Qué mal está una sociedad que no entiende que la violencia ha sido el motor que nos ha empujado al abismo y que cree ingenuamente que el perdón es sinónimo de debilidad cuando, en realidad, es una de las más grandes expresiones de nobleza.

En nuestra sociedad la venganza siempre ha estado por encima del perdón y eso no parece que vaya a cambiar pronto. Al contrario, todos los días vemos en los noticieros y en las calles a gente cargada de odio dispuesta a matar por muy poco. Recientemente, por ejemplo, vimos el caso del médico que mató a patadas a un perrito inofensivo porque mordió a su hijo, un castigo desproporcionado y cruel, tanto o más que los comentarios que se leían de la gente sobre el caso, que pedían la muerte del agresor.

La revancha es tan habitual que no es extraño escuchar relatos de gente que alienta a que se linche al ladrón o que se alegra cuando muere el torero, que cree que las diferencias se resuelven a los puños o que aconsejan a sus hijos que usen la violencia, siempre preponderando las vías de hecho por encima del diálogo y de la justicia civil. Y no es sólo un mal de Colombia: la violencia y la venganza siguen siendo las herramientas favoritas de gobiernos y terroristas en detrimento irracional de los credos religiosos, del humanismo, del desarrollo del pensamiento moderno y de la misma historia mundial, plagada de guerras y muerte; seguimos creyendo que el fuego se apaga con gasolina y actuamos en consecuencia tanto en los grandes conflictos como en nuestra cotidianidad.

Lo anterior lo digo para plantear que tenemos tan naturalizados el rencor y los deseos de venganza que veo en ello uno de los principales argumentos de quienes se oponen al Proceso de Paz: a muchos les parece inadmisible que unos guerrilleros depongan sus armas y se dediquen a hacer política sin haber sido purificados por el fuego de la venganza. No los culpo por pensar así porque, como decía Ortega y Gasset, el hombre es uno y su circunstancia, y la circunstancia colombiana está salpicada de sangre de los últimos sesenta años, pero pienso que ese contexto bélico está cambiando –en el último año las muertes de civiles en el conflicto de han reducido en un 98% y las de combatientes en un 94%- y por lo tanto, también nosotros deberíamos cambiar.

Para empezar, podríamos aprender de las víctimas del conflicto que han hecho parte de las negociaciones y están dispuestas a perdonar a sus victimarios. Solo falta un poco de bondad y de sentido común para reconocer que no podemos ser tan egoístas como para imponer nuestro rencor por encima del deseo de las víctimas directas que quieren el fin del conflicto, pero es una tarea difícil porque, lamentablemente, cuando estos sobrevivientes de masacres o ex secuestrados han perdonado públicamente a sus victimarios, no han faltado los indolentes que los han acusado de sufrir el síndrome de Estocolmo, de ser unos vendidos o de ser cómplices de la guerrilla, como les pasó a Ángela Giraldo o a Maurice Armitage.

Qué mal está una sociedad que no entiende que la violencia ha sido el motor que nos ha empujado al abismo y que cree ingenuamente que el perdón es sinónimo de debilidad cuando, en realidad, es una de las más grandes expresiones de nobleza. Yo me compadezco de esas personas que no creen en la bondad y en el poder del perdón y las invito a que cambien, no por el bien de Colombia o por el deseo de las víctimas, sino por ellos mismos: alimentar el rencor y la venganza endurece nuestros corazones y nos condena a vivir en función del otro, del que odiamos. Por eso pienso que debemos perdonar siempre, incluso cuando nuestros victimarios no quieren ser perdonados, porque si no hay perdón no hay paz en nuestras almas y corremos el riesgo de volvernos seres insensibles, capaces de matar a un perrito, agredir al que piensa diferente o, incluso, cometer el despropósito inmoral de oponernos al fin de un conflicto armado.

Twitter: @andresburgosb