El jueves pasado tuve un accidente de tránsito. Bueno, accidente es mucho decir, más bien fue un pequeño incidente cuyo arreglo me tomó tres horas:

Estaba yo saliendo en reversa de un parqueadero sin percatarme de que había un señor bajándose de su camioneta justo en frente. Por estar mirando a ambos costados de la vía no lo vi y sólo me detuve cuando escuché el pito y los gritos del señor. Me bajé preocupado por la suerte de la víctima, que decía haber quedado atrapada entre los dos carros, pero por suerte comprobé que mi vehículo no había tocado al del señor, así que me tranquilicé, me parqueé al costado de la vía y volví a bajarme para revisar todo con más calma.

El señor alegaba que le había rayado el carro y le había lastimado la espalda, razón por la cual yo debía “reconocerle” el valor de los daños. Pronto me percaté de que lo que en realidad buscaba era sacarme dinero por un accidente inexistente, así que le dije que haríamos las cosas como deberían ser y que no recibiría un peso de mi parte: llamé a la aseguradora de mi carro y esperé a que fuera un abogado a asesorarme. Luego de unos cuarenta minutos llegó el abogado, revisó los vehículos y concluyó que el golpe no había existido, pero como el señor seguía insistiendo en que tenía un dolor en la espalda causado por mi culpa, el abogado le explicó cuáles eran los posibles escenarios, ninguno de los cuales le convenía porque, entre otras cosas, el señor estaba mal parqueado, no tenía señas de dolor ni había evidencia del choque. Sin embargo el señor seguía pidiendo que le reconociera el daño que le había hecho, que incluso podía inhabilitarlo para trabajar por algunos días, pero mientras hacía esto también se negaba a que llamáramos a una ambulancia o a que fuera trasladado a una clínica para que el SOAT cubriera los gastos. En fin, luego de tres horas de espera -no podía yo abandonar la escena hasta que llegara Tránsito que, dicho sea de paso, nunca llegó- el señor comprendió que no iba a sacar un peso por el incidente, así que se subió a su camioneta y se fue, siempre reclamando que por personas como yo es que “estamos como estamos”. Me dijo que yo era un mal ciudadano, un inconsciente.

¿Qué lleva a una persona cualquiera a fingir un accidente y pedirle plata a su supuesto agresor? Peor aún, ¿cómo se atreve a acusarlo de mal ciudadano por no ceder ante el chantaje? No lo sé, supongo que se debe a esa famosa doble moral que parece estar signada en el ADN colombiano como marca indeleble de lo que somos. ¿Y qué es lo que somos? Pues, si analizamos los hechos recientes de nuestro país, habría que replantear el cuento ese de que los buenos somos más: aquí somos egoístas, racistas, machistas, homófobos, incapaces de sentir empatía por el dolor ajeno, mezquinos a más no poder. Estoy por creer que esos prejuiciosos que se oponen a un proceso de paz, a que los gays tengan derechos o a que los indigentes reciban ayuda integral, en realidad representan la gran parte de la población colombiana, acostumbrada al clasismo, a la indiferencia, al statu quo.

Gentecita así se ve por todas partes, opinando cada vez más abiertamente lo que por años se guardaban para sí mismos o para sus círculos más cerrados: que los negros huelen feo, me decía una vieja conocida en Facebook que celebra, sin embargo, el triunfo de nuestros deportistas negros; que el feminismo es un invento de lesbianas con mucho tiempo libre, que a los maricas hay que hacerlos hombres llevándolos donde las putas, que hay que mandar matar a los indigentes, que si en la calle alguien le da papaya hay que aprovecharla y así, tantas frases que tengo en mi memoria de ciudadanos abiertamente impetuosos y desconsiderados con el prójimo, que usan su patriotismo para incendiar el país, que son insensibles ante la muerte de los débiles o de los pobres, pero que, como el señor de la camioneta, no les tiembla la voz para decir que son ellos los buenos, que los desconsiderados y los malos ciudadanos somos el resto, y para eso inventan neologismos, tergiversan la realidad y se organizan en peligrosas logias que los defiendan de conspiraciones imaginadas.

Lo peor del asunto es que ya estoy acostumbrado a aquel que hace reclamos morales desde su inmoralidad, por lo que este conductor que quería sacar provecho de la situación sólo me confirmó que como él hay millones. Ya no me sorprende que haya profesores que estimulen abiertamente la discriminación hacia sus estudiantes gays ni me sorprende oír por ahí a alguien decir que hay que formar grupos de limpieza para acabar con la diáspora de indigentes de Bogotá. Tampoco me sorprende, aunque debería, que haya tantas personas que se opongan orgullosas a un proceso de paz que respalda el mundo entero y me digan que el equivocado es el mundo y que el desconsiderado soy yo, que por encima de las vidas que vamos a salvar, están sus observaciones políticas plagadas de verdades a medias e intereses particulares.

Casi sin excepciones, casi sin matices, la sociedad colombiana es despótica y corrupta, basta con manejar media hora por la ciudad o con leer las noticias, o mejor, los comentarios que la gente hace de las noticias. Nos gana el rencor, los prejuicios y las ganas de hacerle daño a los demás, por eso no sería para mí una sorpresa que gane el No en el plebiscito o que para el 2018 subiera a la presidencia un fanático religioso, tal vez esas equivocaciones históricas sean lo que necesitamos para aprender a leer entre líneas, a desarrollar el sentido crítico, a superar nuestros prejuicios, a repensar una sociedad que requiere del perdón y de la empatía para que logre sobrevivir a sí misma.

Mientras tanto, los que cumplimos la ley y tratamos de que Colombia dé un paso hacia el progreso seguiremos siendo atacados por “ciudadanos de bien” que nos llaman guerrilleros, maricas, mamertos, cobardes o, en el mejor de los casos, malos ciudadanos e inconscientes, como me dijo el señor de la camioneta por no haber cedido a su extorsión. A esa ironía la llamamos Colombia.

Twitter: @andresburgosb