

El dinero no volvió a faltar. Los gastos de alojamiento eran mínimos y los de alimentación y transporte eran sorteados con holgura. Bernabé nunca hizo cuentas ni se preocupó por el presupuesto como nunca lo había hecho en la vida. Él sólo sabía caminar (renunció a la bicicleta porque se cayó un par de veces), entregar cartas y jugar fútbol. Aunque su mamá le administraba el sueldo pronto pudo darse algunos lujos humildes, como comprarse un buen par de guayos y pagarle a una vecina para tener sexo con ella: se llamaba Jessica y tenía veinte años, la misma edad de Alejandra. Vivía en la pieza de al lado con sus dos hijos pequeños y cada noche salía a buscarse con su cuerpo lo de comer del día siguiente. Se había cruzado con el negro en un par de ocasiones y le parecía atractivo, así que en el tercer encuentro le propuso una tarifa especial que Bernabé no pudo rechazar. Se lo llevó a su cuarto pese a la advertencia de don Álvaro y se amaron de pie mientras los niños dormían. Esa noche Bernabé comprendió que había vida después de Alejandra; Jessica, en cambio, quedó tan exhausta que supo que debía negarle una segunda promoción so pena de incumplir sus metas de trabajo diarias.

En ocasiones, Emperatriz le cuidaba los niños a Jessica por unas monedas, de tal manera que pudieron trabar una amistad que le permitió a la negra aprender más del negocio, incluir servicios nuevos, hacer promociones y encontrar clientes de una manera más fácil. Todo lo anterior a espaldas de Bernabé quien ya cumplía dos meses en la empresa de mensajería y empezaba a cogerle gusto a las prostitutas de la posada. Si el negrito mensajero no tenía mayores compromisos económicos anteriormente, ahora se veía corto con las mesadas para cubrir sus caprichos sexuales. La profesión secreta de su madre era una bomba de tiempo que estallaría en cualquier momento para una mente audaz que pudiera conectar algunos cabos sueltos, pero en Bernabé la duda jamás cuajó.

Los fines de semana el mensajero se dedicaba al fútbol: los sábados entrenaba desde temprano y en las tardes tonificaba sus músculos en el gimnasio que le pagaba el equipo. Los domingos jugaba sobre el mediodía. El equipo de Bernabé era uno de los más reconocidos en el círculo bogotano con más de cincuenta años de participación en los campeonatos aficionados de Bogotá. Bernabé hacía bien su trabajo de defensa, sin embargo era torpe en el dominio del balón por eso apenas lo veía no podía hacer más que rechazarlo. Y para eso lo tenían: para ganar los balones aéreos, para meter el cuerpo y apoderarse de la posición del rival y para botar el balón tan fuerte como pudiera. La presencia de Bernabé causaba respeto en el contrario. Sus casi dos metros de estatura lo volvieron el amo del área y no había delantero que se atreviera a ganarle en velocidad o en gambeta sin chocar con su lomo recio.

Ese año el equipo fue protagonista durante todo el torneo y se encontraba a una sola victoria para conquistar el cupo en la segunda división del fútbol colombiano. Por una triste coincidencia de la vida, una tarde de noviembre Bernabé conoció la gloria: el partido se encontraba empatado a dos goles, uno de ellos anotado a causa de la desconcentración del negro que por entonces no había aprendido a salir en línea con la defensa para configurar un fuera de lugar salvador. El equipo rival se había replegado en su propia área y sólo esperaba el pitazo final para replantear su juego en el alargue. Con el tiempo ya cumplido, la última jugada del encuentro fue un tiro de esquina. Nadie vio venir al negro monumental que se levantó en el aire generando una sombra que abarcaba casi todo el arco. Cuando empalmó el balón con su cabeza dura y hueca, el negro cerró los ojos en un acto reflejo y no pudo ver la mágica trayectoria que la pelota hizo hacia el arco.

Gol. Bernabé Aguilar había anotado el gol más importante en la historia del equipo que pasaba así del anonimato del fútbol aficionado a la segunda liga más importante de Colombia. Cuando se levantó y vio que el balón se había colado por un ángulo de la portería, el negro miró al cielo y sonrió como si lloviera alegría, elevó los brazos en acto de humildad, sintió entonces que sus piernas se le quebraban y desfalleció en el pasto seco.

