La parafernalia de la final ocupó toda la atención de toda la prensa.
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El equipo de la capital llegaba como favorito después de haber tenido la mejor campaña del campeonato pero el rival, un equipo caleño con abolengo, había tenido también suficientes merecimientos para pelear por la copa.
La prensa deportiva dedicaba horas a explicar estrategias y estadísticas insólitas para augurar un posible marcador. Los periodistas estaban como locos escarbando en las concentraciones de los equipos con la intención de buscar buenas historias que conectaran a los espectadores con los jugadores y, en esa línea, la llegada de Bernabé a las huestes de uno de los equipos acaparó la atención de un par de cronistas. El primero hizo una nota para la televisión de cuarenta segundos sobre Bernabé en la que se hacía una breve reseña sobre su fútbol y lo señalaba como “un defensa central con mucho futuro en el fútbol colombiano que quizás pueda ser la clave del favorito para anular los centros al área del equipo azucarero”. El segundo periodista que se interesó en su historia era un reportero joven que adivinó en la figura de Bernabé una historia dramática digna de explotar en una cuartilla. Para ambos casos, Bernabé puso por condición no hablar ante las cámaras, así que para la nota del noticiero de televisión sólo tuvo que posar de diferentes maneras: entrenando con el grupo de suplentes, un par de tomas en el gimnasio; luego, sentado en la cancha leyendo un libro de Paulo Coelho con unas gafas prestadas y, finalmente, en una iglesia persignándose frente a una imagen de un santo negro que desconocía.
El resultado fue increíble: mientras rotaban sus imágenes en el noticiero, el periodista lo definía como un profesional hermético, devoto a San Martín de Porres y amante fervoroso de la lectura. Salieron seguidamente algunos de sus amigos opinando sobre su humildad y sus habilidades en la cancha y en el baile y al término de la breve nota y mientras se veía a Bernabé sentado en la grama pasando las páginas del libro El alquimista, se escuchó su propia voz en off con la única información que se le pudo sonsacar: “Lo de mi apelativo se debe a que leyendo, me di cuenta de que el lenguaje es muy amplio aunque la gente no lo sepa. Como todo el mundo habla igual, lo hago con la intención de que todos conozcamos léxico nuevo y de paso leamos más. Eso es lo bonito del idioma”.
El segundo interesado en su historia era David Vargas, un reportero de verbo exacto y agudo observador. Cuando llegó al entrenamiento para la entrevista sorprendió a Bernabé con la propuesta de que se fueran de allí a un lugar más tranquilo donde pudieran hablar con soltura y sin presión. Decía David que buscaba acercarse a su lado humano para que sus futuros fanáticos lo fueran conociendo más a fondo. Se lo llevó con esa excusa a un café en donde pidieron un par de cervezas y pretendieron hablar como amigos. El periodista encendió la grabadora y la puso en la mesa a la vista de Bernabé, quien no se vio terriblemente afectado con el dispositivo como sí lo había hecho no hacía mucho con las dos cámaras que lo persiguieron para la breve nota de televisión. Hablaron toda la tarde y ya después de la quinta cerveza el negro sintió la suficiente confianza para abrir su corazón y contar casi todos sus secretos. No obstante, las 600 palabras que había editado David con la entrevista de Bernabé jamás fueron publicadas. A sus editores les pareció una pérdida valiosa de espacio informativo publicar una entrevista a un suplente sin trascendencia.
