Con la publicación del “Acuerdo final para la terminación del conflicto” la discusión sobre los acuerdos de La Habana ha adquirido un tono jurídico innecesariamente complejo que ha desviado -todavía más- la atención de lo fundamental: el hecho de que un grupo subversivo va a dejar de matar y de matarse para someterse a la institucionalidad de un país y defender sus ideas democráticamente.
Algunos idealistas piensan, por ejemplo, que firmar un acuerdo de paz con las FARC significa el fin de todo tipo de violencia y el comienzo de una nueva era de esplendor en que los unos amaremos a los otros y podremos vivir en concordia en una sociedad progresista y que el Estado nos garantizará a todos una vida plena. Eso no va a pasar, en gran medida porque la paz no nos llega de afuera sino que surge desde nuestros corazones, y ya hemos visto que los corazones de muchos colombianos son grises y duros.
Desde la otra orilla también se hacen observaciones absurdas: algunos creen que firmar el acuerdo es entregarle el país a las FARC, que se va a implantar una dictadura castrochavista y que la única solución mesiánica es votar por el ‘No’ y renegociar el acuerdo, y nos venden esa idea como si fuera muy fácil cuando en realidad es un escenario casi que improbable. Sumado a estas ideas, que son las que oficialmente se promulgan, hay un sinnúmero de informaciones falsas que buscan despertar el miedo en los electores para que le hagan en juego a quienes tienen intereses particulares: que están igualando a los terroristas con las fuerzas militares, que no van a reparar a las víctimas, que seguirán traficando y reclutando niños, que Santos es comunista…
La verdad es que el acuerdo de paz no va a acabar con la corrupción, el nepotismo o el clientelismo de nuestras instituciones; de hecho, es muy posible que una buena cantidad de dinero que se va a invertir en el posconflicto termine en las arcas de los corruptos de siempre, los corruptos por los que votamos cada cuatro años. El sistema de salud no se va a transformar en uno de primer mundo con el fin del conflicto armado, el transporte de Bogotá tampoco va a mejorar, los niños en la Guajira no dejarán de morir de hambre. Tampoco se va implantar en el país un régimen comunista ni nos vamos a quedar pobres por invertir en la resocialización de guerrilleros.
Lo que sí va a pasar con el fin del conflicto armado es que las FARC van a dejar de echar bala a cambio de empezar a echar cuentos en el Congreso y eso trae enormes beneficios para la construcción de un nuevo país: el primero de ellos, el inmediato, el que debería bastarnos para apoyarlo, es que los colombianos más pobres van a dejar de matarse en el monte por un conflicto que no entienden y en el que no escogieron participar.
Tristemente, somos una sociedad tan enferma y tan habituada a la muerte que tenemos que buscar argumentos políticos, económicos o sociales para tomar una posición frente al Proceso de Paz y nos olvidamos de lo más básico, de lo más valioso: las vidas de los campesinos, de los desplazados, de los soldados y de los guerrilleros. Muy poco deben valer estas vidas para aquellos que creen que “estamos pagando un costo muy alto por la paz”.
Por eso pienso que, antes de ponernos a discutir sobre la letra menuda de los acuerdos, debemos preguntarnos si nuestro voto obedece a reflexiones de orden moral o político. Si asumimos lo primero, debemos considerar que las vidas que nos vamos a ahorrar (que ya nos estamos ahorrando) valen más que cualquier postura política y, por ende, apoyaremos el fin del conflicto per se; si creemos lo segundo, nuestro voto tendrá tantos matices como puntos en el acuerdo y podría tender tanto al ‘Sí’ como al ‘No’, pero será un voto inmoral que ponderará el ajedrez político o el costo económico por encima de las vidas de combatientes y civiles.
Yo, por supuesto, celebro el perdón y la vida y ya tomé mi decisión.
Pero me pregunto si los que se oponen al proceso de paz, que obviamente no han tomado una decisión moral sino política, son conscientes de lo que significa verbalizar con orgullo esa frase: “Oponerse a un proceso de paz”. ¿Cómo explicarle eso a sus hijos? ¿Con qué cara le van a decir al mundo que como colombianos se oponen a un acuerdo en el que siete mil delincuentes abandonan las armas voluntariamente y dejan de secuestrar, de matar, de reclutar niños? ¿Será que comprenden que sus argumentos son inmediatos y perecederos y que, en cambio, la paz entre las partes será para siempre? “Es que les van a dar curules a las Farc, es que les van a dar dinero, es que Uribe, es que Santos…” Todas esas retahílas carecen de sentido cuando comprendemos que las instituciones pasan, que los líderes se olvidan, que el dinero va y viene, que nuestro Congreso siempre ha sido guarida de pillos. Todo se puede reponer, todo se puede recuperar, menos las vidas que se pierden en un conflicto armado que podríamos detener.
Comprendo la indignación de muchos de los que se oponen al Proceso de Paz, de hecho, en gran medida la comparto; lo que no puedo comprender es que sean tan egoístas como para pensar que su indignación es más valiosa que la vidas que nos vamos a ahorrar. Es bien sabido que los colombianos carecemos de solidaridad y de empatía, pero esta oposición terca que algunos hacen al fin del conflicto armado es el epítome de la inmoralidad.
Twitter: @andresburgosb