***

El golpe animal que recibió Juliana aquella mañana en que puso en evidencia a su hermana, le había despertado con brusquedad el remordimiento. Mientras los días subsecuentes discurrieron en curaciones, tratamientos odontológicos y terapia sicológica para la menor de la familia, la hija mayor permanecía en el hermetismo. Encerrada, como su hermana en otros tiempos, Alejandra pensaba con frecuencia en la muerte. De la mano de Miguel Hernández, la poesía era para ella la única ruta de escape a su dolor. “Hoy estoy para penas solamente”, declamaba melodramática con cada amanecer, “cortar este dolor ¿con qué tijeras?” terminaba diciendo ya empapada en llanto. Y sin saber muy bien la raíz de su dolor, lo cierto era que lo sentía vivo como el fuego en acero. No amaba a Bernabé, aunque el poema dijera lo contrario, de eso se había convencido quizás antes del escándalo; no era por él por quien sufría sino acaso por ella misma que veía crecer en el espejo una barriga que detestaba. Juliana seguía compartiendo el cuarto con Alejandra porque jamás quiso devolverse a su antigua habitación por el fuerte olor a azufre que decía sentir allí, pero en ocasiones, hubiera preferido soportar el hedor eterno del negro que el llanto nocturno de su hermana. Ninguna de las dos podía conciliar el sueño por esos días y sin embargo el silencio siempre las acompañó. Juliana sabía bien que sería en vano cualquier intento de conmiseración hacia Alejandra así que evitaba cualquier gesto piadoso sustituyéndolo por el cruel placer de mirarse en el espejo para ver su tabique torcido y su diente de porcelana. “Justicia divina” pensaba al descubrir en el reflejo su maldad infantil.

Amanda estaba devastada. En su mente se anidaba la idea del aborto pero no sabía cómo convencer a su hija para que se lo practicara si además de las concepciones morales de Alejandra, estrictas en este plano, hacía casi un mes que no le dirigía la palabra. Con su marido la situación también era tensa: Antonio había encontrado una nueva aventura otoñal y pasaba por la casa de su amante todas las mañanas para hacerle el amor antes de ir a trabajar. En las tardes volvía a encontrarse con ella para charlar de lo innombrable y de ese modo hacer catarsis hasta la noche. Veían películas, salían a caminar y a veces se amaban de nuevo  antes de que Antonio tuviera que volver a su casa, que ya no llamaba hogar.

En la casa se hablaba de la golpiza que recibió Juliana y de futuras demandas contra Bernabé que jamás se llevaron a cabo, pero el tema del embarazo de Alejandra y su pena de amor estaba prohibido. Ni siquiera en la cama en la que sólo dormían, los esposos tocaban el asunto. Cuando Amanda insinuó su idea del aborto la misma noche de los hechos, Antonio se limitó a decir: “conmigo no cuentes, mujer. Voy a querer a mi nieto como a un hijo más, así nazca negrito”. Y no se volvió a hablar del tema. Sin embargo la barriga crecía y Amanda sabía que debía enfrentar el problema lo antes posible, así que con su determinación característica, una tarde ingresó al cuarto de las hermanas y le dijo a la mayor: “prepárate. Nos vamos a abortar”.

Alejandra llevaba un mes esperando la invitación. Sabía de sobra que su madre era una mujer de principios y que jamás le permitiría tener un hijo de un negro que, a su vez, era hijo de una sirvienta. Lejos del idilio de antiguas noches mágicas de amor y de proyectos, Alejandra había comprendido por sí misma la impertinencia de su maternidad. En un instante de epifanía había descubierto que tal vez la muerte prematura de su bebé podía evitarle toda una vida de discriminación y odios que ella misma sería capaz de brindarle a su hijo cuando el oficio de madre la aburriera. Además, estaban sus proyectos universitarios y editoriales que si bien no serían imposibles de realizar, sí se afectarían en gran medida con un hijo. Al contrario de lo corriente, el embarazo no había germinado en ella la semilla de la abnegación sino un temor infinito por perder su independencia, su belleza y su juventud. Así que habiendo pasado diez minutos, Amanda fue a buscarla y la encontró dispuesta para el sacrificio.