El reportero trató de vender su texto a otros medios pero fue inútil porque a nadie le interesaba. Bernabé no era nadie ni para los medios ni para los hinchas y su historia, llena de lugares comunes y melodrama, parecía estar condenada al olvido. El negro, por su parte, compró el periódico toda la semana previa a la final esperando encontrarse con la entrevista que había otorgado, pero no aparecían más que breves notas estadísticas, reseñas de fichajes internacionales de un par de compañeros y despliegues de media página sobre la nueva grama del estadio traída de Alemania. El enorme esfuerzo mental que había tenido que hacer durante la charla para obviar las erres en ese estado de estupor que le produjo la cerveza, le hizo pensar una vez más que todos sus esfuerzos eran en vano. Llamó entonces a David Vargas y le solicitó que le enviara una copia escrita de la entrevista para conservarla como recuerdo y fue tal la empatía que hubo entre periodista y entrevistado que David no sólo le envió su texto sino que lo diagramó como si fuera la noticia importante que nunca fue. Cuando Bernabé recibió el texto, lo leyó mil veces, lo enmarcó y lo puso en la sala de su apartamento de alquiler en donde lo exhibió con orgullo, como un diploma que nunca obtuvo.
entrevista a Bernabé Aguilar PDF
Y llegó la gran final del fútbol colombiano. El primer partido se jugó en Cali ante un estadio lleno de fanáticos vestidos de rojo que amenazaban con saltar a la cancha y comerse a los veintidós enemigos azules que calentaban en la grama mojada. Bernabé jamás había sentido tanta presión en un estadio rival aunque admitía que conocía pocos. Salió a calentar con el resto del equipo aunque bien sabía que iba a ser relegado al banco; disparó al arco en un par de ocasiones, trotó en fila india con los titulares, calentó los músculos superiores y se tomó media bolsa de agua. Las cámaras lo habían captado un par de veces porque en su presencia había algo que llamaba la atención del público: Era una especie de titán cuya humanidad estaba cubierta de músculos y tatuajes, que en conjunto con sus facciones fuertes le daba un aire de agresividad cinematográfica. Su pelo por entonces era largo, cogido con una balaca del mismo tono de sus guayos, pero cada cierto tiempo, semanalmente acaso, disfrutaba cambiar de look para, según él, no perder vigencia. Así que de haber sido un buen futbolista, Bernabé habría ganado millones en publicidad, pues no serían pocas las empresas dispuestas a tenerlo como imagen de sus productos, bien fuera por su aspecto de gigante arrogante y torpe o por la versatilidad infantil en su estilo. Y no sólo en los aficionados hombres causaba impresión sino que el público femenino también se complacía con la rudeza que vendía su imagen.
Emperatriz estaba en sintonía con el primer partido de la final en compañía de Antonio. Él, siempre más emocional que Emperatriz, urdía en su mente un plan para conquistarla definitivamente porque junto a ella se sentía protegido y quería prolongar esa sensación de bienestar por siempre. Sentía que la posibilidad de juntar sus dos vidas en una mutua se acrecentaba con los días de largas jornadas de amor. A sus cincuenta y cinco años, Antonio había comprendido que no podía enfrentar su vejez solo y que sus años de promiscuidad habían terminado. Era una locura pensar en que podía convivir con una negra que además había sido su sirvienta durante años, pero tal vez por eso mismo, por la confianza y el conocimiento mutuo de aromas y mañas, sabía que ella era la única mujer en el mundo con quien podría soportarlo. Emperatriz, por su parte, no pensaba. Se limitaba a sentir las caricias y las penetraciones tristes de su amante, al que le había jurado exclusividad mientras efectuara los pagos correspondientes de sus servicios. Lejos estaba de pensar que en la mente enferma de Antonio se fraguaba una insensata propuesta de matrimonio.
Empezó el partido: Bernabé, que había leído información básica sobre San Martín de Porres e incluso había comprado una estampilla con su imagen, se encomendó a él con fervor inocente y la cámara lo enfocó por tercera vez esa tarde, sentado en el banco de suplentes y con las manos elevadas en señal de plegaria.
