Si es cierto aquello de que quien no conoce su historia está condenado a repetirla, este caso está destinado a la impunidad y al olvido, igual que tantos otros crímenes políticos que han marcado, sin merecerlo, la triste historia colombiana.
Hace unos días terminé de leer La forma de las ruinas de Juan Gabriel Vásquez. Es una novela larguísima, íntima, muy bien documentada y excelentemente narrada. En ella Vásquez pone sobre la mesa las teorías conspirativas que se han tejido alrededor de dos magnicidios que marcaron la historia de Colombia: el primero, el crimen del general Rafael Uribe Uribe, llevado a cabo por dos artesanos que un día de 1914 lo siguieron por la calle y lo mataron a golpes de hacha. El segundo, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, cuyo impacto desencadenó el Bogotazo y que a la larga terminaría siendo referente del comienzo de la violencia bipartidista.
En ambos crímenes hay preguntas sin resolver que investigadores y paranoicos se han hecho durante décadas. ¿Actuaron solos los asesinos? ¿hubo conspiraciones políticas detrás de los hachazos y los disparos? Tal vez jamás lo sabremos porque nuestra justicia es inoperante y nuestra memoria, inmediata. La urgencia de la agenda pública hace irrelevante el pasado y estamos tan saturados de nuevos crímenes que no nos alcanza la indignación para rescatar un pasado que creemos muerto.
Pero el pasado está vivo. La forma de nuestras ruinas cambia con cada nueva ojeada que le damos a nuestros recuerdos incompletos. Eso, al menos, fue lo que entendí de la novela y eso es lo que algunos, tercos o valientes, intentan hacer cada cierto tiempo: mirar atrás para reconstruir la historia y así descifrar lo que fuimos y lo que somos.
Ayer nos despertamos con la noticia de que la Fiscalía ha ordenado exhumar el cadáver de Rodrigo Lara Bonilla, asesinado en 1984, en busca de pistas que permitan esclarecer el caso, y para mí es inevitable relacionar este nuevo intento de justicia con los fracasos del ayer, con los vacíos de la memoria colectiva de los que habla Juan Gabriel Vásquez, que a veces se llenan con las más complejas teorías conspirativas y otras apenas se insuflan con el miedo a que nuestras sospechas se comprueben.
Si es cierto aquello de que quien no conoce su historia está condenado a repetirla, este caso está destinado a la impunidad y al olvido, igual que tantos otros crímenes políticos que han marcado, sin merecerlo, la triste historia colombiana. Tal vez por eso es que los colombianos estamos rotos por dentro y somos incapaces de las más mínimas muestras de solidaridad y de compasión, porque no hemos elaborado el duelo de nuestros muertos, porque matan a nuestros más importantes líderes políticos y la justicia no es capaz de dar con los responsables, y si eso pasa con los grandes hombres de la historia qué decir del crimen de mi vecino que fue torturado, según dicen, por el F2, o de los miles de desaparecidos que han dejado décadas de violencia que algunos insisten en prolongar.
Uno de los personajes de La forma de las ruinas resume muy bien el desconcierto que siente cuando descubre que el asesinato de Gaitán pudo tener los mismos móviles que el de Rafael Uribe Uribe, sentimiento que casi sesenta años después nos vuelve a embargar, esta vez con ocasión de la exhumación del cadáver de Lara Bonilla: “Mierda, es como si todo se repitiera”.
Twitter: @andresburgosb