Era la primera vez que Alejandra salía de su casa luego de la partida de Bernabé y extrañó su presencia en la camioneta grande. El recorrido de su casa a Teusaquillo duró no más de veinte minutos pues el tráfico fluía como no era costumbre, como si una fuerza divina aprobara su decisión. La clínica clandestina, disfrazada de centro de planificación familiar, parecía a todas luces una entidad médica de calidad, lo que generó confianza inmediata en las victimarias. Había enfermeras, altavoces que eventualmente urgían por asignar turnos y llamar a pacientes, largos pasillos blancos y una cómoda sala de espera. Amanda se encargó del papeleo mientras Alejandra se sentó a esperar su llamado exhibiendo sin vergüenza una barriguita incipiente que auguraba un delito atroz. Las demás pacientes murmuraban con complicidad el buen criterio que habían tenido ellas de tomar una decisión sabia a tiempo, no como esta pobre adolescente a la que le destrozarían las entrañas por deshacerse de un error que se aferraba a la vida. Alejandra miraba sin oírlas ensimismada como estaba en medio de su resignación dolorosa. Según le habían explicado a Amanda, el método de aborto más seguro para su hija era el curetaje por succión, que requería de anestesia local y era ambulatorio. En una hora estarían en su casa habiendo dejado los pedacitos de chocolate en una bolsa roja rotulada como “riesgo biológico”.

 En la camilla, Alejandra abrió sus piernas para un tacto preliminar muy distinto a los que acostumbraba a sentir por mano propia o por ajena. Sintió unos dedos fríos y aceitosos que le hurgaron su intimidad y luego un tubo alargado que se coló en el fondo, donde sólo la había tocado Bernabé. Pasaron unos segundos y entonces ya no sintió más que los sonidos de la intervención. Alejandra miraba al techo blanco de lámparas con luces inofensivas; las lágrimas se deslizaban por sus sienes y se empozaban en los surcos de las orejas. Primero escuchó la succión de un líquido que imaginó espeso que se alternaba con breves intervalos de un sonido hueco que parecía producir eco en su vientre. Luego alcanzó a adivinar un cambio de herramienta y entonces escuchó dos crujidos espantosos como los que se producían cuando de niña pisaba escarabajos en el jardín. Hubo silencio por unos instantes y después una succión final.

 Alejandra nunca olvidaría aquella tarde en la que abortó como tampoco habría de olvidar las arremetidas salvajes que sólo Bernabé pudo brindarle. Pasaron los días y el ánimo pareció volverle al cuerpo, aunque jamás hubo una mano amiga en ese hogar que le parecía cada vez más hostil. Poco a poco fue dejándose ver con más frecuencia por la casa, se inscribió en un gimnasio en donde sudó todo el remordimiento que la consumía, empezó a salir de compras y a escribir a manera de catarsis. En menos de dos semanas se le vio sonreír nuevamente y al término de esas vacaciones, que no resultaron tan traumáticas como pensaba, ya estaba de nuevo en la universidad dispuesta a repartir cariño a sus amigos, de los que se había olvidado los meses anteriores. En la casa de los Posada jamás se volvió a hablar del tema, como si evadiéndolo desaparecieran las culpas. Amanda fingía tranquilidad ante los reproches minúsculos de su esposo, que fueron cesando con el pasar de los días hasta que el asunto quedó sepultado para siempre.

***

Seis meses después, Alejandra cumpliría con dos grandes sueños pendientes: viajar a Boston a estudiar un curso vacacional de inglés y tener sexo con un angloparlante. La futura literata por entonces ya apenas si podía recordar el olor de Bernabé y veía lo del aborto como un mal necesario que la emancipó. Un domingo de invierno mientras veía por la ventana caer la nieve y se mordía los labios ante los movimientos nerviosos de su amante rubio que sudaba detrás de ella, no pudo evitar traer a su mente al antiguo amante tumaqueño; cerró los ojos y quiso sentir su humanidad entera, las manos grandes aferrándola con fortaleza y los besos espesos y agrios. La frecuencia cardiaca de la blanca Alejandra pronosticaba un inminente paroxismo que estalló más pronto de lo previsto y le hizo pronunciar unas sílabas que su amante, más blanco que ella, interpretó como una interjección de placer: “Bernabé”, se le oyó decir antes de caer rendida.

Siga leyendo el siguiente capítulo aquí.

Gracias por su lectura y sus comentarios. 

Twitter: @andresburgosb