Los minutos transcurrieron en medio del insoportable ruido de los fanáticos que apenas si permitían distinguir el pito del árbitro. El juego se desarrolló con parsimonia debido a las muchas faltas que hacían los defensas que no permitían que el fútbol fluyera. Hubo un par de tarjetas amarillas en el primer tiempo y un tiro de esquina que casi termina en gol olímpico para los locales. En el segundo tiempo las cosas no cambiaron mucho pero al menos llegaron los goles. El primero fue a favor de los visitantes: Jonier Medina aprovechó su buena pegada de larga distancia y empalmó un balón con maestría y potencia. La pelota pegó en un defensa y fue a dar al fondo de la red. Bernabé gritó de la alegría y saltó a la cancha a celebrar con su amigo personal, que también dio las gracias al cielo. Pero la alegría terminó pronto porque tan sólo ocho minutos después del gol visitante, una falta infantil en el centro del área cometida por Freddy Ramírez generó una pena máxima que la estrella del equipo rival aprovechó para decretar el empate.
Y los minutos pasaron sin mayores vicisitudes hasta el inexorable pitazo final. Aunque se había escapado la victoria, la alegría era para los visitantes, ya que habían sacado un valioso empate en una plaza difícil, y el partido de vuelta, con su gente y en su cancha, sería en principio favorable para una victoria.
Al término de la improvisada celebración en los camerinos, los jugadores se fueron al hotel a empacar sus cosas y alistarse para el viaje de vuelta, que sería en la madrugada. Al llegar al aeropuerto de Bogotá, cientos de seguidores los esperaban para celebrarlos por ese empate que los dejaba tan cerca de la copa. Las estrellas del equipo no paraban de firmar autógrafos, lo que retrasó la salida del bus a la sede oficial; cuando por fin se hubieron montado todos, una romería de carros y motos hizo de un recorrido de veinte minutos, un largo trayecto de más de dos horas. Sobre las tres de la mañana y ya agotado por la jornada, Bernabé prefirió negarse a una celebración privada que ofrecía el “Gavilán” Castro y partió para su apartamento.
Treinta minutos después estaba ubicando el carro en el parqueadero de su conjunto, cuando vio a su lado izquierdo la camioneta de la familia Posada. De llanto fácil, como lo era últimamente, miró con ojos aguados hacia adentro de los vidrios polarizados y vio en su puesto de copiloto eterno decenas de recuerdos gratos. Subió los cuatro pisos de la torre en que vivía y abrió sigilosamente la puerta para no despertar a su mamá ni a Alejandra, que seguramente había ido a visitarlo. Aún no sospechaba nada de don Antonio pero al ver una camisa de hombre que no le pertenecía, olvidada en el sofá de la pequeña sala, tuvo una epifanía que le aclaró el horizonte. Recordó aquella noche azul en que su patrón ingresó alicorado al cuarto que compartía con su madre con la intención de amarla y, por primera vez sospechó que la idiotez que la gente le adjudicaba podía no ser gratuita. Abrió la puerta del cuarto principal y vio a su madre abrazada a la pequeña humanidad de don Antonio bajo la luz de la madrugada que hacía más plácidas las sonrisas de los durmientes. Bernabé prefirió recoger su maleta que había dejado en la sala y salir de nuevo rumbo al burdel donde sabía que estaban sus amigos, antes que interrumpir el sueño de los amantes.
Si el hombre que estaba durmiendo con su mamá hubiera sido cualquier otro en el mundo, Bernabé hubiera perdido los estribos con facilidad y lo hubiera acabado a golpes ahí mismo, pero resultó que aquél que su madre escogió para amar era el mismo que años atrás los había acogido en el seno de su hogar sin nada más a cambio que obediencia y respeto. Si fuera por merecimientos, nadie como su mecenas para amar a su madre. Por otra parte, ¿habría que esperar a que su mamá le hablara de su romance o habría que tocar el tema sin resquemores? Pensó también que su mamá seguía siendo una mujer hermosa y él no podía, aunque lo creyera correcto, limitar su esencia únicamente al plano maternal. Sobre estas cosas reflexionaba Bernabé de camino al burdel. Al llegar allí saludó a sus amigos, de los cuales había varios ya perdidos en el alcohol pues ya venían tomando desde Cali. Nunca había visto a tantos miembros del equipo en un espacio distinto a las concentraciones o a la cancha; tal era la demanda de prostitutas que tuvo que esperar unos buenos minutos a que alguna se desocupara para complacerlo. La primera en verse disponible fue Julieta, una vieja conocida de nombre postizo que al verlo en espera de sus servicios sintió un escalofrío de insuficiencia. En esta ocasión, sin embargo, Bernabé no buscaba sexo, sólo pretendía encerrarse con una mujer que supiera del mundo y le aconsejara cómo desenredar los embrollos que tenía en su mente.
Es bien sabido que el éxito de una prostituta radica en tres cuestiones: Su belleza, sus habilidades amatorias y su capacidad para escuchar. La belleza de Julieta era más bien poca, sus facciones eran fuertes y daban la impresión de que siempre estaba de mal humor; su cuerpo de piel morena tenía forma cilíndrica con pequeñas curvaturas a la altura de los senos y una mayor en el abdomen. En la cama era sumisa pero con frecuencia indiferente; cuando sus ojos se encontraban con los de su cliente producía gemidos tan falsos como sus pestañas, aunque con Bernabé sus interjecciones de dolor siempre fueron sinceras. Sin embargo Julieta resultó ser una excelente consejera. Ante la historia que su cliente le soltaba con tartamudeos, ella tomaba posiciones, hacía analogías y le ponía ejemplos simples mientras lo tomaba de la mano, Cuando apareció el llanto lo supo consolar con un abrazo maternal y terminó su sesión de catarsis con una magnífica felación que por ejecutarla con cariño, fue una de las mejores de su vida profesional.
Luego del orgasmo, el negro vio las cosas con claridad. Como Julieta decía, Emperatriz necesitaba envejecer acompañada y la única persona en el mundo con quien Bernabé soportaría verla sería con don Antonio.
“Pues sí” concluyó el negro, siempre esquivando las erres. “Ese man es un ángel y yo lo estimo como un hijo estima a su papá. Aunque me inquieta que juegue con ella, que la utilice y luego la bote como la advenediza que es. La gente de bien no se fija en la empleada”.
Pero Antonio no quería jugar con su madre. Y le hubiera quedado claro a Bernabé si lo hubiera visto preparando el desayuno la mañana siguiente. Mientras Emperatriz dormía, Antonio madrugó a comprar algunas cosas en una panadería cercana y después de media hora tenía listo un suculento desayuno que incluía jugo de naranja, panes con mantequilla, café y huevos fritos. Pero lo que más impresionó a Emperatriz cuando fue despertada con un beso, fueron los ojos claros de su amante en los que descubrió un brillo particular que sólo había visto en los ojos de su esposo fallecido. Sin darse cuenta cómo, la negra aceptó el juego de novios que le proponía Antonio y se vio vencida por las zalamerías de su pareja que aunque ridículas en el otoño de su vida, la estaban empezando a enamorar.
Había pasado una larga semana de espera para el partido de vuelta de la final. El país se volcó de nuevo al fútbol y en la mente de cada uno de los jugadores del equipo sólo cabía la esperanza del título. Bernabé había guardado en secreto su descubrimiento y cada día que pasaba veía a su mamá más radiante y alegre. Supo que le había llegado a la pobre su momento de felicidad y se prometió hablar con ella al término del partido para aprobar su relación con don Antonio, como si ella le hubiera pedido permiso. En la charla técnica previa al calentamiento en la grama alemana, el director técnico, hombre adusto y pragmático, le había pedido al equipo conservar las líneas tácticas, cubrir la salida por la izquierda del lateral y sorprender con jugadas trabajadas en los entrenamientos. Bernabé no escuchó nada porque estaba ensimismado pensando en que justo en ese momento su mamá podría estar siendo violentada por el órgano infantil de don Antonio, pero la verdad es que ella se encontraba sola en el apartamento viendo las imágenes previas al encuentro por televisión y escuchando la transmisión de la radio que le recomendaron.
Emperatriz prefirió la soledad porque desde que se levantó esa mañana tenía un mal presagio y quiso espantarlo consumiendo jugo de limón con cristal de sábila y jengibre. Si bien el remedio ancestral ahuyentaba las malas energías también podía producir fuertes e impertinentes movimientos intestinales, por lo que la negra consideró peligroso exponerse a los juegos sexuales de Antonio bajo esas condiciones.
Cuando todos se abrazaron para hacer la oración que daba fin a la charla técnica, Bernabé despertó y se encomendó a San Martín de Porres para que se acordara de él y le permitiera pisar la cancha así fuera en los minutos finales. Salió el equipo a calentar y el público lo recibió con un carnaval de pólvora, tambores y cánticos con acento argentino. Luego de veinte minutos volvieron todos al camerino y rezaron nuevamente; algunos se pusieron sus guayos de la suerte, los suplentes vistieron la chaqueta oficial del equipo y aplaudieron todos al unísono para fortalecer sus energías. El cuerpo técnico y los suplentes se escabulleron al banco y la plantilla titular del equipo se dispuso a salir a la cancha en medio de todavía más pólvora, papel picado y un bullicio tremendo que antecedió la ceremonia de apertura. Bernabé hubiera querido estar ahí, con su mano en el pecho balbuceando los himnos que nunca se aprendió; saludando a los árbitros y a los rivales y presentándose a la hinchada con una venia colectiva.
Con el pitazo inicial la algarabía se diezmó un poco. Las expectativas de un buen espectáculo parecieron desdibujarse por lapsos largos porque, al igual que en el partido de ida, el juego fue muy accidentado. Ambos equipos se veían nerviosos en la cancha, no arriesgaban, no daban pasos en falso ni generaban acciones de peligro. Así terminó el primer tiempo. Ya para el segundo, el equipo local trató de subir las líneas y desbordar por los costados pero el gol no llegaba. En medio de la presión por anotar, se abrieron espacios en la defensa que generaron dos acciones que casi terminan en gol rival. Una de ellas obligó al volante de contención del equipo local a cometer una falta descalificadora al borde del área para evitar la anotación. El árbitro pitó tiro libre a favor de los visitantes y expulsó de la cancha con una tarjeta roja a Manuel Sierra, conocido en el argot futbolero como “la Moto” Sierra, dejando al equipo sin recuperación en el medio campo.
Entonces, a veinte minutos del final, el equipo visitante se fue encima y atacó por todos los flancos. El director técnico le pidió a Jonier Medina que se retrasara un poco para contener el ataque pero lo cierto es que ya todos, incluso el “Gavilán” Castro estaban casi metidos en su propia área. La presión de los ataques habían generado ya varios tiros libres que habían desvelado las falencias de la defensa por arriba: en un par de ocasiones los delanteros cabecearon y estuvieron a punto de anotar, así que, resignándose al empate, el director técnico decidió mandar a la cancha a un defensa que parara todo por arriba: Aguilar, el negro que ahora tenía pelo amarillo con el 27 a la espalda. Bernabé calentó en la banda por tres minutos eternos e ingresó cuando ya sólo quedaban algo más de quince minutos del partido. No hubo tiempo ni para ceremonias ni para nervios porque apenas ubicó su posición empezaron a llegarle balones y rivales. Sacó un par de remates del área y subió a cabecear un tiro de esquina que conectó con mala puntería. Terminó el tiempo reglamentario del partido y el empate persistía.
El alargue de treinta minutos, divididos en dos tiempos de quince, equilibró un poco la balanza y permitió que el equipo local intentara atacar aunque sin ninguna agresividad. De nuevo el tiempo se extinguió en esos largos minutos de trámite y ya no quedaban más que los penaltis. Bernabé había tenido una buena noche pese al empate y se ofreció para patear pero nadie en el grupo lo tomó en serio. Los seleccionados asumieron la responsabilidad con gallardía y se echaron en la grama a recibir sendos masajes. Pasaron los minutos y llegó el sorteo del arco y del inicialista. Empezaría a cobrar el rival en el costado sur.
Los integrantes de cada equipo se ubicaron en el centro de la cancha abrazados los unos, arrodillados los otros. El delantero visitante no pudo con la presión de la barra brava que tenía de frente y erró el disparo aunque sus siguientes cuatro compañeros anotaron.
Del equipo de Bernabé empezó pateando Jonier Medina, quien disparó a media altura al centro del arco mientras el arquero volaba a su palo izquierdo. Golazo que pronosticaba éxito. Luego vino Rodolfo Paternina, lateral izquierdo que fusiló al arquero. “El Gavilán” Castro pateó rasante a la derecha y anotó también; El Gato Velásquez le pegó al mismo palo que Castro y sumó el cuarto gol poniendo a favor la serie. Sólo quedaba “El mariscal” Artunduaga a quien le bastaba anotar para darle el título a su equipo. Ubicó el balón y elevó una pequeña plegaria al cielo con los brazos extendidos. Pateó al costado izquierdo hasta donde voló el arquero rival para sacar la pelota y silenciar el estadio. Tal vez “el mariscal” no había rezado lo suficiente esa noche.
De nuevo empate.
En la sexta ronda vinieron los arqueros de ambos bandos y ambos anotaron. Después de doce penaltis cobrados el empate persistía. Un caleño de diecisiete años fue el desafortunado inicialista en la séptima serie. La presión lo venció y lo hizo errar el disparo botando el balón dos metros a la izquierda del arco. Lloró como el niño que era. Parecía que la suerte estaba echada: si el próximo cobrador de los locales anotaba se coronarían campeones del torneo. En las huestes del equipo Embajador quedaban cuatro posibles cobradores entre los que se encontraba Bernabé. Dos de ellos, un defensa y el lateral derecho, no quisieron cargar con esa responsabilidad y el otro restante, Freddy Ramírez, había sufrido un par de calambres que lo inhabilitaban para la tarea. Así fue como a Bernabé Aguilar la suerte de nuevo lo retaba. Respiró profundo y se acercó al punto blanco, tomó el balón en sus manos y lo besó. Miró al cielo, se echó la bendición. Ubicó la pelota con un exceso de confianza que no cayó bien en los hinchas que guardaban silencio sepulcral.
Como si de su propia muerte se tratara, parado frente al balón y dispuesto a fusilar al portero, Bernabé Aguilar cerró los ojos y vio pasar su vida entera en diez segundos. Volvió en sí. Levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de un arquero joven y asustado. Tomó el impulso suficiente que le permitiera optimizar toda la potencia de su pierna derecha, empalmó la pelota con el empeine y vio un misil dispararse con rumbo al cielo, lejos, muy lejos del objetivo. Nadie cantaba en el estadio pero el negro tuvo que taparse las orejas con las manos para no escuchar el coro que lo atormentaba: “Bernabé, no eres nadie Bernabé”.
El título se definió en la siguiente ronda, en la que el defensa que no había querido patear en principio, tuvo que hacerlo bajo la presión de la anotación rival. Su disparo se estrelló en el palo y el equipo perdió en su propio estadio el título que no conseguía desde hacía quince años.
Bernabé anheló el regazo de su madre para llorar pero al no encontrarlo, el hombro de su amigo “el Gavilán” Castro sirvió. Devastados, los jugadores del equipo perdedor no hacían más que llorar y esconder el rostro en sus camisetas húmedas, algunos acuclillados, otros tirados en el pasto con la mirada en el cielo nocturno.
En la ceremonia de premiación Bernabé recibió una medalla que creyó inmerecida y se fue de inmediato junto con sus compañeros cabizbajos a refugiarse en los camerinos. Por el camino un periodista quiso preguntarle sobre sus impresiones del partido y el penalti errado, pero el negro, con su brazo enorme lo apartó bruscamente: “no insista que hoy no hablo”, le dijo. Por las escaleras que lo llevaban a las duchas se quitó la camiseta del equipo y la arrojó con furia a un costado. Su torso aún seguía cubierto por una franela que había mandado a estampar con un “Te amo Alejandra” y que pretendía mostrar al mundo en caso de anotar gol o de coronarse campeón.
Alejandra también sentía la frustración de su negro, sin saber nada ni del amor ni del fútbol sintió que tenía un compromiso tácito con Bernabé y decidió acompañarlo en su fracaso, le pidió a su novio que pagara los cocteles y la llevara a casa. Estando allí solicitó un taxi para dirigirse al apartamento de su antiguo amante. Mientras Alejandra iba en camino, el bus oficial del equipo trataba de salir del estadio pero un grupo de hinchas furibundos le bloqueaban el paso. Transcurrió media hora hasta que el bus pudo salir de los parqueaderos en medio de agresiones de hinchas apasionados dispuestos a morir y a matar por su equipo. Les lanzaron piedras y huevos a las ventanas a la vez que improvisaban oprobios en rima contra los jugadores. Fue cuando Bernabé escuchó de nuevo su coro y el llanto reapareció. “Bernabé, no eres nadie Bernabé”. En ese momento entró la llamada revitalizadora de Alejandra que le informaba que iba hacia su apartamento y que quería acompañarlo toda la noche. El alma le volvió al cuerpo y vio que su existencia aún tenía sentido. Antonio se comunicó también con Emperatriz que a esa hora lloraba desconsolada pero en media hora de conversación no encontró palabras de consuelo.
El bus llegó al hotel donde se había concentrado el equipo y de allí Bernabé se escabulló a su hogar desoyendo las advertencias del cuerpo técnico de pasar la noche en las habitaciones asignadas para evitar posibles agresiones de la hinchada enojada. El negro sólo pensaba en ver a Alejandra y amarla bajo las condiciones que ella pusiera. El amor le llegó todo de repente porque su alma buscaba un lastre para no desfallecer.
Cuando Bernabé llegó a su apartamento, se encontró con las dos mujeres que más amaba en su vida. Los tres lloraron mientras tomaban la champaña de la victoria que no fue.
A Bernabé le pareció un gasto innecesario tener que irse a un motel a pasar la noche con Alejandra habiendo podido quedarse juntos en su habitación, pero ella insistió en que no podían quedarse allí en presencia de una madre desconsolada e insomne, así que después de un rato se lo llevó a un edificio lujoso de ornatos atigrados y fluorescentes, en donde después de pasar por la recepción y ser reconocido por la empleada, subieron a una alcoba con jacuzzi, cama doble y pornografía en la televisión. Se amaron en la ducha, en la cama y en un mueble blanco con forma de cuello de cisne que permitía posturas inverosímiles. Fueron felices y elementales, como la primera vez.
De mañana, luego de una maratónica jornada, Bernabé fue a ducharse al baño y se encontró de vuelta con que el sueño había vencido a Alejandra, que permanecía desnuda y con un leve rubor en sus mejillas. La vio tan hermosa y tan lejana como una orquídea y le pasó por su mente un relámpago de angustia al comprender que su amor estaba destinado a no ser. En un instante de cordura pensó también en la utopía amorosa de su madre y concluyó con amargura que a los Posada no se les podía amar, al menos no desde una orilla de ébano y miseria: si la pobreza ya marcaba una distancia insalvable, el color de piel refrendaba la imposibilidad de amarse más allá del orgasmo. Bernabé se vistió y se fue.
Muchas gracias por su lectura. Entrega final: 27 de abril. Aquí la puede leer.
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